En
ocasión de una guerra o de un acto terrorista de grandes dimensiones se
escuchan voces que preguntan sobre los vínculos entre el ser humano y el
terror. Los atentados de Nueva York no fueron la excepción, por lo que J. E.
Ruiz-Doménec encara el tema.
El
ser humano vive en la cercanía del terror: es su víctima y su ejecutor. Un
rápido repaso a la historia nos enseña que todas las civilizaciones lo han
utilizado para dominar al adversario: desde los sacrificios de los pueblos
primitivos hasta las imágenes de violencia destructora de las actuales
películas. En todas las épocas han sido atroces las noticias de guerras,
desastres y delitos. Siempre se ha buscado la manera de justificarlo creando un
territorio de la ambigüedad moral, donde está bien una cosa y su contraria. A
una absurda agresión se responde con un demoledor ataque al agresor, y vuelta a
comenzar.
Y
tal como lo había adelantado, propone un breve resumen de algunas atrocidades a
lo largo de la historia.
El
historiador griego Polibio fue el primero en describir escenas de terror,
cuando las legiones de Escipión destruyeron Cartago sin piedad hacia sus
habitantes, masacrados en una orgía de sangre y fuego. Eso mismo hicieron Tito
y Vespasiano cuando arrasaron Jerusalén para acabar con la efervescencia
religiosa de Palestina. En otras ocasiones el terror sirve para intimidar a un
pueblo indómito. Fue el caso del emperador bizantino Basilio I: ordenó que los
búlgaros, a los que acababa de derrotar, fueran conducidos a su tierra tras la
amputación de un ojo, un brazo y un pie; o el de los normandos, que utilizaban
el “águila de sangre” (sacar los pulmones sin que la víctima muriera) para
doblegar resistencias.
Ante
eso Ruiz-Doménec plante su pregunta al tiempo que advierte contrastes en la
conducta humana.
¿Qué
ocurre para que el terror haya sido (y sea…) una parte inevitable del proceso
histórico? En los quehaceres cotidianos aceptamos que la vida tiene unos límites
y luchamos con denuedo por las personas que amamos; pero en el etéreo mundo de
las fantasías religiosas, místicas, ideológicas, el único objetivo verdadero es
imponer la voluntad sobre los demás, y para hacerlo, el género humano no ha
encontrado una manera mejor que el uso del terror.
Llega
el momento de su conclusión a modo de anhelo: “Es momento de cambiar esa vieja
costumbre; va siendo hora de poner fin al corazón de las tinieblas.”
Solo
queda sumarse a su deseo: ojalá sea la “hora de poner fin al corazón de las tinieblas”.
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