Juego en el equipo de quienes al mismo tiempo
que disfrutamos de los reencuentros con amigos y compañeros del remoto ayer, también
tenemos en relación a ellos temores bien fundados.
He tenido experiencia en ese rubro muy
próximas al testimonio de lo que aconteció a Andrés Trapiello. “Me he
encontrado ayer por la tarde en la calle con una compañera de la universidad.
Al principio, en ambos, prendió cierto entusiasmo, que se fue marchitando
vertiginosamente.” Y es así como la alegría devino en contrariedad compartida.
A los cinco minutos ya nos habíamos
contado todo lo que le había sucedido a cada cual en los últimos doce años. Un
silencio. Luego unas frases, unos coletazos de conversación y otro silencio.
Ninguno de los dos quiso abordar la despedida, pero ambos la deseábamos.
Pero aquel desencuentro no había
terminado por eso tantas veces dicho de que toda situación es factible de empeorar.
Cuando por fin decidimos decirnos adiós,
comprobamos con espanto que los dos íbamos en la misma dirección. He leído en
la expresión de su cara, como ella debió leer en la mía, que ninguno iba a
decir aquello de “te acompaño”. Nos hemos dicho adiós, hemos caminado juntos
cinco o seis manzanas de casas sin despegar los labios y en una esquina hemos
vuelto a repetir el adiós a una distancia ya el uno del otro que impidiera
volver a darnos un beso; levantando ligeramente la mano; mirando a la calzada,
como el que pone toda su atención en cruzar una calle.
No es aventurado arriesgar que
seguramente durante un rato ambos siguieron cargando esa mezcla de nostalgia,
vacío y tristeza que a veces nos reencuentra.
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