jueves, 23 de noviembre de 2017

Academia de la Lengua


Antes que nada un poco de historia y para ello recurrimos a Luis Melnik quien nos remite a los orígenes de la institución.
La Academia de la Lengua fue fundada en Madrid en 1713 por Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y aprobada oficialmente por Felipe V en 1714. Felipe V fue el primer rey de España de la casa de Borbón. Nació en Versalles en 1683 y murió en París en 1746.
La Real Academia en 1847 fijó sus miembros en treinta y seis y su insignia es un crisol al fuego, bajo el lema Limpia, fija y da esplendor. En 1978 ingresó la primera mujer académica, Carmen Candel.
Al Diccionario de la Academia -que se actualiza periódicamente- se le reviste de gran autoridad al momento de dirimir acerca de la corrección o no en el uso de las palabras. Melnik cita la dedicatoria de su primera edición.
Diccionario de la Lengua Española en que se explica su naturaleza y calidad, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes al uso de la lengua, dedicado al Rey nuestro señor Don Felipe V que Dios guarde.
Entre los especialistas ya son tradicionales las controversias en torno a la Real Academia Española así como a sus correspondientes en diversos países. No han sido pocos los escritores que han cargado contra ella y en este mismo espacio ya nos hemos referido a las críticas formuladas por Raúl Prieto (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2014/09/un-quijote-de-la-lengua.html). Al mismo tiempo es importante mencionar la opinión de quienes sostienen que muchos enemigos de la institución lo que en realidad desean es ser convocados a ocupar uno de sus sillones. En esa línea Gustave Flaubert define: “Academia Francesa. Denigrarla, pero tratar de ingresar a ella si se puede.” 
Pues bien en esta ocasión citaremos con amplitud los irónicos comentarios de Ramón Gómez de la Serna (no sería muy original decir que pudo haber sido Gómez de la Sorna) al respecto.
Lo malo de la Gran Academia con aire oficial, es que, amparada por ser la guardadora del sagrario o tabernáculo de la lengua, pueda intervenir con su influencia en la libertad de formas e inspiraciones en que debe vivir la creación literaria.
El tesoro que manejan no es de ellos y muchas veces no han hecho nada para su formación y desenvoltura. (…)
Una señora francesa le dijo un día a Paul Valéry que no podía aclarar a su niño la diferencia que había entre un toro y un buey, y entonces el gran poeta francés le aconsejó: “Dígale que un toro es un escritor antes de entrar en la Academia, y un buey es el que ya ha entrado”. (…)
El académico que transformado en académico ya tiene que hacer la vida del académico y tener una prudencia convencional puramente académica. Como en mí la inclaudicación es verdadera, aquella rebeldía juvenil que me hizo dejar una corona de flores colgada en la verja de la Academia, un día de los Fieles Difuntos, persiste aún, y en mi alegría de estar en América figura con regodeo esa inmunización para ser académico que da el estar lejos del edificio litúrgico del país de origen. (…)
Sentarse alrededor del gran brasero final, siempre me ha parecido algo macabro, pues no en vano se ha definido a la Academia como “reunión de inmortales cuya ocupación principal es esperar que muera alguno de ellos”.
Ya que no son fantasmas los que forman parte de la Academia –tengo yo buenos amigos entre los académicos- pero con el respeto debido al presidente, el secretario perpetuo me parece una osadía de lo humano. ¡Secretario perpetuo! ¡Cómo se ríe la muerte cuando agarra a uno de esos secretarios perpetuos! (…)
La Academia es la persistencia y la tozudez en sostener lo que ya es otra cosa o lo que no se dice hace ya mucho tiempo.
Yo tendría discusiones pavorosas con los académicos queriendo imponer palabras que no se dicen y que no están en el diccionario, palabras zurrisucias, pero que son expresivos ratimagos geniales de la calle.
Yo llevaría reconvenciones inextinguibles: que por qué quitaron la hache a “armonía” cuando la hache, precisamente, era la lira de sus delicias y, sobre todo, por qué han llamado al “champagne” “champaña”, palabra cursi como ella sola; ¡por lo menos que lo hubiesen llamado “espumoso” o como se le llama en los tangos, “champán”, palabra que de golpe y porrazo recuerda su efervescencia y su taponazo! No quiero sentarme en un viejo sillón desvencijado y en cuyos brazos está el reuma articular y retórico del que lo ocupó antes. 
Un discurso de este tipo no podía finalizar sin la estocada final, sin unas notas de despedida.
¿Que no merezco el puesto que rechazo? Pues entonces contestaría satisfechamente con las palabras de Cocteau: “No hay que rechazar las recompensas oficiales; lo que hay que hacer es no merecerlas” o si allí estuviesen dispuestos a aceptarme diría lo que dijo Groucho Marx cuando le quisieron dar entrada en un gran Club: “No quiero pertenecer a ningún Club que esté dispuesto a anotarme como socio”.
Concluye Ramón Gómez de la Serna: “Yo, en realidad, soy un académico de la lengua y por esta rebeldía contra la Academia me parece que me van a echar de allí antes de haber entrado.”


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