Que
los best-sellers no cuentan con la simpatía del gremio de los escritores (salvo,
claro está, de sus autores) es algo sabido. Tan es así que hay quien se ha arrepentido
de haber alcanzado la notoriedad en el mundo editorial, como fue el caso de
Thomas Merton quien –según Gurutze Galparsoro- “se arrepintió muy de veras de haber
escrito una vez un best-seller. Dijo que fue por inexperiencia e inadvertencia
(…)”
Ahora
bien, Gabriel Zaid relativiza el nivel de difusión que logran los éxitos
literarios.
En 1936, Lo que el viento se llevó de Margaret
Mitchell se convirtió en la primera novela que vendió un millón de ejemplares
en un año. Alexandra Ripley escribió una continuación (Scarlett) que vendió 2.2 millones de ejemplares en los últimos cien
días de 1991, convirtiéndose así en “la novela que más rápidamente se ha
vendido en la historia, y también (en unos cuantos años) en la más rápidamente
olvidada” (Michael Korda, Maing the List.
A Cultural History of the American Bestseller 1900-1999).
Sin
embargo, cuando Zaid echa números llega a conclusiones asombrosas.
Este
máximo histórico significa 22,000 ejemplares diarios, 154,000 por semana. Según
John Tebbel (Between Covers: The Rise and
Transformation of American Publishing), por entonces había “más de 100,000
puntos de venta, desde librerías hasta supermercados y puestos de periódicos”.
Lo cual quiere decir (restando clubes de libros, ventas por correo,
exportación) que, en esos cien días extraordinarios, las ventas alcanzaron
aproximadamente un ejemplar por semana, en cada punto, en promedio. Y estamos
hablando de un máximo histórico.
Pero
claro que al confrontar estas cifras –continúa Zaid- con las de un libro que habita
en las librerías sin mayor pena ni gloria, la cosa cambia. “Un libro normal, ni
vende tanto, ni puede estar en todas partes. Está, digamos, en cientos de
puntos y en cada uno vende décimas o centésimas de un ejemplar por semana.”
En
otro momento pasaremos lista a algunas de las razones que inciden para que un
libro alcance la categoría de best-seller pero ahora haremos un adelanto con la
desopilante explicación de Andrés Trapiello.
(…) porque como todo el mundo sabe, el papel nuevo recién guillotinado
huele un poco a opio, y tiene efectos anestésicos. Por esa razón en las
editoriales, encuadernaciones e imprentas la gente suele trabajar tan
ralentizada, a causa de la invasiva inhalación estupefaciente de polvo de pulpa
de papel. Está acreditado. Como lo está el hecho de que los fabricantes de
papel, y eso desde los tiempos en que se llamaban laurentes, le echan a la
pasta de papel sustancias narcotizantes, igual que hacen las tabacaleras con el
tabaco, para adictar a la gente a la lectura.
Y para poner
evidencia la contundencia de su argumento, Trapiello concluye: “De no ser así,
¿podrían explicarse los éxitos de tantos best
sellers?”
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