Hoy
en la mañana venía caminando por rumbos de mi querido pueblo de Santa Cruz
Atoyac y escucho que me llaman. Era el peluquero con el que concurro desde hace
tiempo. (Un paréntesis necesario: el trabajo que le doy al peluquero es mínimo,
creo que mantengo mi rutina de ir a su negocio como una forma de apoyo a mi
autoestima). El encuentro casual fue una alegría para ambos. Me pregunta si este
año dilaté más el regreso de mi rancho. Le digo que sí y que ello se debió a un
problema de salud. Le cuento. Su rostro expresa solidaridad. Nos despedimos: “¡Cuídese
mucho! ¡Échele muchas ganas! Y permítame darle un abrazo porque usted necesita
estar fuerte y seguir siendo positivo”.
Horas
más tarde voy a un café ubicado en un centro comercial de la zona. En casa tengo
problemas técnicos con internet por lo que vengo a trabajar a este lugar. A
mediodía tuve un encuentro virtual con colegas de Oaxaca. Hay muchos clientes
en el café, hay algo de ruido y el audio de uno de los asistentes a la junta lo
escucho con dificultad. Así lo comento en más de una ocasión. La reunión
finaliza, logramos acordar lo necesario para un trabajo común que
desarrollaremos con un grupo de médicos en unas semanas.
Al
rato de terminar la reunión y mientras junto mis cosas para regresar a casa, se
acerca un hombre joven. Estaba en el café junto a dos niños pequeños, supongo
que sus hijos. Ante mi sorpresa me da una caja y me dice: “Escuché que tenía
problemas para escuchar en la reunión que participaba y le compré estos
audífonos para que los tenga y los use cuando lo requiera…” Al principio me quedé
como en pausa. Reaccioné como pude, le agradecí mucho y le pregunté cuánto le
habían costado para pagárselos. “De ninguna manera -respondió. Es un regalo”.
Las
pequeñas grandes cosas de la vida.
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