martes, 30 de octubre de 2018

Epitafios / 1


El diccionario define lápida como losa que suele llevar una inscripción y añade otra acepción: losa que cubre una sepultura. Eulalio Ferrer, quien ha estudiado a profundidad el tema funerario, señala:

Los ejemplos más antiguos consistieron en una serie de mensajes ininteligibles -criptogramas-, oscuros por naturaleza y oscurecidos aún más por el paso del tiempo, cuyo significado también se ha erosionado. Ello explica por qué la palabra epitafio, de origen griego, sea definida por el Diccionario de la Real Academia Española como "antigua inscripción difícil de descifrar". Las lápidas sepulcrales fueron incorporando el nombre propio de una serie de inscripciones con referencias más sintonizadas y legibles.

Apunta Ferrer que “curiosamente, el verbo lapidar no se vincula con la escritura fúnebre, sino que significa ‘matar a pedradas’.”

Por epitafio se entiende una inscripción funeraria y la palabra proviene del griego epi, “sobre” y taphos, “tumba”. Omar López Mato sostiene que “El epitafio es la síntesis de una vida en una lápida, el reflejo de una existencia o las vivencias finales de un ser en pocas palabras. En definitiva, el espíritu de una persona sobre piedra.”

Es habitual que en estas palabras se hable elogiosamente del fallecido y por ello Ambrose Bierce define al epitafio como: “Inscripción en una tumba, que muestra que las virtudes adquiridas gracias a la muerte poseen efecto retroactivo.” Tal vez ello haya originado el antiguo proverbio italiano: “¡Miente más que un epitafio!”

Ahora bien, redactar el epitafio es todo un arte y cuenta Eulalio Ferrer que con el transcurso del tiempo ha ido cambiando la forma en que se escribe.

Si antes los padres de familia grecolatinos acostumbraban redactar sus epitafios en medio de opíparos banquetes con la ayuda de sus amigos, en el Renacimiento la moda era encargar la redacción de epitafios, o visto desde otro punto, redactar epitafios por encomienda, como si fueran mensajes personales de publicidad. ¿Su objetivo? Que cualquier hombre con recursos económicos, no necesariamente un aristócrata, pudiese tener una "muerte literaria", sublimada por el poder de la retórica. La costumbre permaneció por varios siglos y se extendió más allá de la región itálica.

Y presenta una situación muy peculiar que se dio en Francia en relación a un integrante del alto clero.

En Francia, por recordar una anécdota curiosa, el obispo de Langres convocó públicamente a redactar su epitafio por cien escudos de premio. Se sabe que ganó un individuo llamado La Monoya con el que transcribimos:

Aquí yace un muy grande personaje que fue de ilustre linaje, poseía mil virtudes, que no engañó jamás a nadie, que fue muy sabio. No diré más. Es demasiado mentir por cien escudos.

En opinión de Edmundo González Llaca dejar hecho el propio epitafio tiene grandes ventajas. “De una cosa si debemos estar seguros, es necesario hacer nuestro propio epitafio, pues corremos graves peligros si le dejamos esta tarea a los vivos.” Y para convencernos ejemplifica con algunas situaciones del tipo de las que uno debería evitar.

(…) en Francia se murió un astrónomo que era un personaje vanidoso que se pasaba el tiempo solicitando cargos o reclamando honores y distinciones. Le pidieron a otro astrónomo, Camile Flammarion, que redactara el epitafio del muerto. Y le puso: “Aquí yace fulano de tal. Este es el único puesto que ha tenido sin haber antes solicitado una y otra vez que se lo dieran”.

La otra situación que presenta es una variación del mismo tipo de aquello que debemos evitar.

Otro caso es el del usurero inglés, a quien la gente llamaba “El señor diez por ciento”. Aprovechándose de su amistad con Shakespeare, un día le pidió que escribiera un epitafio para su tumba. El dramaturgo tomó de inmediato el papel y escribió: “Aquí yace el señor diez por ciento. Apostamos ciento contra diez a que no lo dejarán entrar en el paraíso”.

Así las cosas, al dejar en otras manos la redacción del epitafio se corren riesgos de consideración.

Avisados.

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