jueves, 11 de octubre de 2018

Modelos autorreferenciales


Habitamos tiempos de un marcado individualismo y seguramente mucho tiene que ver con ello el éxito de múltiples propuestas que apuntan a engordar el ego. Es así como en este entorno hacen su aparición aquellos que se consideran autohechos y a los que ya nos hemos referido en otra ocasión (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2012/12/hagase-usted-mismo.html). 

Ahora nos detendremos en algunas variantes de este mismo fenómeno, como lo es la persona autorreferencial a la que caracteriza Martín Olmos “(…) y como no ha considerado leer al clásico se suele citar a sí mismo (porque el primo no necesita modelos) y empieza sus parlamentos con la expresión: ‘Como yo suelo decir…’, como si dijera por Gracián.” 

También está aquel que se considera propietario de todas las virtudes –una especie de patrón oro del desarrollo humano- y por tanto ejemplo a imitar; a él apunta Adolfo Bioy Casares: “Dice que le irritan tus defectos. Quiere decir que le irrita todo aquello en que no te pareces a él.”

Otro tipo dentro de esta clasificación está integrado por quienes admiten que su principal defecto es en realidad una virtud; Javier Gomá Lanzón caracteriza su perfil
Me maravilla esa buena gente que, cuando le preguntan cuál es su mayor defecto, con gran desenfado presentan por tal lo que evidentemente es una virtud sólo que en grado superlativo: “Soy demasiado autoexigente”, “soy demasiado sensible”, “soy demasiado generoso”. Resulta que a algunos de ellos los conozco personalmente y a mí mismo me vienen a las mientes con prontitud otros feos vicios que les convendrían mucho mejor. Nadie confiesa: “Soy mezquino, envidioso, tacaño o resentido”, o cualquiera de las cosas desagradables que tanto menudean en la condición humana.

Finalmente están aquellos a quienes Claudio Magris identifica como menospreciadores de masas.
(…) esos menospreciadores de masas, numerosos también hoy, que, apretujados entre sí en el autobús atestado o en la autopista atascada, se consideran, cada uno de ellos, habitantes de sublimes soledades o de salones refinados y desprecian, cada uno de ellos, al vecino, sin saber que se les paga con la misma moneda, o bien le guiñan el ojo, para darle a entender que, en aquella multitud, sólo ellos dos son almas elegidas e inteligentes, obligadas a compartir el espacio con el rebaño. 

Considera conveniente distinguir la “suficiencia de jefe de oficina, que proclama Usted no sabe quién soy yo”, quien –de acuerdo con Magris- se encuentra tan lejos “de la auténtica autonomía de juicio, de ese orgullo que hay en Don Quijote cuando, desarzonado, murmura Sé quien soy y que nunca va acompañado por el fácil e indiferenciado desprecio por el prójimo”. Para Claudio Magris “la estandarizada altanería con respecto a la masa es un comportamiento típicamente masificado” que desconoce la fragilidad de cada persona porque 
Quien habla de la estupidez en general tiene que saber que no es inmune a ella, porque hasta Homero desciende del Olimpo de vez en cuando; debe asumirla en sí mismo como riesgo y destino común de los hombres, consciente de ser algunas veces más inteligente y otras más tonto que su vecino de casa o del tranvía, porque el viento sopla hacia donde quiere y nadie puede estar nunca seguro de que, en ese momento o un instante después, no le abandone el viento del espíritu. 

De allí –concluye Magris- que adquiere enorme importancia la sabiduría que procede del humor. “Los grandes humoristas y los grandes cómicos, de Cervantes a Sterne o a Buster Keaton, nos hacen reír con la miseria humana porque también la descubren y en primer lugar en ellos mismos, y esta risa implacable implica una amorosa comprensión del destino común.”

Ojalá que, como sostiene el dicho popular mexicano, no nos enfermemos de importancia en estos días en que resulta tan fácil caer en ello y para poder evitar la amenaza confiemos en que no nos abandone “el viento del espíritu”.

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