En una época como la actual, caracterizada por tendencias democráticas que
ponen énfasis (por lo pronto en forma teórica) en la igualdad de todos los
ciudadanos ante la ley, desafina la figura del director de orquesta que
mantiene sus muchas prerrogativas autoritarias procedentes del pasado y que
huelen a otros tiempos. Todo parece indicar que quienes desempeñan esa función
no están dispuestos a dejarse contagiar por las tendencias populistas en boga.
En su libro Masa y poder, Elías
Canetti presenta un perfil muy completo del Maestro
(palabra que en este caso alcanza su máximo esplendor) y a partir de ello
caracteriza el poder que detenta.
No hay expresión más ilustrativa del poder que la
conducta del director de orquesta. Cada detalle de su actuación en público es
significativo; cualquiera de sus gestos arroja luz sobre la naturaleza del
poder. Quien nada supiera acerca de este, podría deducir una tras otra sus
propiedades observando con atención a un director de orquesta. Que esto nunca
haya ocurrido se debe a una razón evidente: la música, que el director
controla, es para el público lo principal, y se da por sentado que la gente va
a los conciertos para escuchar sinfonías. El propio director es el más
convencido de ello; su actividad, cree él, está al servicio de la música y ha
de transmitirla con precisión, nada más.
El director se considera el primer servidor de la música.
Está tan imbuido de ella que simplemente no se le ocurre pensar que su
actividad pueda tener un segundo sentido, extramusical. Él sería el primer
sorprendido por la interpretación que expondremos a continuación.
El director de orquesta está de pie. La posición erguida del hombre como reminiscencia arcaica
sigue siendo relevante en muchas representaciones del poder. Está de pie solo. A su alrededor están sentados los
integrantes de la orquesta; detrás de él, los oyentes. No deja de ser extraño
que solo él esté de pie. Y lo está sobre un podio; es visible por delante y por
detrás. Por delante, sus movimientos producen efectos sobre la orquesta; por
detrás, sobre los oyentes. En sentido estricto, dirige la orquesta con la mano
sola, o con la mano y la batuta. Con un gesto mínimo da vida de pronto a esta o
aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece. Así tiene poder sobre
la vida y la muerte de las voces. Una voz que lleva largo rato muerta puede
resucitar a una orden suya. La diversidad de los instrumentos se corresponde
con la de los hombres. La orquesta es como una asamblea de los más relevantes
tipos humanos. Su disposición a obedecer permite al director transformarlos en
una unidad, que él pasa a representar en su nombre, ante la mirada de todos.
La obra musical que dirige, que suele ser de cierta
complejidad, le exige la máxima atención. Ecuanimidad y rapidez se cuentan
entre sus atributos principales. Deberá corregir velozmente a quienes infrinjan
las leyes, que le han sido dadas en forma de partitura. Hay otros que también
las tienen y pueden controlar su ejecución, pero solamente él decide, y juzga
en el acto las faltas cometidas. Que esto suceda en público y todos puedan
verlo sin perder detalle, otorga al director una peculiar conciencia de su
propio valor. Se acostumbra a que lo vean,
y cada vez le cuesta más no ser visto.
Pero no se crea que esta indiscutida autoridad del director de orquesta se
limita a su tropa musical sino que la
trasciende teniendo efecto también sobre el público asistente al concierto.
Prosigue Canetti
El silencio del público sentado forma parte de los
objetivos del director tanto como la docilidad de la orquesta. El auditorio es
obligado a permanecer inmóvil. Antes de que salga el director y empiece el
concierto, el público conversa y se mueve en desorden. La presencia de los
músicos no perturba a nadie, casi no se les presta atención. De pronto, aparece
el director y se hace el silencio. El director se sube al podio; carraspea;
levanta la batuta: todos enmudecen y ya nadie se mueve. Mientras él dirija, al
público no le estará permitido moverse. En cuanto él termine, los oyentes
deberán aplaudir. Todas las ganas de moverse que la música despierta y
acrecienta en el público deberán contenerse hasta el final, para estallar
entonces. (…)
Durante el concierto, el director es un guía para la
multitud reunida en la sala. Está al frente de ella y le da la espalda. Es a él
a quien siguen, pues da el primer paso. Pero en lugar de darlo con el pie, lo
da con la mano. El itinerario que esta va trazando dentro de la música
sustituye al camino que seguirían sus piernas. La multitud que colma la sala es
raptada por el director, cuyo rostro no llega a ver en ningún momento. Es un
raptor inexorable que no permite descanso alguno. Su espalda se yergue ante los
oyentes como si fuese una meta. Si se volviera una vez, siquiera una sola, se
rompería el hechizo. El camino que los oyentes recorren ya no sería tal y,
decepcionados, se verían sentados en una sala inmóvil. Pero pueden confiar en
que no se volverá, porque mientras ellos lo siguen él debe dominar al pequeño
ejército de músicos profesionales que tiene delante. También en esto lo ayuda
la mano, que, sin embargo, no se limita a marcar los pasos, como para que los
que están detrás, sino que imparte órdenes.
