La
convivencia es un arte que presenta sus complejidades. Ponerse de acuerdo,
negociar, modificar conductas y hábitos, tiene lo suyo.
Isaac
Bashevis Singer evoca la función que cumplía su padre como mediador en los
conflictos que se presentaban en parejas de su comunidad y los aprendizajes que
ello le significó.
Para mí
el tribunal de mi padre fue una escuela donde pude estudiar el alma humana, sus
caprichos, sus añoranzas, sus defensas. Lleno de asombro, oí las amargas quejas
de las parejas que demandaban divorciarse o dar por terminado un compromiso, o
de quienes sencillamente acudían para abrir sus corazones a mi padre o a mi
madre.
De
entre las muchas controversias que atestiguó, hubo una que llamó poderosamente
su atención.
Me
acuerdo también del caso de un hombre mayor que acusaba a su esposa -su segunda
mujer- de poner demasiada sal en la comida. Los médicos le habían prohibido que
tomase demasiada sal, pimienta y otras especias picantes, pero por mucho que
rogaba a su mujer que no lo hiciera, ella siempre condimentaba en exceso los
platos que preparaba.
Así
las cosas -continúa Bashevis Singer- sus padres intentaron solucionar el
conflicto dialogando con la señora.
Mi padre
le preguntó a la mujer por qué no satisfacía los deseos de su esposo, mencionando
la frase de la Guemará según la cual: “Una esposa cabal cumple las peticiones
de su marido.” La mujer contestó que ella era incapaz de cocinar sin sal ni
especias porque la comida no sabría a nada. Aunque mi madre le insistía:
“Siempre es posible condimentar después. La sal tiene el mismo sabor tanto si
se echa en la cazuela como en el plato”, la mujer se empeñaba en que eso no era
cierto.
Llega
el momento de interpretar la férrea negativa de aquella mujer a introducir
cualquier cambio en su rutina culinaria. La clave podía estar en su incapacidad
para abandonar usos y costumbres inherentes a su vida. “En sus ojos se
adivinaba la terquedad de una campesina; se le había metido una idea en la
cabeza y no había modo de disuadirla.”
Pero Isaac
Bashevis Singer también da lugar a la sospecha que le suscitaba todo aquello: “Le
dijo a mi madre que, con la ayuda de Dios, ella encontraría un hombre que no
mirase dentro de las cazuelas. Esbozó una sonrisa aviesa; quizá deseaba que su
marido enfermase y muriera.”
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