Hace
ya unos cuantos años un amigo me comentaba que su esposa tenía crisis
depresivas muy severas y que cuando él regresaba del trabajo a su casa, apenas
entraba sentía el olor y ya sabía cómo encontraría a su esposa. En su momento
aquello me impresionó mucho y con el paso del tiempo lo fui olvidando.
Ahora
vuelvo a recordar aquella situación al encontrar un texto de Juan José Millás. “Huelo
la depresión como un buitre la carroña. He ahí un hombre deprimido. Se
encuentra en la estación de Atocha, en Madrid, a unos pasos de mí, que finjo
leer el periódico mientras lo observo. Tiene en los párpados la pesadez que
proporciona un cóctel de ansiolíticos.” Millás llega a recrear la vida de su
compañero de estación.
Se ha levantado a las
siete de la mañana (ahora son las diez), se ha sentado en el borde de la cama y
ha observado el día que tenía por delante como si fuera un túnel negro, negro,
negro, cuya luz aparecería al cerrar de nuevo los ojos, por la noche. Lleva un
traje gris que se le ha quedado estrecho (está un poco hinchado por la
medicación) y sostiene en la mano izquierda (es zurdo) una cartera absurdamente
amarilla. El hombre va de un lado a otro sin separarse más de tres o cuatro
metros del panel de información, que consulta con ansiedad en cada una de las
vueltas, como si no se fiara de él. También mira el reloj cada poco, casi
receloso por su modo de dar la hora. Desconfía del reloj, del panel de
información y de su propia capacidad para sincronizar los movimientos de su
cuerpo y de su mente con los de una realidad que se ha tornado líquida, aunque
espesa, como el mercurio, una realidad mercurial. Todo a su alrededor se mueve
con la pereza de un metal blando, a punto de fundirse en frío.
La
imaginación sobre la vida de aquel hombre deprimido llega de manera previsible,
“en esto anuncian la salida de mi tren y abandono el seguimiento”.
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