jueves, 8 de diciembre de 2011

Los bomberos a salvo en un incendio generalizado

Cada vez es mayor la reticencia y suspicacia con la que se recibe lo que informa la prensa en general y la televisión en particular. Parte de este escepticismo se origina en la dificultad para asimilar los vertiginosos cambios que se producen, tal lo narrado por Horacio Rodríguez. “La gente dejó de creer prácticamente en todo. El 20 de julio de 1969, cuando Armstrong, Collins y Aldrin caminaron sobre la superficie lunar, mi difunta tía Elena salió al patio, miró un rato hacia arriba (la noche estaba inusualmente despejada), regresó a la sala y anunció despectivamente: en la Luna no hay nadie. Nomás es algo que quieren hacernos creer ellos.”
Pero el juicio crítico tan recomendable de desplegar frente a lo que muestran los medios, se origina fundamentalmente en los intereses que persiguen estos grupos reducidos, cuando no monopólicos, que no dudan en manipular la información y poner el entretenimiento al servicio de sus propósitos.
Ahora bien este descrédito no se restringe a los medios. Las encuestas lo muestran con marcada contundencia: no creemos en las instituciones que nos hemos (o nos han) dado. Es frecuente que el cuestionario resulte improcedente por predecible: “¿qué tanto cree usted en: políticos, sistema de justicia, policías, sindicatos, iglesias, fuerzas armadas, empresas…?”
Tan reducida, si es que acaso queda alguna, es la reserva disponible de estos sectores que desde hace tiempo se ha acuñado la expresión crisis de credibilidad con que se caracteriza a uno de los principales rasgos de las sociedades contemporáneas. Y el este caso el plural es necesario porque este tipo de estudios arroja resultados muy similares en diversas latitudes de este mundo globalizado (hay excepciones pero, valga la redundancia, muy excepcionales). En esto, como en tantos otros casos, aplica aquello de que mal de muchos consuelo de tontos, siendo frecuente advertir una especie de desconsuelo generalizado que en ocasiones se parece demasiado a la resignación.
Ante este difícil panorama se levantan voces que, acusando de tendenciosas a estas encuestas ciudadanas así como a los análisis políticos que abordan la cuestión, exigen que se hable de las buenas noticias, de lo que sí funciona convenientemente, de aquello que abra esperanza en un contexto de catastrofismo.
Debemos concluir que cuando menos en este tema les asiste parte de razón porque las encuestas nunca preguntan: “¿qué tanto cree usted en los bomberos?”, siendo que las llamas del descrédito no han alcanzado a los bomberos. Guillermo Sheridan profundiza en ello.
La única institución decente que queda en México es el Heroico Cuerpo de Bomberos. Es la única radicalmente respetada, unánimemente querida y admirada. Sólo los bomberos están más allá de toda duda, tienen garantía de por vida, netos y legítimos por encima de cualquier sospecha. Son la última encarnación del desprendimiento y el avatar postrero de la solidaridad. (…)
La página web (www.bomberos.df.mex) incluye la síntesis de sus convicciones: “abnegación, valor, sacrificio”, valores irritantes en estos días borrosos de héroes con megáfono y valentías con fuero. El bombero -continúa su decálogo- protege “al pobre y al rico, al débil y al fuerte”, sin “banderías políticas o religiosas”; es amigo del niño y el joven, respeta al anciano, es caballeroso y cortés con las mujeres, es “gallardo y humilde, incansable en el trabajo” y el “servicio a la patria es la razón de su vida”. La rúbrica de esa fe es la conciencia de la muerte agazapada 30 veces, en promedio, cada día.
Un bombero del DF gana 11 mil pesos mensuales. Su expectativa de vida es limitada, asediado no sólo por los peligros propios de su oficio, sino por cánceres súbitos, colapsos cardiacos, metabolismos sofocados. No exigen ni esperan mordida, no piden papeles, no condicionan, ni roban ni gesticulan (aunque un infeliz, Juan Antonio Zárate, su “jefe de servicios generales”, burócrata sin casco, fue arrestado en marzo por fraude). Los bomberos “gallardos y humildes”: quizás una medalla, un día, o la familia de sobrevivientes que les lleva una olla de mole agradecido. No hay muchos datos: en 2007, los 3 mil bomberos del DF tuvieron un presupuesto de 325 millones: equipo viejo, precariedad, incertidumbre. Y en septiembre de 2007, según la prensa, la Procuraduría Fiscal del DF -en lo que pareció una broma insalubre- les asestó un requerimiento de 5 millones de pesos por pagos atrasados… de agua. El jefe de bomberos, Raúl Esquivel, explicó con laconismo y sin ironía: “En todos los eventos utilizamos agua”…
En la misma página web se reproduce un himno ramplón que parece escrito por un piloto kamizaze: “Es mi anhelo mayor el poder/ dar mi vida en holocausto./ Es mi deber cuando en mi puesto estoy./ Salvo vidas en peligro/ nada me importa morir./ Con mi equipo voy bien puesto/ a combatir al fuego funesto…”. No es baladronada: la página incluye una lista de 100 bomberos muertos en cumplimiento del deber. El último registrado, en 2008, se llamó Carlos Gómez López; el primero, en 1914, se llamó Salvador Bella. Un nombre que, desde luego, incluía su vocación.

Hasta donde tenemos conocimiento no se han hecho estudios serios y sistemáticos respecto a cuáles son los recursos con que cuentan los bomberos y que les otorga esa confiabilidad de la que están tan desprovistos otros actores sociales.
Así, parece indispensable analizar a la luz del enfoque de resiliencia, cuáles son los factores que explican la solidez de esta institución en tiempos de naufragio colectivo. Reflexionar en torno a ¿qué es lo que hacen los bomberos? y, sobre todo, ¿qué es lo que no hacen?, podría ser una alternativa muy interesante que podría orientar a muchas otras instituciones que se encuentran tan próximas a las llamas. 

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