martes, 19 de marzo de 2013

El director de orquesta


En una época como la actual, caracterizada por tendencias democráticas que ponen énfasis (por lo pronto en forma teórica) en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, desafina la figura del director de orquesta que mantiene sus muchas prerrogativas autoritarias procedentes del pasado y que huelen a otros tiempos. Todo parece indicar que quienes desempeñan esa función no están dispuestos a dejarse contagiar por las tendencias populistas en boga.

En su libro Masa y poder, Elías Canetti presenta un perfil muy completo del Maestro (palabra que en este caso alcanza su máximo esplendor) y a partir de ello caracteriza el poder que detenta.

No hay expresión más ilustrativa del poder que la conducta del director de orquesta. Cada detalle de su actuación en público es significativo; cualquiera de sus gestos arroja luz sobre la naturaleza del poder. Quien nada supiera acerca de este, podría deducir una tras otra sus propiedades observando con atención a un director de orquesta. Que esto nunca haya ocurrido se debe a una razón evidente: la música, que el director controla, es para el público lo principal, y se da por sentado que la gente va a los conciertos para escuchar sinfonías. El propio director es el más convencido de ello; su actividad, cree él, está al servicio de la música y ha de transmitirla con precisión, nada más.
El director se considera el primer servidor de la música. Está tan imbuido de ella que simplemente no se le ocurre pensar que su actividad pueda tener un segundo sentido, extramusical. Él sería el primer sorprendido por la interpretación que expondremos a continuación.
El director de orquesta está de pie. La posición erguida del hombre como reminiscencia arcaica sigue siendo relevante en muchas representaciones del poder. Está de pie solo. A su alrededor están sentados los integrantes de la orquesta; detrás de él, los oyentes. No deja de ser extraño que solo él esté de pie. Y lo está sobre un podio; es visible por delante y por detrás. Por delante, sus movimientos producen efectos sobre la orquesta; por detrás, sobre los oyentes. En sentido estricto, dirige la orquesta con la mano sola, o con la mano y la batuta. Con un gesto mínimo da vida de pronto a esta o aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece. Así tiene poder sobre la vida y la muerte de las voces. Una voz que lleva largo rato muerta puede resucitar a una orden suya. La diversidad de los instrumentos se corresponde con la de los hombres. La orquesta es como una asamblea de los más relevantes tipos humanos. Su disposición a obedecer permite al director transformarlos en una unidad, que él pasa a representar en su nombre, ante la mirada de todos.
La obra musical que dirige, que suele ser de cierta complejidad, le exige la máxima atención. Ecuanimidad y rapidez se cuentan entre sus atributos principales. Deberá corregir velozmente a quienes infrinjan las leyes, que le han sido dadas en forma de partitura. Hay otros que también las tienen y pueden controlar su ejecución, pero solamente él decide, y juzga en el acto las faltas cometidas. Que esto suceda en público y todos puedan verlo sin perder detalle, otorga al director una peculiar conciencia de su propio valor. Se acostumbra a que lo vean, y cada vez le cuesta más no ser visto.

Pero no se crea que esta indiscutida autoridad del director de orquesta se limita a su tropa musical sino que la trasciende teniendo efecto también sobre el público asistente al concierto. Prosigue Canetti

El silencio del público sentado forma parte de los objetivos del director tanto como la docilidad de la orquesta. El auditorio es obligado a permanecer inmóvil. Antes de que salga el director y empiece el concierto, el público conversa y se mueve en desorden. La presencia de los músicos no perturba a nadie, casi no se les presta atención. De pronto, aparece el director y se hace el silencio. El director se sube al podio; carraspea; levanta la batuta: todos enmudecen y ya nadie se mueve. Mientras él dirija, al público no le estará permitido moverse. En cuanto él termine, los oyentes deberán aplaudir. Todas las ganas de moverse que la música despierta y acrecienta en el público deberán contenerse hasta el final, para estallar entonces. (…)
Durante el concierto, el director es un guía para la multitud reunida en la sala. Está al frente de ella y le da la espalda. Es a él a quien siguen, pues da el primer paso. Pero en lugar de darlo con el pie, lo da con la mano. El itinerario que esta va trazando dentro de la música sustituye al camino que seguirían sus piernas. La multitud que colma la sala es raptada por el director, cuyo rostro no llega a ver en ningún momento. Es un raptor inexorable que no permite descanso alguno. Su espalda se yergue ante los oyentes como si fuese una meta. Si se volviera una vez, siquiera una sola, se rompería el hechizo. El camino que los oyentes recorren ya no sería tal y, decepcionados, se verían sentados en una sala inmóvil. Pero pueden confiar en que no se volverá, porque mientras ellos lo siguen él debe dominar al pequeño ejército de músicos profesionales que tiene delante. También en esto lo ayuda la mano, que, sin embargo, no se limita a marcar los pasos, como para que los que están detrás, sino que imparte órdenes.

