Este asunto se las trae por varios motivos.
Durante mucho tiempo a nadie interesó que su nombre
quedara en la memoria colectiva asociado a un invento (algo parecido aconteció
en el terreno del arte cuando firmar una obra podía ser interpretado como
inmodestia, dado que el papel de la persona era tan solo ser ejecutor de la
inspiración divina). En todo caso la mayor satisfacción del innovador posiblemente
fuera sentir que había contribuido al bienestar colectivo.
Por otra parte, siempre deben haber existido quienes
se atribuyeron una creación que en realidad habían copiado de otros; los vivillos
han estado presentes a lo largo de la historia.
Asimismo, y tal como lo refiere Luis de Zulueta, se
desconoce el nombre de quienes fueron responsables de innovaciones que trajeron
aparejados grandes beneficios sociales.
La modificación, al parecer, pequeña, de un
instrumento o herramienta puede provocar transformaciones decisivas en la vida
humana.
Los griegos y los romanos, como es sabido, enganchaban
sus animales de tiro por el cuello, con lo que era muy escasa su fuerza de
tracción. Las caballerías no podían sustituir a los esclavos. Todo el genio de
un Aristóteles no sirvió para inventar un pretal o correaje racional para una
bestia de tiro. Ese modesto invento medieval de la collera o de los arreos que
permiten al animal hacer fuerza con el pecho y los hombros, ha tenido quizás en
la marcha de la sociedad humana mayor influjo que “La Política” del filósofo de
Estagira. Nos decía el eminente profesor francés Paul Rivet, recordando un
libro de su compatriota Lefévre des Noëttes, que esa humilde invención de
caballeriza, más que todas las doctrinas humanistas y las predicaciones
evangélicas, había facilitado en Europa la supresión de la esclavitud.
Según Peter Burke -citado por Víctor Roura- fue en el
siglo XV cuando se impuso la costumbre de dejar registro de los inventos.
El arquitecto
renacentista Filippo Brunelleschi puso en guardia a un colega frente a quienes
pretendían arrogarse el mérito de las invenciones de otros. De hecho, la
primera patente conocida se otorgó al mismo Brunelleschi en 1421 por el diseño
de un barco. La primera ley sobre patentes fue aprobada en Venecia en 1474. El
primer derecho de autor registrado para un libro se otorgó al humanista
Marcantonio Sabellico en 1468 por su historia de Venecia y el primer derecho de
autor de un artista lo concedió en 1567 el Senado de Venecia a Ticiano para
proteger los grabados impresos de sus obras de imitaciones desautorizadas. La
regulación echó a andar lentamente.
Pero aun con la aparición de oficinas especializadas
en vigilar los derechos de inventores y creadores, la atribución puede seguir
despertando dudas.
Y para argumentar el punto tan solo recurro a dos
ejemplos.
No recuerdo quien decía hace muchos años que su tío había
inventado los pañuelos de papel, o kleenex como habitualmente se les
llama, porque desde siempre llevaba parte de un rollo de papel higiénico en el
bolsillo trasero de su pantalón.
Del segundo caso fui testigo. No de la ejecución del
invento, pero sí de su vislumbre. Aun
recuerdo con enorme emoción cuando siendo niño me padre me llevaba al cine, en
la ciudad de Montevideo, a ver películas de Cantinflas. A él le molestaba que
el público se riera mucho ante algunas escenas porque ello impedía escuchar lo
que seguía. Recuerdo perfectamente cuando me dijo: “algún día habrá que
inventar algo en que uno pueda parar la película para reírse a gusto y después
seguir viéndola”. He ahí el origen de las videocaseteras que recién hicieran su
aparición varias décadas después.
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