miércoles, 27 de noviembre de 2019

Fotocopias


No me avergüenza reconocer -aunque tal vez debería- que soy anterior a las fotocopias. Tiempos duros aquellos en que utilizábamos papel carbónico o papel carbón como única forma de hacer las copias requeridas. Si bien en su momento fue una gran ayuda por lo que decir lo contrario sería caer en ingratitud, no es posible olvidar sus inconvenientes: ensuciaba las hojas así como las manos, borrar un error de dedo exigía una precisión de cirujano para no terminar borroneando todo y el peor de todos cuando al terminar de escribir una página descubríamos que lo habíamos colocado al revés por lo que no había copiado nada…  
Luego fue la información que los países desarrollados ya contaban con este recurso, nos costaba creerlo. Luego, y con unos años de atraso, aquella tecnología aterrizó por nuestros rumbos, todavía recuerdo la algarabía y novelería que suscitó la entrada de la fotocopia en el mercado. Conservo aun algunos documentos fotocopiados por aquel entonces con sus manchas de tinta en los márgenes y partes casi ilegibles, ¡qué diferencia con las copias de hoy, tan difíciles de distinguir del original!
Con estos recuerdos en la mente, en esta ocasión traigo del Almacén un breve fragmento del artículo de Alejandro Zambra titulado “Elogio de la fotocopia”.
Ensayos de Roland Barthes rayados con destacadores fosforescentes, poemas corcheados de Carlos de Rokha o de Enrique Lihn, novelas anilladas o precariamente empastadas de Witold Gombrowicz, de Clarice Lispector: es bueno recodar que aprendimos a leer con esas fotocopias que esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos. Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros queridos y escasos. Libros importantes. 
Pero hace unos años se declaró la guerra a las fotocopias, una especie de cruzada que limitaba el número de copias que se podían sacar de un libro, en que los negocios del ramo debían contar con autorización de los autores, etc. Más allá de que fuera comprensible por el tema de los derechos de autor, no dejaba de ser –como lo refiere Zambra- una medida antipática.
Las campañas contra la fotocopia de libros de mediados de los noventa fueron para nosotros, en este sentido, una especie de agresión: querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escandalosamente caros.
En fin, mucho que agradecer a los inventores de la fotocopiadora que seguramente, y como tantos otros inventos, fue el resultado del trabajo combinado de varios investigadores. Por curiosidad busco en internet (obvio que recurso también inexistente en aquellos tiempos a los que hemos aludido) y encuentro que en 1931 el inventor estadounidense Chester Floyd Carlson comenzó las investigaciones que culminarían con la fotocopiadora.
Solo por ejercer mi legítimo derecho a la aclaración es importante precisar que aquel proceso llevó muchos, muchos años. No fuera cosa que todavía encima me agreguen años a los muchos que ya de por sí poseo.

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