Si nunca pudiéramos distanciarnos de la lógica ni
pedirle tregua a la realidad, nuestras vidas serían más difíciles de lo que de
por sí son y, claro está, mucho más tediosas. Los creadores de cine, novela,
teatro, poesía, cuento, ficción… ponen de su parte pero también requieren de la
nuestra: suspender por un rato el derecho a la incredulidad, lo que nos
permitirá involucrarnos en la obra.
Los que saben de esto dicen que fue Samuel Taylor
Coleridge (en 1817, según Javier Marías) quien acuñó la precisa expresión de suspensión voluntaria de la incredulidad
para referirse a ello. Jorge Luis Borges –citado por Esteban Peicovich- aclara
la cuestión (a la que caracteriza como instancia de fe poética).
Creo con
Coleridge que "la fe poética es la suspensión voluntaria de la
incredulidad". Por ejemplo, si asistimos a una representación de teatro,
sabemos que en el escenario hay hombres disfrazados que repiten las palabras de
Shakespeare, de Ibsen o de Pirandello que les han puesto en la boca. Pero
nosotros aceptamos que esos hombres no son disfrazados; que ese hombre
disfrazado que monologa lentamente en las antesalas de la venganza es realmente
el Príncipe de Dinamarca, Hamlet; nos abandonamos a eso. En el cinematógrafo es
aún más curioso el procedimiento, porque estamos viendo, no ya al disfrazado,
sino fotografías de disfrazados y sin embargo creemos en ellos, creemos en
ellos mientras dura la proyección.
Son los autores más que nadie quienes saben que ese
bono de suspensión de la incredulidad no es ilimitado, por lo que deberán
esforzarse para que la narración sea verosímil, creíble. Ahora sí que no hay
límites de validez universal sino que los pone cada quien, de tal manera que
hay personas más crédulas y otras que tienen buenos detectores para encontrar
fallas en la obra. Entre estos últimos se encuentran los propios escritores que,
en tanto expertos, devienen en público muy exigente; Javier Marías proporciona
su propia experiencia al respecto.
A quienes escribimos ficciones nos acechan las
inverosimilitudes por todas partes. Dejó de interesarme la celebrada House of Cards cuando el Vicepresidente
estadounidense (Kevin Spacey) mata con sus propias manos a una periodista en el
metro… y nadie lo ve, ni lo capta una cámara. Lo siento, pero un Vicepresidente
no está para esos menesteres. Se los encarga a un sicario, a través de
intermediarios; como mínimo, a su esbirro de mayor confianza.
Y llegados a ese punto, ya no hay vuelta atrás –continúa
Marías-: “Uno recobra la incredulidad muy fácilmente” y todo por algo tan
simple como “un detalle o una vuelta forzada del argumento, por falta de ayuda”.
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