Cada
quien se gana la vida como puede y esto también comprende a los escritores que han
tenido que desempeñar algún extraño trabajo o realizado en forma peculiar. Es
lo que sucedió a Andrés Trapiello para quien llega el momento de la confesión
pública.
Recuerdo
con nostalgia aquellos tiempos en que yo escribía reseñas de exposiciones para
ganarme el pan sólo mirando los catálogos. La de cosas que ha podido decir uno
no ya de una fotografía. Eso es lo natural, lo fácil. No. Uno ha llegado a
escribir una cuartilla entera, sólo mirando un catálogo de un pintor que no
llevaba reproducción ninguna. Me bastaba el listado de cuadros: “Composición
25”, “Abstracción”, “Molloy”, “Sin título”. Eso y el nombre del pintor, que se
llamaba siempre Modesto Iglesias, Astra o Benedicto. Era suficiente. Me
concentraba en ese cartoncillo en silencio unos minutos. Nada como el silencio.
Entonces empezaban a fluirme las palabras y destilaba altísimos conceptos: “La
sensibilidad cromática, la aventura de la forma, la pincelada jugosa, el
compromiso con la pintura, la pasión de pintar, la soledad del estudio, los
grandes maestros, Velázquez, Poussin, lo goyesco”.
Es usual
que para sacudir las culpas personales se apele a hurgar en factores externos
que justifiquen las desprolijidades propias; ello no es ajeno a Trapiello quien
confronta su mala conciencia con la vanidad de los artistas.
Alguna
vez me encontré con alguno de esos infelices, pasado el tiempo. Me saludaban
emocionados, agradecidos. Yo me sentía un canalla, pero toda mi mala conciencia
quedaba en nada comparada con la montaña de su vanidad. Hubiera querido
decirles: “Todo aquello no fue sino un engaño, un camelo. He sido con vosotros
una mala persona. Olvidad que os comparara con Twombly, con Rothko, con
Matisse. Nunca he visto un cuadro vuestro”. De veras que hubiera confesado mi
crimen. Pero generalmente me encontraba delante de sujetos a los que les
parecía lo más natural del mundo que un tipo como yo les comparara con el mismo
Apeles.
Concluye
Andrés Trapiello: “En ese momento, yo sonreía. He sonreído mucho en la vida,
porque ¿de qué sirve hacernos daño? ¿Y quién me dice que este silencio no me
haya redimido, que nos haya redimido un poco a todos?”
Por lo
pronto conviene no olvidar esta confesión de parte al leer reseñas de exposiciones…
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