Y había que tener unas entretelas de
acero para llevar una carrera como la que llevé, porque el espectáculo, como
cualquier otra profesión, es duro y canijo si uno lo toma en serio, pero más
canijo todavía con quienes lo toman a la ligera. Por casualidad se puede tener
un acierto dos o tres días, un aplauso dos o tres meses, pero un éxito de
varias décadas ya no es cuestión de suerte: es cuestión de agallas.
Una de sus grandes virtudes fue reconocer limitaciones y
proponerse superarlas en base al esfuerzo. “Como yo estaba en desventaja por
ser una improvisada, tenía que estudiar mucho para sentirme segura. Siempre
llegué al rodaje con mis diálogos aprendidos, con toda la película en la
cabeza.”
El trato de María Félix con el éxito fue, cuando menos,
respetuoso: sin dejar de reconocerse como una verdadera diva del cine, la Doña
no se dejó seducir por sus encantos aun cuando en muchos momentos parecía tener
al mundo a sus pies.
Antes de viajar a Madrid rechacé una
oferta de matrimonio de Jorge Pasquel, que puso a mis pies una de las mayores
fortunas de México. Pasquel era de Veracruz y conocía desde la infancia a Miguel
Alemán, quien le daba trato de hermano. Cuando me hizo la corte estaba en la
cumbre de su poder, porque su amistad con el presidente le abría todas las
puertas, dentro y fuera de México. Tenía un físico de atleta, pero su principal
atractivo era el desprendimiento. No reparaba en gastos con tal de halagar a
una mujer. Cuando hice Maclovia me llenó de atenciones. Una vez le dije
por teléfono que se había acabado el hielo en el hotel de Pátzcuaro donde
estaba hospedada con todo el equipo de filmación y a la mañana siguiente me
mandó un hidroavión con un refrigerador. Le di las gracias impresionada y él
quiso mandarme todos los días el hidroavión con manjares y golosinas. (…)
Otro detalle magnífico suyo fue
sacarme de un aprieto cuando me quedé sin maletas en Nueva York. Estaba
trabajando en un teatro latino, en un show en el que tocaba la guitarra
y cantaba canciones de Lara. Yo no tenía voz pero era entonada para cantar
bajito, y ganaba mis buenos dólares con esas presentaciones. Un sábado, cuando
ya estaba por terminar mi temporada en el teatro, el equipo de ayudantes que me
acompañó al viaje se fue al aeropuerto con mis cuarenta maletas, dejándome sin
un triste vestido para el día siguiente. Al verme sin ropa llamé por teléfono a
Jorge y le dije:
-Fíjate que estoy en un momento
difícil. Se llevaron mis maletas y no sé qué hacer, es sábado y todas las
tiendas están cerradas.
-No te apures –me tranquilizó-, en
este momento llamo al Saks de la Quinta Avenida. Voy a pedir que te abran la
tienda para que saques lo que necesites.
Minutos después me habló por teléfono
la señorita de public relations de Saks para decirme que fuera de
inmediato a escoger la ropa que me gustara porque lo había pedido mister Pasquel.
Vino a recogerme una limusina, me abrieron la tienda para mí sola y esto fue
que pieles por aquí, que vestidos por allá y docenas de zapatos, abrigos,
sombreros.
“El éxito es traicionero, cambia a las personas. Hay que
tener los pies en la tierra para asimilarlo y no dejar que nos gane la
partida.” Para lograrlo, María Félix desarrolló una serie de estrategias que le
permitieron mantenerse a buen recaudo. Decidió hacer frente a los elogios
permanentes, a las ponderaciones sin límites y no creer en la imagen de sí
misma que el público le devolvía. Y así fueron surgiendo las dos Marías.
Con la imagen que el público se ha
hecho de mí no hubiera podido vivir. Tuve que hacerme mi propia imagen para no
perder el equilibrio. Desde que empecé a triunfar hice una separación entre mi
verdadero ser y la imagen que reflejo. Si yo me hubiera creído tan maravillosa
como la gente decía de mí, hace tiempo que me hubiera vuelto loca o drogadicta
o alcohólica. Todo el mundo me festejaba por cualquier cosa: ¡Oh, qué
inteligencia! ¡Qué guapa! ¡Qué gran sentido del humor! ¡Cómo viste, qué
elegancia! Nunca me creí tan guapa, ni tan simpática, ni tan inteligente, ni
tan divertida. Yo siempre guardé mis distancias con la otra María sin dejar que
su reflejo me encandilara.
Para María Félix no fue tan difícil convertirse en
estrella de cine sino soportar los costos de la celebridad.
Ser una estrella de cine no es
difícil. Lo difícil es aguantar el éxito. Emborracha, marea mucho más que una
botella de aguardiente barato. Se necesita tener la tripa sonorense, la pata en
la tierra, para seguir siendo más o menos normal. He conocido el gran éxito, me
han llamado la mujer más hermosa del mundo en revistas internacionales de gran
tiraje como Life, Paris-Match y Esquire, y para cualquiera
resulta duro aguantar ese paquete. Yo no creo en mi propia imagen, pero me
divierto mucho con ella.
A pesar de su prolongada trayectoria, María Félix nunca
se sintió poseedora de todos los secretos del cine. “Hice cuarenta y siete
películas a lo largo de mi carrera, pero mi aprendizaje nunca terminó. Cada
papel me enseñaba algo nuevo. Todos me exigían transformaciones: cambios de
ropa, cambios de lenguaje, cambios de mentalidad.” Existe una relación de mutua
interdependencia entre el guión y el actor.
“Las historias que uno lee en el libreto varían al irse filmando. Nada
es definitivo: hasta la trama puede modificarse a última hora y los personajes pueden
ganar o perder importancia según la capacidad del actor.” Así en el cine como
en la vida.
María no ocultó su temor ante el paso del tiempo y el
deterioro físico, pero le atemorizaba aún más la posible pérdida del interés
por la vida. “Yo no le tengo miedo a la vejez, le tengo miedo a algo más
peligroso: al derrumbe de una mujer. No le temo a las canas ni a las arrugas,
sino a la falta de interés por la vida. No le tengo miedo a que me caigan los
años encima, sino a caerme yo misma.” Y para dar crédito a las palabras
concluía su reflexión con un solemne juramento: “Yo no tengo la obsesión de que
me caen los años, lo juro por los clavos de una puerta vieja”.
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