¡Qué
distinta hubiese sido la historia universal si no hubieran existido los
condimentos! Es curioso como algo tan pequeño pudo dar origen a movilizaciones
tan grandes.
Michel
Tournier propone una clasificación de los condimentos que –sostiene- “(…) son
de dos clases. Según vayan dirigidos a la nariz o a la boca, son aromas o
especias. Los aromas valen por su olor, las especias por su sabor.” La
diferencia no es menor porque –continúa- “esta distinción constituye una
jerarquía, pues en el olor hay más espíritu, en el sabor más cuerpo.”
Con conocimientos
propios de un especialista, Tournier prosigue con su exposición. “En lo más
bajo de la escala se sitúa la pimienta, que se apodera con fuerza de la boca y
sube débilmente a la nariz.” En las antípodas de la pimienta, encontramos a “la
menta, el toronjil y el clavo de especia son todo perfume, pero por ello
pierden la base maciza de la lengua y el paladar. Son sólo bellas evaporadas.”
Cuando
de lo anterior parecía deducirse –una vez más- que en la vida nunca se puede
tener todo (si se posee carácter se pierde sutileza y si lo característico es
la delicadeza se carece de fuerza), Michel Tournier nos saca de tamaño error
con su “elogio de la canela, la sublime canela…”
La canela
reina soberanamente en ambos dominios. Es la reina de las especias, pero
también la emperatriz de los aromas. Sus estrechas virutas marrón claro,
procedentes de Ceilán o de China, dan una doble dimensión –espiritual y carnal
a la vez- a las confituras, compotas, tartas, vinos calientes y ponches, sin
los cuales no hay comunión alrededor de una mesa en las noches de invierno.
De
ahí, concluye Tournier que: “Los primeros cruzados no iban a Oriente sólo para
liberar el Santo Sepulcro. Iban al país de los aromas, junto a la Arabia feliz,
donde según La leyenda dorada se
situaba el Paraíso terrenal. Les guiaba el olor de la canela.”
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