Entre
los temas recurrentes aquí considerados, encontramos el de identidad, guerra,
discriminación, prejuicios, masas, minorías, propaganda, etc. El que hoy nos
ocupa, guiados por Guillermo Jordán, tiene que ver con varios de ellos y trata
de miles de japoneses que fueron marginados por el hecho de serlo. Y como sucede
con frecuencia en relación a diversos pueblos, ahora los veremos como víctimas
mientras que en otras circunstancias hubo japoneses que actuaron como victimarios.
¿Cómo fue
la vida de los japoneses que habitaban en Estados Unidos durante el transcurso
de la Segunda Guerra Mundial? Las cosas se les complicaron -¡y de qué manera!-
luego del ataque japonés a Parl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Hay que
diferenciar -de acuerdo con Jordán- a los Issei
-emigrados- y los Nissi –nacidos en
Estados Unidos pero hijos de japoneses; las represalias hacia ambos grupos (en
particular en California) no se hicieron esperar.
En
California, se prohibió a los Issei - Nissi el acceso a empleos oficiales; les
revocaron los permisos para ejercer profesiones universitarias y a los
pescadores les fueron embargadas sus embarcaciones.
Se
investigó a todos los japoneses que vivían en California y el fiscal Earl
Warren no los encontró culpables de sabotaje o espionaje, pero aseguró que esa
aparente inocencia demostraba la perversidad de los nipones.
Se desató
una campaña contra "El peligro amarillo". El 29 de marzo de 1942, un
famoso columnista, cuyos artículos se reproducían en casi todos los periódicos
estadounidenses, escribió "¿por qué hemos de tratar a los ‘Japs’ con miramientos?
Usan las calles, ocupan los asientos de tranvías y autobuses. Que apechuguen
con todo, que sufran, que pasen hambre y que se mueran. Personalmente, detesto a los japoneses, y me refiero a todos
ellos sin excepción". Concluía el articulista.
Fueron
muchas las actividades en que se los discriminó. “Las compañías de seguros
cancelaron las pólizas de los japoneses, fueran Issei o Nissi. Los lecheros se
negaron a servirles y los tenderos a venderles comestibles. Los bancos
rehusaron hacer efectivos sus cheques.” En California –continúa Jordán- se fue
agravando este sentimiento anti-japonés al grado de expulsarlos. Pero, ¿quién querría recibirlos?
¡Fuera de
California!, gritaron los yanquis blancos. Y ocho mil japoneses, nacionalizados
estadunidenses o nacidos en los Estados Unidos, emigraron al centro del país.
Entonces,
el Colegio de Abogados de Nevada concluyó: "Opinamos que si los japoneses
son peligrosos en Berkeley, California, también son peligrosos aquí”.
Chase
Clark, gobernador de Idaho, dijo a la prensa: "Los Japs viven como ratas,
procrean como ratas y actúan como ratas". Otro gobernador, Homer M.
Adkins, declaró: "Nuestra gente no está famiIiarizada con las costumbres
y peculiaridades de los japoneses, y dudo que sea una medida
saludable obligarlos a que vengan a vivir a Arkansas".
No es
difícil imaginar el miedo, si no que pavor, con que vivieron en aquel entonces.
Para los
ocho mil japoneses que decidieron abandonar California, la vida se tornó un tormento. En las peluquerías topaban con
letreros que advertían: "Se afeitan
Japs. No respondemos de los accidentes". En los aparadores de los
restaurantes se anunciaba: "La dirección
de este establecimiento envenena a las ratas y a los japoneses".
Se les
negaba el servicio en las gasolinerías, y en Denver, Colorado, una muchacha japonesa trató de entrar a un templo
y el pastor le cerró el paso y le dijo: “¿No te encontrarías más a gusto en tu
propia iglesia?”.
El 27 de
marzo de 1942, todos los Issei y Nissi que vivían en Estados Unidos, tuvieron
48 horas para disponer de sus casas, negocios y mobiliario. Sólo se les
permitió llevar sus efectos personales en equipaje de mano. Los despojaron de
sus navajas de afeitar y les decomisaron las cuentas bancarias. Los
afectados perdieron 70 millones de
dólares en tierras de cultivo. 35 millones en frutos y cultivos. Casi 500
millones de dólares en rentas y depósitos. Y valores por una suma incalculable.
A los
niños que no podían tenerse en pie, les colgaron etiquetas, como si se tratara
de mercancía, y todos fueron subidos en camiones, mientras escuchaban los
gritos de “¡fuera, Japs!" en nada
diferentes de las multitudes nazis que en Europa gritaban: "¡Raus, juden,
raus!".
Estos
japoneses fueron instalados en los hipódromos –fuera de servicio por la guerra-
y las familias acomodadas en los establos.
Concluye
Guillermo Jordán que “Roosevelt mismo habló de estos sitios como de campos de concentración".
Con el
final de la guerra las cosas irían cambiando en forma paulatina.
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