martes, 19 de febrero de 2013

María Félix: advertencias sobre el éxito

Es ampliamente reconocida la trayectoria de María Félix en el cine mexicano en tiempos en que no era fácil hacer las cosas bien. “(…) yo no puedo hablar más que del cine mexicano que me tocó vivir, un cine difícil, con pocos medios, donde todo estaba preparado para que una película saliera mal”. Ser la actriz que ella quiso ser le exigió mucha fuerza de carácter y profesionalismo. 
 
Y había que tener unas entretelas de acero para llevar una carrera como la que llevé, porque el espectáculo, como cualquier otra profesión, es duro y canijo si uno lo toma en serio, pero más canijo todavía con quienes lo toman a la ligera. Por casualidad se puede tener un acierto dos o tres días, un aplauso dos o tres meses, pero un éxito de varias décadas ya no es cuestión de suerte: es cuestión de agallas.

Una de sus grandes virtudes fue reconocer limitaciones y proponerse superarlas en base al esfuerzo. “Como yo estaba en desventaja por ser una improvisada, tenía que estudiar mucho para sentirme segura. Siempre llegué al rodaje con mis diálogos aprendidos, con toda la película en la cabeza.”

El trato de María Félix con el éxito fue, cuando menos, respetuoso: sin dejar de reconocerse como una verdadera diva del cine, la Doña no se dejó seducir por sus encantos aun cuando en muchos momentos parecía tener al mundo a sus pies.
 
Antes de viajar a Madrid rechacé una oferta de matrimonio de Jorge Pasquel, que puso a mis pies una de las mayores fortunas de México. Pasquel era de Veracruz y conocía desde la infancia a Miguel Alemán, quien le daba trato de hermano. Cuando me hizo la corte estaba en la cumbre de su poder, porque su amistad con el presidente le abría todas las puertas, dentro y fuera de México. Tenía un físico de atleta, pero su principal atractivo era el desprendimiento. No reparaba en gastos con tal de halagar a una mujer. Cuando hice Maclovia me llenó de atenciones. Una vez le dije por teléfono que se había acabado el hielo en el hotel de Pátzcuaro donde estaba hospedada con todo el equipo de filmación y a la mañana siguiente me mandó un hidroavión con un refrigerador. Le di las gracias impresionada y él quiso mandarme todos los días el hidroavión con manjares y golosinas. (…)
Otro detalle magnífico suyo fue sacarme de un aprieto cuando me quedé sin maletas en Nueva York. Estaba trabajando en un teatro latino, en un show en el que tocaba la guitarra y cantaba canciones de Lara. Yo no tenía voz pero era entonada para cantar bajito, y ganaba mis buenos dólares con esas presentaciones. Un sábado, cuando ya estaba por terminar mi temporada en el teatro, el equipo de ayudantes que me acompañó al viaje se fue al aeropuerto con mis cuarenta maletas, dejándome sin un triste vestido para el día siguiente. Al verme sin ropa llamé por teléfono a Jorge y le dije:
-Fíjate que estoy en un momento difícil. Se llevaron mis maletas y no sé qué hacer, es sábado y todas las tiendas están cerradas.
-No te apures –me tranquilizó-, en este momento llamo al Saks de la Quinta Avenida. Voy a pedir que te abran la tienda para que saques lo que necesites.
Minutos después me habló por teléfono la señorita de public relations de Saks para decirme que fuera de inmediato a escoger la ropa que me gustara porque lo había pedido mister Pasquel. Vino a recogerme una limusina, me abrieron la tienda para mí sola y esto fue que pieles por aquí, que vestidos por allá y docenas de zapatos, abrigos, sombreros.

“El éxito es traicionero, cambia a las personas. Hay que tener los pies en la tierra para asimilarlo y no dejar que nos gane la partida.” Para lograrlo, María Félix desarrolló una serie de estrategias que le permitieron mantenerse a buen recaudo. Decidió hacer frente a los elogios permanentes, a las ponderaciones sin límites y no creer en la imagen de sí misma que el público le devolvía. Y así fueron surgiendo las dos Marías.

Con la imagen que el público se ha hecho de mí no hubiera podido vivir. Tuve que hacerme mi propia imagen para no perder el equilibrio. Desde que empecé a triunfar hice una separación entre mi verdadero ser y la imagen que reflejo. Si yo me hubiera creído tan maravillosa como la gente decía de mí, hace tiempo que me hubiera vuelto loca o drogadicta o alcohólica. Todo el mundo me festejaba por cualquier cosa: ¡Oh, qué inteligencia! ¡Qué guapa! ¡Qué gran sentido del humor! ¡Cómo viste, qué elegancia! Nunca me creí tan guapa, ni tan simpática, ni tan inteligente, ni tan divertida. Yo siempre guardé mis distancias con la otra María sin dejar que su reflejo me encandilara.

Para María Félix no fue tan difícil convertirse en estrella de cine sino soportar los costos de la celebridad.

Ser una estrella de cine no es difícil. Lo difícil es aguantar el éxito. Emborracha, marea mucho más que una botella de aguardiente barato. Se necesita tener la tripa sonorense, la pata en la tierra, para seguir siendo más o menos normal. He conocido el gran éxito, me han llamado la mujer más hermosa del mundo en revistas internacionales de gran tiraje como Life, Paris-Match y Esquire, y para cualquiera resulta duro aguantar ese paquete. Yo no creo en mi propia imagen, pero me divierto mucho con ella.

A pesar de su prolongada trayectoria, María Félix nunca se sintió poseedora de todos los secretos del cine. “Hice cuarenta y siete películas a lo largo de mi carrera, pero mi aprendizaje nunca terminó. Cada papel me enseñaba algo nuevo. Todos me exigían transformaciones: cambios de ropa, cambios de lenguaje, cambios de mentalidad.” Existe una relación de mutua interdependencia entre el guión y el actor.  “Las historias que uno lee en el libreto varían al irse filmando. Nada es definitivo: hasta la trama puede modificarse a última hora y los personajes pueden ganar o perder importancia según la capacidad del actor.” Así en el cine como en la vida.

María no ocultó su temor ante el paso del tiempo y el deterioro físico, pero le atemorizaba aún más la posible pérdida del interés por la vida. “Yo no le tengo miedo a la vejez, le tengo miedo a algo más peligroso: al derrumbe de una mujer. No le temo a las canas ni a las arrugas, sino a la falta de interés por la vida. No le tengo miedo a que me caigan los años encima, sino a caerme yo misma.” Y para dar crédito a las palabras concluía su reflexión con un solemne juramento: “Yo no tengo la obsesión de que me caen los años, lo juro por los clavos de una puerta vieja”.

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