jueves, 30 de noviembre de 2017

Apagón



No es de ahora la impresión causada al ver a Nueva York iluminada. Cuentan que en su visita a esa ciudad -a mediados de los años cincuenta del siglo pasado- el escritor catalán Josep Pla después de observar atentamente los innumerables rascacielos iluminados preguntó: “¿Y todo esto quién lo paga?”.

En la oscuridad todo cambia y las contrariedades no son menores cuando se va la luz, ya que estamos acostumbrados a funcionar con energía a disposición. Sin embargo Gay Talese reivindica los muchos aspectos positivos que puede llegar a tener un apagón.

A las dos y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de mayo de  1959, en una vasta zona de Manhattan se fue la luz y muchos barrios estuvieron  a oscuras con los relojes parados, la cerveza caliente, la mantequilla derretida y las conversaciones íntimas a la luz de las velas en bares sin televisión. Fue estupendo. La gente tenía algo de que hablar.

Pero además de contar con tema de conversación hubo necesidad de realizar acciones cotidianas en forma creativa.

Era posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a pesar de  imaginarios discos rojos. Inquilinos acostumbrados a los ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para variar. Las personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres afeitaban barbas que no veían.

En esas circunstancias –continúa Talese- hubo quienes se encontraban más capacitados para hacer frente a la contingencia.

Sólo los ciegos no estaban atemorizados. A las tres y diez de la tarde, en el número 1.880 de Broadway, en el oscuro edificio del Asilo para Judíos Ciegos de Nueva York, 200 obreros invidentes, que conocían cada pulgada del lugar al  tacto, guiaron a setenta obreros videntes por las escaleras hasta alcanzar la calle sin percances.

Las cosas cambiaron cuando Nueva York regresó a la normalidad. “Pero al día siguiente volvió la luz. Los ciegos fueron olvidados en esta gran ciudad de conversaciones sobre el tiempo.” 

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