De los remotos tiempos de mi infancia llegan el sabor,
aroma y color del azafrán. Cuando en casa se servía arroz con azafrán venía
acompañado con la habitual polémica de si era auténtico o una mala
falsificación. Casi siempre el consenso iba hacia ésta última posibilidad.
¿Cómo olvidar el pequeño recipiente -especie de dedal-
de color amarillo y rojo que lo contenía?
Desde entonces me he encontrado con ese plato en pocas
ocasiones. Y siempre para mis adentros emito juicio: falsificación. Ocupa un
lugar muy especial entre mis sabores perdidos.
Hace algún tiempo encontré una nota de Elaine Sciolino
que da cuenta de algunas características de su cultivo.
El azafrán, una planta medicinal antigua y la más cara
de las especias, siempre ha tenido un poder mágico y adictivo (…)
En Irán, que produce más del 80 por ciento de las 225
toneladas producidas a nivel mundial cada año, el azafrán es omnipresente (…)
A menudo se dice que el azafrán vale su peso en oro
porque es muy laborioso cultivarlo y cosecharlo. Cada otoño, brota la flor crocus
sativus. En ese momento, los productores de azafrán cortan las flores y
desprenden cuidadosamente el estigma de tres filamentos rojo brillante de cada
flor y lo dejan secar. Se necesita unas 150 mil flores para producir un kilo de
azafrán.
Este polvo precioso ha generado una actividad
comercial plagada del tipo de engaños típicos del tráfico de joyas o drogas
ilícitas: sustitutos baratos, embarques rebajados y etiquetas falsas. Hoy en
día, se libra una batalla por el futuro del “oro de la cocina”. (…)
En Europa el precio minorista puede dispararse a 20
mil euros el kilo.
Como que ahora todo queda más claro.
Y claro que entra a jugar el revisionismo histórico:
casi seguro que los auténticos del pasado fueron simplemente mejores
falsificaciones, pero sabido es que la niñez hace milagros.
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