El público asistente a los conciertos de la denominada “música culta” está integrado por iniciados que conocen y respetan todos los gestos propios del devoto. Los neófitos que quieran incursionar en el terreno deberán observar las reglas prescritas y en caso de no ser así quedarán marcados por la vergüenza pública. Ejemplo de ello son las Reglas básicas de comportamiento en  los conciertos que expone Soledad González Lobo.

Regla 1. Si no se sabe cuándo aplaudir por no conocer una obra, se espera a que empiece a aplaudir quien lo sabe. Siempre hay alguien, se lo aseguro.
Regla 2. Los cambios de movimiento, silencios y pausas similares son parte de la música. Una parte silenciosa. Eso quiere decir sin ruido. No es una cortesía del autor para que el público pueda charlar un rato y tosa. Si Brahms o Schubert hubieran deseado incluir un coro de tísicos agonizantes, lo habrían hecho constar en la partitura.
Regla 3. No se entra tarde. No se sale antes de que se vaya el director. No se levanta uno antes de que se vaya el director. Es una absoluta falta de respeto. Si no le ha gustado, no aplauda. Si llega tarde a algún sitio, no vaya al concierto. O váyase tras la primera parte. (...)

De tal manera que el director no sólo rige los destinos de sus músicos sino también el comportamiento del público. Afirma Canetti

La intensísima mirada del director abarca toda la orquesta, cada uno de cuyos integrantes se siente observado por él, pero sobre todo escuchado. Las distintas partes instrumentales son las opiniones y convicciones a las que el director presta la máxima atención. Es omnisciente, pues mientras que los músicos tienen delante solo sus partes instrumentales, él tiene la partitura completa en la cabeza o en su atril. Sabe con toda exactitud qué le está permitido a cada uno en cada momento. El hecho de que preste atención a todos juntos le confiere el don de la omnipresencia. Está, por así decirlo, en la cabeza de todos y cada uno. Sabe lo que cada cual ha de hacer y también lo que está haciendo. Él, suma viviente de las leyes, domina los dos lados del mundo moral. Su mano ordena o impide lo que debe o no debe hacerse. Su oído ausculta el aire en busca de lo proscrito. Para la orquesta, el director representa así, de hecho, la obra entera, en su simultaneidad y en su duración; y como durante el concierto el mundo no ha de consistir en nada que no sea la obra misma, en ese lapso concreto él se convierte en el amo del mundo.

Sin embargo este autócrata tiene también su lado flaco: la susceptibilidad a los aplausos -o mejor aún, a la franca ovación-, a la aprobación del público entendedor que asiste a los conciertos. Al respecto concluye Elías Canetti

El director se inclina ante las manos que aplauden. Por ellas regresa al escenario, y lo hará cada vez que se lo pidan. Solo está a merced de esas manos, y por ellas vive realmente. Es la antigua aclamación prodigada al victorioso lo que así le brindan. La magnitud de la victoria se manifiesta en la intensidad del aplauso. Victoria y derrota se convierten en el marco en el que se articula su configuración psíquica. Nada cuenta fuera de ellas; todo lo que llena normalmente la vida de los demás se transforma aquí en victoria y derrota.

El director de orquesta parece otro al concluir la función. Se relaja, sonríe, agradece, se hace a un lado para dar lugar al reconocimiento a cada uno de los músicos que destacaron en los diversos momentos del concierto, se inclina ante el público.

Tal vez al bajar del podio y dejar la batuta se reencuentre con su otro yo que allí le estaba aguardando, con aquél que suele ser regañado por su esposa y desobedecido por sus hijos.

No hay comentarios: