Vivir supone atravesar peligros, los hay
en la permanencia pero también los hay en el cambio. André Gide –de acuerdo a
la crónica de Homero Alsina Thevenet- optó por el segundo camino.
André Gide fue el ejemplo más complejo y
ruidoso del escritor comprometido. Fundador de la Nouvelle Revue
Francaise, figura principal de la editorial Gallimard, con un prestigio
literario mantenido durante décadas, Gide personificaba al escritor exigente y
honesto que no transaba con modas y que documentaba sus posturas individuales
en los famosos Diarios, que fueron también su vocación y un testimonio
de su permanente autocrítica. Así que Gide sorprendió en 1931-1932 con su
adhesión pública a la causa soviética: "si fuera necesaria mi vida para
garantizar el éxito de la URSS ,
la daría en el acto", escribió a los 63 años.
Sin embargo –prosigue Alsina Thevenet- decidido
a ver lo que había y no lo que hubiese querido ver, llegó el cambio radical en
su punto de vista.
La explosión ocurrió poco después,
cuando Gide publicó en Francia su Regreso de la URSS (1936), un pequeño
libro de 73 páginas que recogía sus muchas reservas: las colas de gente y la
pobreza, toda la información transformada en propaganda, una subordinación de
escritores y artistas al Estado, los privilegios irritantes de quienes estaban
en el poder, un nuevo despotismo que suplantaba al de los zares.
Por supuesto que André Gide sabía lo mucho
que se jugaba, era consciente –según lo consigna Alsina Thevenet- que las
acusaciones en su contra no tardarían en llegar.
Antes de la publicación del libro, que
con ocho reediciones llegaría a 146.300 ejemplares en un año, Gide vaciló
mucho. Algunos amigos, y Malraux en particular, le señalaban que el libro
perjudicaría a la causa soviética cuando ésta era necesaria durante la guerra
civil española.
Llegado el momento crucial optó por no
callar, por hacer frente al precio que este cambio ideológico le implicaría.
Pero Gide resolvió cumplir con su
conciencia, prolongó aquel libro con otro (Retoques a mi regreso de la URSS , 1937) y aceptó
convertirse en una No-Persona, ignorado por algunos amigos de ayer, insultado
por comunistas. Ese ostracismo interno se mantuvo durante los difíciles catorce
años siguientes.
Los costos por su determinación los pagó
en vida y más allá de ella, tal como concluye Homero Alsina Thevenet
Cuando falleció en 1951, el periódico
comunista L’Humanité anunció perversamente que “Acaba de morir un
cadáver”.
Las preguntas
quedan flotando: ¿cuántos fueron los que no quisieron o no pudieron ver lo
evidente y conservaron su mirada en el ideal, en el deber ser?, ¿cuántos viendo
las cosas tal como eran decidieron callar para no tener que pagar los costos
personales que aquello les significaría?, ¿cuántos que vieron lo que sucedía
valoraron que al denunciarlo estarían favoreciendo al capitalismo en general y
a Estados Unidos en particular, por lo que optaron por llamarse penosamente a
silencio?
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