No
cabe duda que esta actividad no se limita al ámbito profesional ya que como lo
observa Cordwainer Smith -citado por Leo Maslíah- la biografía de cada persona
es posible leerla en su rostro: “Sabía muy bien que todos
llevan la biografía secreta escrita en los músculos de la cara, y que un
extraño que se cruza con nosotros en la calle nos cuenta (quiéralo o no) sus
intimidades más profundas.” Todos tenemos experiencia en el arte de leer el
rostro de nuestros semejantes.
Ahora que si se trata de escribir
una biografía, eso lleva su tiempo, más que el requerido por una novela. Antonio
Muñoz Molina arriesga cantidades en esta cuestión: “Una novela suele ocupar
plenamente la imaginación durante dos o tres años como máximo. Una biografía, a
la manera británica o americana, puede requerir 10, 15, 20 años, la mayor parte
de la vida (…)” Y a continuación se refiere al caso de una obra de largo
aliento “como esa biografía monstruosa del presidente Lyndon Johnson que Robert
A. Caro sigue escribiendo a sus 81 años, y que va ya por el quinto volumen”.
Un trabajo de esta índole
implica un riesgo muy grande para la propia existencia, como lo ejemplifica
Luis Ignacio Helguera: “Fue un biógrafo excelente. Se le fue la vida en
escribir la de otros. Tarde reparó en que había olvidado vivir la suya.” Mientras
que Antonio Muñoz Molina advierte al mismo respecto que: “El biógrafo quiere
ser el autor del retrato más completo posible de su modelo y también su sombra.
De tanto habitar en la vida de otro corre el peligro de ausentarse de la suya
propia.”
Pero ni aún así se alcanza el
objetivo trazado porque como afirma Muñoz Molina: “Cada vida humana es
improbable y única. Cada una es un misterio.” Y para mayor claridad cita a Henry
James: “Nunca pienses que puedes decir la última palabra sobre alguien”. Y en
cuanto a lo anterior James Atlas corrige: “Tampoco la primera”.
Claro está que hay quienes declinan
toda invitación a enfocar los reflectores sobre sí, como José Jiménez Lozano,
quien en conversación con Gurutze Galparsoro, afirma
No es que no me guste hablar de mí, es que me disgusta: lo encuentro impudoroso, estúpido y aburrido. Las que me apasionan son las vidas de los demás: desde la de una princesa o un campesino de Mesopotamia hasta las más pequeñas vidas de los hombres y mujeres de hoy, y mejor cuanto más pequeños.
Por supuesto que el ansia de
notoriedad constituye una gran tentación, porque pensándolo bien ¿quién
quisiera que todos los actos de su vida quedaran registrados para la posteridad?
Según Simon Leys
Toda vida
deja atrás una acumulación de cachivaches rotos, extraños y a veces
malolientes. Revolviendo allí, uno siempre puede desenterrar pruebas
suficientes para demostrar que el difunto era a la vez monstruoso y mediocre.
Esa combinación es muy frecuente…, y quien lo dude no tiene más que mirarse al
espejo.
Es por ello que la simple presencia
de un biógrafo en las cercanías debería encender las alarmas. Tan es así que Cioran
-de acuerdo con Leys- “se preguntaba por qué la perspectiva de tener un
biógrafo nunca disuadía a nadie de tener una vida”.
Dicen los que saben que quien
inició el género biográfico fue James Boswell en el siglo XVIII con su
reconocida obra en relación a la vida del doctor Samuel Johnson. Con ese
cometido Boswell siguió a sol y a sombra a su biografiado, cumpliendo
debidamente con lo que -de acuerdo con Simon Leys- sostenía el mismo doctor: “No
puede escribir la vida de un hombre quien no haya comido y bebido y sostenido
trato social con él.”
En otro orden de cosas, el
biógrafo deberá emplear estrategias adecuadas para conocer realmente a su
personaje, evitando con ello oropeles, disimulos e imágenes de diseño. Luis
Chitarroni identifica una ayuda para enfrentar ese problema: “Liddell Hart y Tillyard habían propuesto para la
aprehensión de la estrategia militar y la poesía, respectivamente, el
acercamiento indirecto y la discreción oblicua. La vida no coincide con el
artificio de contarla.” Así pues, la biografía tiene mucho que aprender de dicha
estrategia.
Finalmente digamos que con frecuencia los biógrafos se
desilusionan en el proceso de su labor y al conocer más a fondo a su personaje
llega la hora del desencanto. Y es que, como afirma José Jiménez Lozano, “(…) el
biógrafo se ha convertido un poco o un mucho en mayordomo de su biografiado, y
ya se sabe que no hay hombre grande para su ayuda de cámara.”
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