Es importante destacar, a manera de valiosas excepciones,
la trayectoria de quienes aun cuando detentaron cargos de primera importancia
supieron defender su honestidad en tiempos de “simplicidad y pobreza
republicana”. Manuel Payno, citado por Alejandro Rosas, deja constancia de
ello.
Después de Guadalupe Victoria los
presidentes de la república, cualesquiera que hayan sido su conducta y
opiniones políticas, continuaron viviendo en una especie de simplicidad y
pobreza republicanas a que se acostumbró el pueblo. El sueldo señalado al
primer magistrado de la república ha sido de 36 mil pesos cada año, y de esta
suma han pagado su servidumbre privada y sus gastos y necesidades personales.
Para honra de México, se puede asegurar que la mayor parte de los presidentes
se han retirado del puesto, pobres unos, y otros en la miseria.
En aquel tiempo haber ocupado el cargo de
presidente no garantizaba la prosperidad personal y familiar para el resto de
la vida. Alejandro Rosas describe lo que acontecía.
Por entonces el presidente de la
república no gozaba de pensión vitalicia —que sería establecida en los últimos
días del sexenio de Luis Echeverría—; al concluir su gobierno regresaba a su
vida profesional o se dedicaba a escribir. Para muchos, la mayor riqueza que
conservaban, luego de haber cumplido su mandato, era la de mantener limpia su
reputación. No era concebible tampoco el enriquecimiento de la familia del
presidente. En uno de tantos casos, al morir el presidente Miguel Barragán, en
1836, su hija sólo heredó su buen nombre y para sobrevivir estableció un
estanquillo de tabaco.
Desde luego, la austeridad y la
honradez no garantizaban el buen gobierno. (...)
La cultura de servicio tuvo su época
de oro en el periodo de la República Restaurada (1867-1876). Junto al poder
Ejecutivo, los miembros del Congreso y del poder Judicial gobernaron el país
con apego irrestricto a la ley y con una moral política honesta e
independiente, que difícilmente se puede encontrar en otro periodo de la
historia mexicana.
Lo mismo sucedía en otros cargos de primera importancia.
El mismo Alejandro Rosas cita a Ignacio Manuel Altamirano quien siendo
magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación escribió:
No tengo remordimientos. Estoy pobre
porque no he querido robar. Otros me ven desde lo alto de sus carruajes tirados
por frisones, pero me ven con vergüenza. Yo los veo desde lo alto de mi
honradez y de mi legítimo orgullo. Siempre va más alto el que camina sin
remordimientos y sin manchas. Esta consideración es la única que puede endulzar
el cáliz, porque es muy amargo.
Al paso del tiempo diversas manifestaciones de corrupción
fueron ganando espacio. En las postrimerías del porfiriato, Francisco I. Madero
se refería “a la corrupción del ánimo, el desinterés por la vida pública, un
desdén por la ley y una tendencia al disimulo, al cinismo, al miedo”. Y
concluía que cuando “la sociedad abdica de su libertad y renuncia a la
responsabilidad de gobernarse a sí misma” necesariamente tiene lugar “una
mutilación, una degradación, un envilecimiento (…)”
En tiempos de la Revolución, los problemas continuaron. La
administración dirigida por Venustiano Carranza tuvo fama de ser muy corrupta
de lo que daba muestra el súbito (inexplicable, diríamos hoy) enriquecimiento
de buen parte de los más destacados generales así como de algunos funcionarios
del régimen. Tan es así que en la ciudad de México a la ya de por sí despectiva
expresión de “carranclán”, se sumó el verbo “carrancear” como sinónimo de
robar. En 1914 en lugar de constitucionalistas se hablaba de
“consusuñaslistas”. Como en tiempos de Cortés las octavillas y los versos, citados
una vez más por Alejandro Rosas, eran expresión del ingenio popular.
Impotente frente al autoritarismo
carranclán, el pueblo se desquitó echando mano del ingenio y haciendo circular
un verso que decía: “El águila carrancista/ es un animal muy cruel/ se come
toda la plata/ y caga puro papel”. Encrespado, Carranza ofreció jugosa
recompensa por el anónimo poeta. Todavía no firmaba la orden, cuando ya
circulaba un nuevo verso: “¿Recompensa?/ ¿Y eso con qué se paga?/ ¿Con lo que
el águila come/ o con lo que el águila
caga?”.
