Cuando
los casos de la nota roja tienen como protagonista a algún personaje conocido,
su repercusión es mucho mayor; a una de estas situaciones se refiere Jordi
Soler.
En 1932
fue secuestrado el bebé de Charles Lindbergh, el célebre piloto que cruzó por
primera vez en avión, en 1927, el océano Atlántico. Lindbergh era un héroe
nacional y el secuestro de su hijo tuvo en vilo, durante dos meses, a la
sociedad estadounidense; hasta que un día trágico fue descubierto el cadáver
del niño.
Aquel
acontecimiento marcó su tiempo y dejó profunda huella en sus contemporáneos,
tal como evoca Michel Tournier.
Yo tenía
siete años cuando todo el mundo hablaba del secuestro del hijo de Charles
Lindberg. Acabé preguntándole a mi padre: “Si los gángsters me raptaran,
¿cuánto dinero darías para recuperarme?” Él fingió sumirse en un cálculo mental
y por fin me dijo: “Quizá llegará hasta los cincuenta francos, ¡pero ni un
céntimo más!” La suma me pareció enorme, y quedé imbuido, a la vez, de la
generosidad de mi padre y de mi propio precio.
La gratitud
experimentada ante tal respuesta, duró poco. “Por desgracia, mi madre lo
estropeó todo diciéndome: ‘Tu padre bromea. Puedes estar seguro de que tu padre
daría todo lo que tiene para recuperarte’.” La reacción del niño fue en sentido
diferente al que orientó la intervención de su madre. “Aquellas palabras me
escandalizaron. Me parecieron excesivas, pasionales y a la postre inquietantes.
Ya me veía como la causa de la ruina de toda la familia.” Su conclusión no
tiene desperdicio: “¡Realmente, las mujeres resultan imprevisibles!”
Pero regresemos a Jordi Soler quien consigna un extraño hecho vinculado a
aquel dramático acontecimiento.
Unos
meses más tarde, cuando el bebé Lindbergh seguía siendo un tema recurrente, el
pintor Salvador Dalí, que había inaugurado con mucho éxito una exposición en
Nueva York, fue invitado a una fiesta de disfraces a la que acudió la crema y
nata de Manhattan. Dalí y Gala, su mujer, asistieron disfrazados, para
escándalo de los invitados, del bebé Lindbergh y de su secuestrador. Aquella
broma violenta no pasó de alterar a los invitados y a algunos lectores de los
periódicos que consignaron la última excentricidad del pintor. En la biografía
de Dalí el incidente de la fiesta de disfraces es un episodio menor, una broma
de mal gusto (…)
Finalmente
Soler considera las repercusiones que puede tener un mismo acto en épocas
diferentes.
(…) en la
época de Dalí no había ni redes sociales ni televisión para magnificar su
imprudencia y su broma quedó en eso, en una boutade;
pero si esto hubiera ocurrido en este siglo, Dalí probablemente se hubiera
quedado sin galeristas, hubiera sufrido un gravoso boicoteo y habría tenido que
maniobrar para que no se hundiera su carrera.
¿Se
hubiesen animado Dalí y Gala a llevar a cabo –por decir lo menos- su broma de
mal gusto en nuestros días? ¿La sociedad lo hubiera perdonado por tratarse de
la ocurrencia de un genio?
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