miércoles, 29 de julio de 2020

Reseñas de exposiciones


Cada quien se gana la vida como puede y esto también comprende a los escritores que han tenido que desempeñar algún extraño trabajo o realizado en forma peculiar. Es lo que sucedió a Andrés Trapiello para quien llega el momento de la confesión pública.

Recuerdo con nostalgia aquellos tiempos en que yo escribía reseñas de exposiciones para ganarme el pan sólo mirando los catálogos. La de cosas que ha podido decir uno no ya de una fotografía. Eso es lo natural, lo fácil. No. Uno ha llegado a escribir una cuartilla entera, sólo mirando un catálogo de un pintor que no llevaba reproducción ninguna. Me bastaba el listado de cuadros: “Composición 25”, “Abstracción”, “Molloy”, “Sin título”. Eso y el nombre del pintor, que se llamaba siempre Modesto Iglesias, Astra o Benedicto. Era suficiente. Me concentraba en ese cartoncillo en silencio unos minutos. Nada como el silencio. Entonces empezaban a fluirme las palabras y destilaba altísimos conceptos: “La sensibilidad cromática, la aventura de la forma, la pincelada jugosa, el compromiso con la pintura, la pasión de pintar, la soledad del estudio, los grandes maestros, Velázquez, Poussin, lo goyesco”.

Es usual que para sacudir las culpas personales se apele a hurgar en factores externos que justifiquen las desprolijidades propias; ello no es ajeno a Trapiello quien confronta su mala conciencia con la vanidad de los artistas.   

Alguna vez me encontré con alguno de esos infelices, pasado el tiempo. Me saludaban emocionados, agradecidos. Yo me sentía un canalla, pero toda mi mala conciencia quedaba en nada comparada con la montaña de su vanidad. Hubiera querido decirles: “Todo aquello no fue sino un engaño, un camelo. He sido con vosotros una mala persona. Olvidad que os comparara con Twombly, con Rothko, con Matisse. Nunca he visto un cuadro vuestro”. De veras que hubiera confesado mi crimen. Pero generalmente me encontraba delante de sujetos a los que les parecía lo más natural del mundo que un tipo como yo les comparara con el mismo Apeles.

Concluye Andrés Trapiello: “En ese momento, yo sonreía. He sonreído mucho en la vida, porque ¿de qué sirve hacernos daño? ¿Y quién me dice que este silencio no me haya redimido, que nos haya redimido un poco a todos?”

Por lo pronto conviene no olvidar esta confesión de parte al leer reseñas de exposiciones…

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