Hasta cierto punto estas desprolijidades y travesuras eran consideradas como inevitables en el contexto que se vivía. A ello se refiere Luis Cabrera, citado por Enrique Krauze.
“La Revolución es la Revolución ”, había
dicho Luis Cabrera: Carranza lo creía también. Difícil definirla, difícil
embridarla. Quizá por eso no pretendió una acción moralizadora a ultranza. En
su cautela había asimismo un dejo de fatalidad, la sensación de que la lucha no
sólo significaba cambio sino también fango: botín, ambición depredación.
Una muestra de que la corrupción era vista como algo natural
queda de manifiesto en el siguiente ejemplo aportado por Jorge Mejía Prieto.
Un paisano y amigo del Presidente Carranza fue
nombrado por él administrador de la aduana del puerto de Veracruz, donde empezó
a robar desenfrenadamente.
Alarmado, el ministro de Hacienda, licenciado Luis
Cabrera, le envió varias reclamaciones oficiales, mismas que el administrador
ignoró tranquilamente.
Ante la gravedad del caso, Cabrera decidió
trasladarse al puerto, en donde se presentó ante el abusivo funcionario para
exigirle cuentas y responsabilidades.
-¡Ahora mismo me muestra la lista de los ingresos
que ha tenido esta aduana durante los cuarenta y tres días que tiene usted al
frente de ella!
La respuesta fue:
-¡Ah, qué señor Cabrera tan metiche! ¡Qué lista ni
qué sus narices le voy a mostrar! ¡Usted está loco, amigo! ¡Sépase que esta
aduana me la dio Venustiano pa que yo me ayudara!
No faltó quien al ser designado para ejercer alguno de
estos cargos que permiten ayudarse se
limitara a decir: “¡Hasta que la Revolución me hizo justicia!" Tal vez fue
por ello que los participantes en la bola
se dividieron entre revolucionarios y robolucionarios.
Al respecto señala Alejandro Rosas
Bajo la máxima popular “a mí lo mío y
aleluya que cada quien agarre la suya”, muchos revolucionarios se hicieron
justicia por mano propia, se autoindemnizaron, hicieron negocios, expropiaron,
confiscaron y al final mejoraron su situación personal. Algunos generales
obtuvieron sus “tierritas” a costa del pueblo. Otros hicieron “su agosto”
dentro del sistema político mexicano. La mayoría no alcanzó a ver un México distinto
al que los había llevado a tomar las armas.
El dispendio generoso de los recursos del Estado es lo
que posiblemente condujo a que César Garizurieta, años después, afirmara:
“Vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error”.
También han quedado registrados en la historia los otros
cañonazos del general Álvaro Obregón. Al respecto señala Refugio Bautista Zane
(…) durante la rebelión delahuertista,
Obregón se ganó a muchos generales con los famosos cañonazos de 50 mil pesos
(de los de ese tiempo, cuando el salario mínimo de los obreros era de un peso
diario). Se cuenta que Obregón
justificaba estas fuertes erogaciones de las arcas públicas diciendo: "Con
estos cañonazos ahorramos pólvora y soldados, y la guerra nos sale más
barata".
Hay quienes arremetían con lo que encontraran, fuera
mucho o poco. Ramón Llarena y del Rosario da cuenta de lo acontecido con un
presidente municipal
(...) al inicio de una gestión existe
la obligación popular de con una palabra o una frase definir el tipo de presidente
municipal o administración que tendremos. Una vez calificado se queda el mote o
frase para la posteridad. Pero hubo uno que cambió de nombre. Es la única y
absoluta excepción a la regla.
Su nombre es Tomás y cuando llegó a
munícipe acostumbraba temprano presentarse en la Tesorería y comenzaba
por Catastro preguntando ¿Cuánto hay? A lo que le respondían: cien mil pesos.
Entonces decía: "Me los llevo". Este fue su primer nombre: el
"melollevo."
Pero los meses fueron transcurriendo y
en el tercer y último año de su administración las arcas estaban magras y
empobrecidas.
Entonces llegaba y preguntaba:
"¿Cuánto hay?" Le respondían "dos pesos con cincuenta
centavos". Entonces, se persignaba con el dinero y pronunciaba su mote
definitivo: "Aunque sea".
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