Cuando en este espacio entramos en temas
que tienen que ver con la actuación con frecuencia recurrimos a Fernando Fernán
Gómez quien ofrece varias pistas para aproximarse al oficio. En esta ocasión propone
una distinción entre diferentes perfiles actorales
Hay grandes actores que a lo largo de su
carrera, con el procedimiento de utilizar siempre los mismos limitados recursos,
las mismas expresiones faciales, ademanes, posturas, tonos e inflexiones de
voz, han conseguido componer un solo personaje, atrayente para el público, “su
público”, que así le espera siempre, y acomodar a él caracteres muy diversos,
en algunas ocasiones con una leve o grave traición al autor. Tienen estos
actores, y sus directores y empresarios, el temor de que el público, a pesar de
su indiscutible calidad, los rechace si en una obra teatral o una película se
arriesgan a actuar de manera diferente.
Una vez dejado en claro lo anterior presenta
a un colega que pertenece a otra estirpe en el mundo de la actuación.
El actor Agustín González no está entre
ellos, sino entre los también grandes actores que parecen desprenderse en cada
obra, en cada película, de su personalidad auténtica, para asumir la del
personaje imaginado por el escritor. Esta atracción, está curiosidad por la
variedad interior y exterior de la persona, y este deseo de ser otro, otros, es
la raíz de la vocación de comediante.
Ahora bien para ser capaz ya no solo de
actuar a otros sino de ser otros, se requiere -continúa Fernán Gómez- una buena
dosis de magia.
Mas, para conseguir ser otro, para
hacerlo evidente ante los demás, es necesario un toque de magia.
Es magia que una persona, en este caso
un actor, que no es así, pueda en el escenario o en el plató ser así. No
representar, no fingir: “ser” así. Esa magia existe habitualmente en el trabajo
de Agustín González y era fácilmente perceptible en la incorporación que del
personaje de don Luis, de la comedia compuesta por mí Las bicicletas son para el verano, hizo en el teatro y en el cine.
(...)
Tanto en los personajes protagonistas
como en los más breves, y no por ello más fáciles, el trabajo de Agustín
González es siempre un alarde de expresividad, de sinceridad, de estudio
previo, de comunicación directa con el espectador. Y, de manera muy destacada,
de sustitución de la propia personalidad por la del personaje imaginado por el
autor. Esto es lo más difícil, y llegado a ese punto es cuando Agustín González
echa mano de ese toque de magia que afortunadamente tiene siempre a su disposición.
En opinión de Max Aub esa magia tiene mucho
que ver con el trabajo, con la disciplina actoral.
El actor debe adentrarse en el personaje, cazarlo, formarse,
conformarse, a la piel del ser inventado por el autor; llegar a sentirse cómodo
en el hombre extraño, moverse como si la sangre imaginaria corriese de veras por
sus venas; desaparecer para parecer otro, sin dejar sueltas las riendas de la
propia voluntad. Manejarse en cuerpo distinto como si fuese en el propio. Esto
no se consigue sino a fuerza de continuado estudio, de entusiasmo repetido cada
mañana.
Lo anterior le permite
concluir a Max Aub que “es lo que todos los actores, que merecen el nombre de
tales, hicieron desde siempre. Y el resultado, que sus interpretaciones quedan
en la memoria de todos. Es lo que diferencia los buenos actores de los malos.”
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