martes, 7 de agosto de 2018

Walter Benjamin y el teatro en China


Siempre se corre el riesgo de pensar que las cosas solo pueden ser del modo que uno las conoce. Felizmente existen muchas maneras (libros, películas, viajes, conversaciones…) que nos permiten salir de ese grave error. En este espacio ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de los programas de radio que Walter Benjamin tuvo a su cargo en el período 1927-1933 y que fueron publicados (Walter Benjamin. Juicio a las brujas y otras catástrofes. Crónicas de radio para jóvenes -trad. Ariel Magnus-. Buenos Aires, Interzona-Hueders, 2014).

Ahora retomaremos el programa que dedicó al teatro en China que nos permite descubrir muchas diferencias con el que se acostumbra entre nosotros.

(…) el teatro chino (…) no se parece a nada de lo que nosotros concebimos como un teatro. El extranjero que se acerque a uno de ellos creerá estar ante cualquier cosa menos un teatro. Escucha un confuso ruido de tamborileos, címbalos y chirriantes instrumentos de cuerdas. Sólo de cara a un teatro como este, o si escuchó su música en algún disco, el europeo cree entender qué es la música desafinada. Y si entra al teatro, le sucede como al que ingresa a un restaurante y lo primero que debe atravesar es una cocina sucia: se topa con una especie de laboratorio en donde cuatro o cinco hombres enjuagan toallas de mano inclinados sobre tinas vaporosas.
En el teatro chino estas toallas de mano juegan el papel más importante. Con ellas la gente se limpia la cara y las manos antes y después de cada taza de té y de cada pocillo de arroz. Todo el tiempo hay sirvientes que se llevan las toallas sucias y traen otras limpias, a menudo catapultándolas hábilmente por sobre las cabezas del público.

Es así como nos enteramos que en ese ambiente de distinta formalidad no existen impedimentos para beber y comer, sin que ello represente incomodidad alguna para los asistentes (por el contrario, es parte de la fiesta que representa asistir al teatro). Continúa Benjamin con su fascinante crónica.  

Los chinos no exigen comodidad, porque tampoco la tienen en sus hogares. Vienen de una casa sin calefacción a un teatro sin calefacción, se sientan sobre bancos de madera, con los pies sobre la losa, y nada de eso les molesta. En cuanto a la ceremonia, les importa un pepino. Saben tanto de teatro que en todo momento se toman la libertad de hacer pública su opinión sobre el espectáculo. Si dejaran eso sólo para el estreno, como ocurre en nuestros teatros, tendrían que esperar bastante tiempo, pues en China hay obras que se dan cuatrocientos o quinientos años seguidos. Y aun las nuevas obras son en su mayoría adaptaciones de historias que cualquiera conoce y casi se sabe de memoria por novelas, poemas u otras obras de teatro. Así que en el teatro chino no hay solemnidad. Tampoco hay tensión dramática, no al menos de esa que depende del final de una historia.

Los actores chinos deben dominar una serie de conocimientos y destrezas cuyo entrenamiento les exige años de formación mediante una disciplina sumamente estricta.

En cambio hay otra tensión que lo mejor sería compararla con la que nosotros sentimos cuando vemos en el circo a un acróbata balanceándose en el trapecio o a un malabarista manteniendo en equilibrio una pila de platos sobre un palo que lleva en la nariz. En realidad, todo actor chino debe ser al mismo tiempo acróbata y malabarista, además de bailarín, cantante y esgrimista. ¿Por qué? Lo verán enseguida, cuando les diga que en el teatro chino no hay decorados. 
El actor no debe actuar sólo su papel, sino que también debe hacer de escenografía. ¿Cómo lo hace? Se los explicaré. Si por ejemplo debe superar un umbral, a través de una puerta que no se ve, alza un poco los pies como si estuviera pasando por encima de algo en el suelo. Los pasos lentos alzando alto los pies significan, por su lado, que está subiendo una escalera. Cuando un general debe trepar por una colina con el fin de observar una batalla, el actor que lo interpreta se sube a una silla. Al jinete se lo reconoce por el látigo que sostiene el actor en la mano. A un mandarín que es transportado en una litera lo representa un actor que anda por el escenario rodeado de otros cuatro actores que caminan con las espaldas dobladas, tal como si transportaran una litera. Cuando hacen un movimiento brusco, eso significa que el mandarían ha descendido de la litera. 
Claro que unos actores tan versátiles tienen un largo tiempo de aprendizaje, que por lo general dura unos siete años. Ahí aprenden no sólo canto, acrobacia y todas las otras cosas, sino también los papeles de alrededor de cincuenta obras, que deben estar preparados para actuar en todo momento. Esto es necesario porque rara vez la gente se conforma con la presentación de una única obra. Lo que hacen es juntar esta escena de una obra y aquella escena de otra en variopinta sucesión, de modo que en una sola noche pueden verse por turno una docena de piezas teatrales. Por otro lado, si se quisiera poner en escena una sola obra en toda su extensión, llevaría dos o tres días representarla. Así de largas son estas obras.

Claro está que en el grupo de actores hay quienes destacan por la excelencia de sus actuaciones y que –según relata Benjamin- gozan de la enorme admiración del público y los favores propios de la fama.

Pero también hay algunas obras bien cortas, en las que aparece un solo personaje. (…)
Sólo los actores más destacados representan estas pequeñas obras ante el público. La fama de estos actores es pavorosa. Allí donde se dejan ver les rinden los más altos honores. Los ricos comerciantes o los funcionarios los invitan con frecuencia a actuar en sus casas junto a su compañía.

Eso sí, no caigamos en el error de creer que todo es armonía y placer en la vida de estos pocos elegidos. La competencia, los celos, las envidias, las intrigas entre los actores chinos, convierten en un juego de niños las que sabemos que existen entre los nuestros.

Sin embargo, ningún artista europeo querría estar en su lugar. La ambición y la pasión de los actores chinos son tan grandes, que los maestros más reconocidos viven constantemente con miedo a los atentados que planean sus rivales envidiosos. Es imposible convencer a un actor o a una actriz de que ingiera algo fuera de su hogar. Están convencidos de que el menor descuido puede convertirlos en víctimas de un envenenamiento. Las hebras del té que beben durante la representación las compran en secreto y cada vez en un negocio distinto. Traen de casa el agua con que las hierven en su propia tetera y sólo uno de sus parientes puede encargarse de la cocción. Las grandes estrellas jamás pensarían en salir a escena si no dirige su propio director de orquesta, pues temen que algún rival malévolo les tienda trampas durante la función mediante indicaciones falsas o movimientos engañosos.

En vistas de lo anterior no nos asombramos cuando Walter Benjamin subraya que el mismo público que admira al actor por la brillantez de su actuación expresa con vehemencia su desagrado si lo decepciona. “El público presta una atención infernal y se despacha con silbidos y burlas al menor desliz. Tampoco le importa nada arrojar tazas de té al artista si no está conforme con su rendimiento.”

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