En tanto objetos son valoradas y consideradas un buen
detalle en la decoración de casas, departamentos, oficinas, consultorios… Existen
grandes colecciones de ellas, hay quienes dedicaron mucho tiempo y recursos
para adquirirlas en lugares remotos. Las máscaras están asociadas a las
artesanías, así como a la historia y tradición de distintos pueblos.
Michel Tournier afirma que una máscara “es un rostro
muerto, fijado en una única expresión”; no deja de ser paradójico que detrás de
ellas haya tanta vida.
Presentes en el ayer, en el hoy y -a darlo por hecho- en el
mañana.
A lo largo de un día cualquiera, innumerables son las que
portamos mientras desempeñamos nuestras actividades cotidianas; Leila Guerriero
se ofrece de ejemplo en un artículo precisamente titulado “Máscaras”.
Esa soy yo jugando con dos gatas. Esa
soy yo cenando con tres amigos y riéndome como un lobo. Esa soy yo leyendo el
Tao (“todo ascenso degrada pues nos agita lograrlo y nos agita perderlo”). Esa
soy yo un martes, mirando un partido del Mundial. Esa soy yo bromeando con el
verdulero acerca de la horrible calidad de las papayas que me vende. Esa soy yo
hablando con el carnicero que se recupera de un accidente (se golpeó la cabeza,
la mitad del cuerpo le quedó paralizada, su mujer y su hijo manejan la
carnicería desde enero). Esa soy yo amasando pan, preparando rouille de pimientos rojos, metiendo un
pescado en el horno. Esa soy yo en el barrio chino comprando panko. Esa soy yo llevando en brazos a
la hija recién nacida de unos amigos. Esa soy yo poniendo naftalina y lavanda
en los placares. Esa soy yo dando una clase de tres horas un lunes por la
noche. Esa soy yo respondiendo una entrevista por Skype. Esa soy yo recibiendo
a un plomero y, después, al hombre de DHL. Esa soy yo viajando hacia un penal de
la provincia, y esa soy yo de pie en el patio del penal conversando con dos
presos durante horas. Esa soy yo en una casa enorme y lujosa de un barrio
privado. Esa soy yo haciendo abdominales sobre el piso de granito. Esa soy yo
arrancando tréboles de las macetas del balcón. Esa soy yo cortando la primera
orquídea del año, poniéndola en un florero, olvidándola un segundo después. Esa
soy yo leyendo un libro de poemas de Charles Simic. Esa soy yo respondiendo
correos electrónicos. Esa soy yo escuchando el concierto número 21 de Mozart en
el teatro Colón. Esa soy yo en un bar de moda donde sirven tragos en frascos de
mayonesa. Esa soy yo en un avión, mirando una película. ¿Verdad que no parezco
una mujer que esté preguntándose, a cada paso, todo esto para qué? No deja de
ser asombroso.
Pero cuando la máscara se vuelve imagen o metáfora, la cosa
cambia y suele adquirir un significado cercano al de la impostura, y en ese
sentido para Giovanni Papini: “Todo el talento de
ciertos hombres se reduce al arte de hacer creer que poseen todos aquellos
talentos que no tienen”.
Papini da a entender que no es ajeno a la
cuestión: “Las cáscaras, las
cortezas, las envolturas, las máscaras son -lo sé, lo sé muy bien también yo- nada
más que cáscaras, cortezas, envolturas y máscaras. No soy nada más, nada más
sustancial, más íntimo.” Y ello queda de manifiesto en la propia obra de los
autores.
Las manifestaciones para uso de los demás, los
vehículos de estas embajadas espirituales -las palabras, palabras habladas,
palabras escritas; las hojas con palabras impresas; las hojas con grabados; las
hojas que aparecen de vez en cuando; las hojas que se aprisionan en un volumen
para formar el opúsculo, el libro, la obra-, no son más que tentativas, tanteos,
respiraderos, murmullos: lenguas que se forman, que comienzan, que pocos
entienden, que nadie quiere estudiar.
Concluye Papini que siempre
se descubre lo que está detrás de las máscaras. “Las cáscaras caen, las
envolturas se despojan, las máscaras desaparecen, y lo que queda es el
concepto, el esqueleto interno e indestructible de la verdad. Cuanto lo reviste
es insustancial, variable, transitorio.”
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