El público asistente a los conciertos de la denominada “música culta” está integrado
por iniciados que conocen y respetan todos los gestos propios del devoto. Los
neófitos que quieran incursionar en el terreno deberán observar las reglas
prescritas y en caso de no ser así quedarán marcados por la vergüenza pública.
Ejemplo de ello son las Reglas básicas de comportamiento
en los conciertos que expone Soledad González Lobo.
Regla 1. Si no se sabe cuándo aplaudir
por no conocer una obra, se espera a que empiece a aplaudir quien sí lo sabe. Siempre hay alguien, se lo
aseguro.
Regla 2. Los cambios de movimiento,
silencios y pausas similares son parte de la música. Una parte silenciosa. Eso
quiere decir sin ruido. No es una cortesía del autor para que el público pueda
charlar un rato y tosa. Si Brahms o Schubert hubieran deseado incluir un coro
de tísicos agonizantes, lo habrían
hecho constar en la partitura.
Regla 3. No se entra tarde. No se sale
antes de que se vaya el director. No se
levanta uno antes de que se vaya el director. Es una absoluta falta de
respeto. Si no le ha gustado, no aplauda. Si llega tarde a algún sitio, no vaya
al concierto. O váyase tras la primera parte. (...)
De tal manera que el
director no sólo rige los destinos de sus músicos sino también el
comportamiento del público. Afirma Canetti
La intensísima mirada del director abarca toda la
orquesta, cada uno de cuyos integrantes se siente observado por él, pero sobre
todo escuchado. Las distintas partes instrumentales son las opiniones y
convicciones a las que el director presta la máxima atención. Es omnisciente, pues mientras que los
músicos tienen delante solo sus partes instrumentales, él tiene la partitura
completa en la cabeza o en su atril. Sabe con toda exactitud qué le está
permitido a cada uno en cada momento. El hecho de que preste atención a todos
juntos le confiere el don de la omnipresencia.
Está, por así decirlo, en la cabeza de todos y cada uno. Sabe lo que cada cual
ha de hacer y también lo que está haciendo. Él, suma viviente de las leyes,
domina los dos lados del mundo moral. Su mano ordena o impide lo que debe o no
debe hacerse. Su oído ausculta el aire en busca de lo proscrito. Para la
orquesta, el director representa así, de hecho, la obra entera, en su
simultaneidad y en su duración; y como durante el concierto el mundo no ha de
consistir en nada que no sea la obra misma, en ese lapso concreto él se
convierte en el amo del mundo.
Sin embargo este autócrata tiene también su lado flaco: la susceptibilidad a
los aplausos -o mejor aún, a la franca ovación-, a la aprobación del público
entendedor que asiste a los conciertos. Al respecto concluye Elías Canetti
El director se inclina ante las manos que aplauden. Por
ellas regresa al escenario, y lo hará cada vez que se lo pidan. Solo está a
merced de esas manos, y por ellas vive realmente. Es la antigua aclamación
prodigada al victorioso lo que así le brindan. La magnitud de la victoria se
manifiesta en la intensidad del aplauso. Victoria y derrota se convierten en el
marco en el que se articula su configuración psíquica. Nada cuenta fuera de ellas;
todo lo que llena normalmente la vida de los demás se transforma aquí en
victoria y derrota.
El director de orquesta parece otro al concluir la función. Se relaja, sonríe,
agradece, se hace a un lado para dar lugar al reconocimiento a cada uno de los
músicos que destacaron en los diversos momentos del concierto, se inclina ante
el público.
Tal vez al bajar del podio y dejar la batuta se reencuentre con su otro yo
que allí le estaba aguardando, con aquél que suele ser regañado por su esposa y
desobedecido por sus hijos.
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