El análisis de diferentes realidades se vería muy afectado si no contara con el auxilio invalorable de las estadísticas. De acuerdo con José Jiménez Lozano su relevancia es enorme particularmente en el mundo académico donde “los números han llegado a alcanzar una tal autoridad que es suficiente trazar un cuadro estadístico para que todo adquiera solidez de roca: en el fondo es el prestigio pitagórico o cabalístico del número” lo que es “paradójicamente algo irracional (…)”
Por su parte Wislawa
Szymborska rememora el momento en que conoció tal disciplina en la
consideración de una problemática muy significativa en su entorno.
Mi
primer contacto con la estadística tuvo lugar bastante pronto: tenía unos ocho
o diez años cuando fui con mi clase a una exposición de prevención contra el
alcohol. Estaba llena de diagramas y cifras que, obviamente, no recuerdo. Por
el contrario, sí recuerdo perfectamente una reproducción muy colorida, hecha
con yeso, del hígado de un borracho. Una buena muchedumbre se congregó
alrededor de aquel hígado. Pero lo que más nos fascinaba era un tablón en donde
se encendía una lucecilla roja cada dos minutos. En la inscripción se explicaba
que, cada dos minutos, moría en el mundo una persona por causa del alcohol.
Todas nos quedamos petrificadas. Una de la clase tenía uno de esos relojes de
pulsera y comprobaba con esmero y atención la regularidad de la lucecilla. Pero
Zosia W. aún encontró un método mejor. Se santiguó y comenzó a orar por el
descanso eterno de todos ellos. La estadística nunca ha vuelto a provocar en mí
emociones tan inmediatas como aquellas.
Ahora bien, todos hemos escuchado aquello de que los
números son fríos y que únicamente dan cuenta de lo que sucede cuando adquieren
rostros. Albert Camus -citado por Javier Moreno- explica en La Peste que
(…) la única
forma de hacerse una idea cabal, de no dejarse degradar por la inhumanidad de
las estadísticas, consistiría en arrastrar los cadáveres víctimas de la plaga,
la gran metáfora de la violencia del siglo pasado, a una playa cercana a Orán,
colocarlos en un único túmulo y recubrirlo con los rostros de conocidos y
amigos.
Otro reparo a la exactitud de los números lo presenta Macedonio Fernández: “(…) ¡cómo me gusta esta exactitud, que sólo las cifras proveen, pues en la realidad no la hay, por lo que las matemáticas son tan irrefutables como inofensivas!” Y concluye: “No debiera llamárselas ciencias, porque esta palabra impone a muchos espíritus y los descuida de disfrutar todo el humorismo que hay en ellas.”
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