jueves, 2 de abril de 2020

Román Gubern evoca a su colegio jesuita


No hay duda que la escuela a la que uno que asistió en tiempos de infancia y adolescencia adquiere gran relevancia para el desarrollo personal. Los recuerdos de aquellos años quedan muy marcados para el resto de la vida; Román Gubern describe el colegio jesuita al que concurrió.

Hay que recordar que, con la victoria de Franco, los jesuitas regresaron de su exilio y, en Barcelona, la Compañía de Jesús se restableció el 2 de marzo de 1939. Esta temprana reimplantación fue un signo de normalidad burguesa (aunque debe recordarse que en la protestante Suiza no fueron admitidos hasta 1973), pues los jesuitas tenían entonces la misión de educar a las élites de las “buenas familias” locales. En aquellos años preconciliares formaban una orden aristocratizante y rigorista, que había apoyado y apoyaba de todo corazón al general Franco. Es más, los jesuitas gozaron de los privilegios de ser el cerebro eclesiástico legitimador del régimen, hasta que desde mediados los años cincuenta el Opus Dei empezó a hacerles sombra y a empujarles paulatinamente hacia su izquierda.

¿De qué manera esa ideología se hacía presente en las actividades escolares cotidianas? Gubern responde a esa cuestión.

Todas las aulas del colegio estaban presididas por un crucifijo, flanqueado por las fotos de Franco y José Antonio Primo de Rivera. Es decir, presididas por tres santos, de los cuales sólo uno estaba vivo. (...)
En los primeros años, un día a la semana todos los alumnos se congregaban en el patio y, con el brazo en alto frente a la bandera española, escuchábamos en silencio el Cara al sol. Un decreto de febrero de 1937 había establecido como himno nacional la Marcha Granadera y otorgó rango de cantos nacionales al Cara al sol falangista, al Oriamendi carlista y al himno de la Legión. Y en el abril siguiente se dictó la obligatoriedad del saludo fascista. Pero el “Por Dios, por la patria y el rey” del Oriamendi tenía poco futuro en una España en la que el rey había huido a Italia y en la que el jefe del Estado no hacía nada por restaurar la corona. Este rito colectivo duró hasta 1945, cuando a raíz de la derrota del Eje se abrogó la obligatoriedad del saludo fascista. (...)   
Cada mañana entrábamos en el colegio a las ocho y media, para asistir a una misa genuflexa, después de la cual los comulgantes desayunaban su bocadillo dando vueltas en fila y en silencio por el patio, en una estampa de puro sabor carcelario. Nos dirigíamos luego hacia las aulas en filas casi tan marciales como las columnas nazis de los documentales de Leni Riefenstahl, ilustrando con ello el signo de los tiempos, cuando el ideal era el español mitad monje y mitad soldado. Y abandonábamos el edificio pasadas ya las ocho de la noche, después de una sesión de estudio colectivo que se llamaba, con intrigante terminología militar, “brigada”. Los jueves por la tarde teníamos fiesta, a menos que fuéramos sancionados, y los sábados eran también lectivos. Se trataba de un régimen de vida verdaderamente prusiano, en el que toda incitación a la creatividad o al placer estaba excluida.

Después de describir el estricto sistema de enseñanza, Román Gubern (al igual que tantos que hemos pasado por experiencias similares) hace un parcial reconocimiento al mismo. ¿Cuestión de justicia u otra variante del síndrome de Estocolmo?

De todos modos, coincido con Buñuel en que el rigorismo autoritario de los jesuitas nos inculcó la disciplina en el trabajo. Su modelo docente venía a ser una versión eclesiástica del mito de Pinocho, el muñeco de madera cuyo camino de perfección le convirtió en niño de carne. Tal vez el tema de Pinocho sea una alegoría universal de todos los sistemas de educación, sin excluir el zen. Pero en el método jesuita latía un fondo calvinista, tal vez como lógica apropiación de las virtudes de su enemigo religioso secular. A veces tengo la impresión, en efecto, de que llegamos a la vida sólo para hacer los deberes de un colegio imaginario y me intranquiliza la idea de irme de este mundo sin haber hecho bien todos mis deberes.

A continuación Gubern comparte algunas consideraciones acerca de los contenidos de las clases y lo ejemplifica con los casos de historia y filosofía

La historia (…) constituía una asignatura vertebral. En aquella época la doctrina oficial presentaba a la católica España, codiciada y agredida sucesivamente por los bárbaros, por los moros mahometanos, por los protestantes, por los corsarios ingleses, por las tropas napoleónicas, por las logias masónicas, por la flota norteamericana y por los agentes bolcheviques rusos. Todo lo extranjero era pernicioso y se aprovechaba la historia ejemplarizante del niño santo Domingo del Val, crucificado por niños judíos, para hacer propaganda antisemita. Como corolario de esta xenofobia, se nos repetía que la policía española era la mejor del mundo y que el ejército español nunca había sido vencido, en una amnesia histórica que abarcaba desde Trafalgar hasta Santiago de Cuba. Según los libros de texto, las colonias españolas en América se emanciparon como se emancipan de sus padres las hijas casadas. (...)
A la filosofía también se le dedicaban desvelos, aunque con frecuencia se cayese en el nominalismo más primario. Así, el padre Cerdá definía el tiempo como “una sucesión de instantes”, para aclarar a continuación que un instante es “lo que media entre un antes y un después”. Y se quedaba tan ancho. Y la argumentación apologética estaba fundamentada en el mismo nominalismo tautológico, que permitía refutar al escéptico diciéndole: “Si dudas, estás cierto de que dudas, luego ya no eres escéptico.”

Eso sí, Román Gubern subraya una notable omisión en aquel diseño curricular. “La gran ausente en todas las ciencias y letras era la sexualidad. Se aceptaba en aquella institución a pies juntillas la teoría tomista según la cual, aunque el matrimonio era remedio santificado para la concupiscencia, el coito entre esposos era pecado venial.”

Seguiremos con el tema.

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