martes, 25 de junio de 2019

Una rivalidad fructífera


En varias ocasiones hemos recurrido en este mismo espacio –y lo seguiremos haciendo- a las imperdibles reseñas bibliográficas de Wislawa Szymborska. Ahora presentamos sus notas sobre la obra Antes del diluvio de Herbert Wendt, una especie de historia de la paleontología, de las que escogemos algunos fragmentos reveladores.
No puedo resistirme a la tentación de narrar uno de los episodios de esa historia. No será ni el más dramático ni el más importante, pero mi bolígrafo se estremece ante él. Pues bien, en la segunda mitad del siglo pasado se descubrió que el noreste de Estados Unidos era una verdadera mina de mamíferos y reptiles ya extintos. El territorio dedicado a las excavaciones era gigantesco, y lo que se excavó excedió con creces todo lo imaginado. Una auténtica fiebre se apoderó de los paleontólogos y, en especial, de dos de ellos: Cope y Marsh. Ambos procedían de familias ricas y sus respectivas fortunas sirvieron para sufragar los costes de las expediciones. 
Entre ellos, y por razones estrictamente profesionales, comenzó a darse una franca rivalidad. 
Cierto día se toparon en el estado de Kansas e, inmediatamente, sintieron una irreconciliable enemistad mutua. En el lugar en donde cavaba uno, de repente, comenzaba a cavar también el otro, y ambos reclamaban al mismo tiempo para sí el derecho de exclusividad y preferencia. Cualquier cosa que no hallaran cavando por sus propios medios, la compraban a intermediarios, esos mismos que correteaban de uno a otro hinchando el valor de cada tibia. Al principio, la rivalidad paleontológica mantenida entre estos dos caballeros solo buscaba llegar a las revistas científicas; sin embargo, poco después se desbordó para convertirse en una gran ola que llegaría hasta los periódicos. Estos dos señores acabaron acusándose públicamente de cacería furtiva paleontológica y espionaje paleontológico, por no hablar de plagio paleontológico, acusaciones consecuencia de un temperamento paleontológico bien condimentado con ignorancia paleontológica y una abundante ración de locura paleontológica. 
No presenta mayores dificultades a la escritora polaca poder imaginar algunas escenas de esta animadversión.
“Esa mandíbula es mía”, berreaba Marsh. “Esa cola es mía”, contestaba Cope frunciendo el ceño. “Devuélveme mis huesos y no diré lo que eres”, pataleaba Marsh. “¡Qué miedo!”, replicaba Cope. Probablemente muchas veces sintieron ganas de coger, en un arrebato, cualquiera de las costillas petrificadas y neutralizar a su adversario; desgraciadamente, las costillas tenían el tamaño del intercolunio de un puente. En la disputa por la jurisdicción y el derecho sobre los pterosaurios hallados intervinieron organizaciones científicas, tribunales, instituciones sociales y políticas y, finalmente, el Senado. Los satíricos tenían trabajo para rato. 
La enemistad concluyó con la muerte de uno de los adversarios (que sería extrañado en forma inconsolable por su contraparte); continúa Szymborska.
Tras la muerte de Cope, Marsh apenas le sobrevivió un par de estériles años más, puesto que aquello no podía llamarse vida. Llegó entonces la hora de hacer balance del trabajo de los dos científicos. Resultó entonces que los logros alcanzados habían sido gigantescos, tanto por el tamaño como por su importancia para futuras investigaciones. 
Todo parece indicar que esta manifiesta rivalidad contribuyó seguramente en forma decisiva al desarrollo del conocimiento, lo que conduce a que Wislawa Szymborska enuncie una interrogante fundamental.
La pregunta que queda en el aire es si hubiesen obtenido mejores resultados trabajando juntos y sin disputas. Sería necesario devolverlos a la vida de un modo experimental en idénticas condiciones, sustituyendo solo la aversión mutua por amistad. Imagino un millar de casos históricos a los que aplicar esta resurrección dual. 
Al respecto concluye Szymborska
Pero como esto aún no es posible, estoy obligada a aceptar con el corazón doliente y afligido solo lo que soy capaz de conocer: Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh se odiaron, para provecho del resto.
De tal manera que la rivalidad entre los científicos fue un motivo de consideración para que ambos trabajaran con enorme dedicación, no sólo por el afán de saber sino por obtener la primacía definitiva sobre su contrincante. 
No queda más que coincidir con tajante sentencia final: “se odiaron, para provecho del resto”.

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