Que muchas cosas de la vida
son misteriosas no resulta novedad para nadie, como tampoco lo es la precariedad
inherente a toda existencia.
Así hay quien pierde la
vista de un momento para el otro, tal como describe Juan José Millás
(…) me viene a la memoria un reportaje que escribí hace años sobre un
ciego. Se trataba de un hombre de unos treinta años que una noche, después de
cenar como hacía siempre, se metió en la cama y al día siguiente amaneció
ciego. Sin ningún aviso previo, sin ninguna amenaza, sin tener altos los
niveles de azúcar. Simplemente, un fusible había saltado en su interior. Lo
último que recordaba haber visto eran los cubiertos de la cena: el cuchillo y
el tenedor, con su brillo habitual, empleándose sobre un trozo de pescado. Las
últimas imágenes de su vida normal, que guardaba en la memoria como un
tesoro.
Por el contrario, también están quienes recuperan la visión gracias a los considerables avances que se vienen dando en este campo de la medicina. Algunos países han destacado en este terreno, como lo es el caso de Cuba quien ha brindado un servicio solidario a muchas personas de diversas naciones. A este respecto Juan Villoro narra que
Un generoso entusiasta de
Difícil hacerse una idea, así sea aproximada, de las vivencias de quienes recuperan su vista después de años de haber vivido en las penumbras.
Hace ya muchos años una nota de prensa de un periódico español -del que lamentablemente no guardé la referencia- daba cuenta de la historia de Antonio Sánchez, vecino de Manzanares, quien “perdió la vista el 7 de septiembre de 1957 cuando contaba con 36 años de edad. La recobró el 25 de febrero de 2000 gracias a una operación quirúrgica en la que se le implantó una córnea artificial.” Más adelante se brindaban algunos datos de su familia: “padre de nueve hijos y abuelo de 22 nietos, esposo de una mujer a la que perdió de vista un verano de hace 42 años (…)”
Aquella nota relataba lo sucedido luego de la exitosa cirugía.
(…) se levantó al día siguiente de la operación y tanteó las paredes de la habitación de hospital hasta que encontró el cuarto de aseo. Se lavó como todos los días, pero ya con los ojos entornados. No tuvo que tantear para encontrar el jabón ni alcanzar la toalla.
Hasta que llegó el momento del encuentro con su imagen actual
Sólo al final se dio cuenta –la falta de
costumbre— de que frente a él tenía un espejo. Levantó el rostro con cierta
precaución. Miró y exclamó, recuperando de repente un sentido del humor que ya
apenas usaba:
“-Hombre, Antonio, qué de tiempo sin
verte. No te esperaba tan viejo.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario