Los límites entre cordura y locura son
confusos, frágiles, imprecisos. Y mucho tiene que ver en ello el contexto
cultural, los usos y costumbres comunitarios. Los ejemplos abundan y ahora
recurrimos a uno que proporciona Sheldon B. Kopp.
Cierta vez fui testigo de un caso que
irónicamente arroja luz sobre el hecho de que la definición de locura es
producto de una cultura determinada y del poder político del control social
psiquiátrico. Cuando trabajaba en el Hospital de Salud Mental de Nueva Jersey,
un hombre extraño apareció en una esquina de Trenton, vestido con una larga
sábana blanca y murmurando tranquilamente una “jerigonza”. Su sola presencia
amenazaba la certidumbre de cordura de toda la comunidad “afortunada”. En bien
del hombre de la sábana, un ciudadano más cuerdo llamó a un policía. De esta
manera el pobre hombre pudo ser puesto bajo llave en asilo local.
Sus esfuerzos por explicar su extraño
comportamiento fueron vanos porque era evidente que estaba loco de remate, o
para ser más científicos, se le diagnosticó como esquizofrénico, del tipo
crónico indiferenciado, síndrome que se asemeja a una lata de basura en la que
todo cabe. A cualquiera le sería difícil comportarse normalmente ante ese
método de diagnóstico según el cual se suponía que el paciente estaba loco
hasta que se probara lo contrario, no estando representado por un abogado, y
sin saber que todo lo que dijera podía ser usado en su contra.
La evolución del caso fue diferente a la
que se hubiese podido esperar; continúa Kopp
Afortunadamente para el paciente de la
sábana y de la extraña jerigonza, el día siguiente fue día de visita.
Evidentemente había llamado a su casa e informado del aprieto en que se
hallaba. Esa mañana otras veinte personas vestidas con sábanas blancas llegaron
al hospital. Además de estar ataviadas tan extrañamente como él, hablaban la
misma jerigonza que resultaba imposible de comprender para el plantel
psiquiátrico. Resultó ser (para diversión del psiquiatra residente) que estos
hombres y mujeres eran todos miembros de la misma secta religiosa rural, un
grupo religioso que definía su identidad en parte por vestirse con la pureza de
las telas blancas y en parte por ser inspirados por Dios para hablar lenguas
extrañas.
El profesional que lo atendía y el “paciente”
provenían de dos entornos diferentes. “El psiquiatra del caso era un católico
practicante (que semanalmente comía y bebía el cuerpo y la sangre de
Jesucristo) y pensó que eran una banda de locos.” Llegado a este punto, Sheldon
B. Kopp tiene un buen deseo para con el médico: “Que el cielo lo ayude si
alguna vez se extravía en una comunidad en que su propia filiación resulte
igualmente oscura.”
La conclusión del caso no se hace
esperar. “El paciente fue dejado en libertad por la tarde. Un hombre como ese
es un lunático. Veinte constituyen una comunidad cuerda y aceptable.”
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