jueves, 21 de marzo de 2013

La mostaza, un condimento de alcurnia


Entre los condimentos de toda buena cocina, la mostaza ocupa un lugar preponderante aun cuando es posible suponer que de un tiempo a esta parte ha venido perdiendo calidad en forma paulatina. Y es que en sus buenos tiempos la mostaza supo tener buenos tratos con la nobleza. B.A. Grimod de la Reynière, destacado conocedor de la comida francesa, ofrece una reseña al respecto en la que destacan sus cualidades en tanto estimulante del apetito así como la de constituir un socorrido recurso de los cocineros para encubrir sus errores.

De todos los estimulantes que acuden a la mesa para dar más sabor a los platos, para aguijonear el apetito, para enmascarar los fallos de los cocineros y hacer honor a todo lo que se nos ofrece, la mostaza es sin duda el que, bajo todos los aspectos, merece el primer puesto, por su antigüedad, tan vieja como la historia del pueblo judío, por sus cualidades bienhechoras y por la modicidad de su precio.

Por si fuera poco, siempre de acuerdo con Grimod de la Reynière, sus virtudes en la farmacopea no son menores y es altamente recomendable para hacer frente a dolencias y síntomas varios.

Si nos fiamos de los médicos, este condimento, cuyo uso dietético es tan general y que tan bien acompaña a todas las carnes asadas o hervidas, predispone poderosamente los órganos de la digestión, aumenta, por la ligera irritación que causa, la fuerza y elasticidad de las fibras, crea en el estómago y en los intestinos jugos gástricos, disuelve las materias grasas y favorece el paso del resto de los alimentos, acelerando el movimiento peristático.
La mostaza, pues, conviene singularmente a los estómagos perezosos, a los temperamentos fríos, tibios y débiles, es saludable a los que tienen estómago e intestinos entorpecidos por viscosidades y es muy buena para los ancianos a causa de la humedad de su cerebro.

Dado este conjunto de virtudes a Grimod de la Reynière le resulta inconcebible que durante mucho tiempo nadie pareció estar interesado en experimentar con ella procurando mejorar su calidad.

A pesar de tan preciosas cualidades generalmente reconocidas y que nadie pone en duda, parece increíble que la preparación de la mostaza, abandonada a manos vulgares no haya progresado nada en Francia hasta mediados del siglo XVIII. En primer lugar, los aprendices de vinagrero se juramentaban para no revelar a nadie el secreto del vinagre y, por lo tanto, el de la mostaza. Pero este supuesto secreto oculto de la comunidad era sólo ciega rutina que nadie se encargaba de perfeccionar. La química, que divagaba entonces por vanas aberraciones, no había aún aplicado sus conocimientos a las artes alimentarias, y los que cultivaban esta ciencia buscaban la piedra filosofal y no la perfección de la mostaza.
Capitaine, llamado «El Conde», vinagrero en la plaza de L'Ecole en París, fue el primero en salirse de los caminos trillados. Los ensayos de Capitaine no fueron superados, y su mostaza gozó de gran prestigio a pesar de sus imperfecciones. Pero lo que le hace merecedor del reconocimiento de los golosos es haber sido el maestro de los dos mostaceros más ilustres de la villa de París, Maille y Bordin.

Fue así que la elaboración de mostaza llegó a un perfeccionamiento tal que se convirtió en una especialidad en sí misma dentro de la cocina de alto nivel y hacen su aparición los maestros mostaceros. Álvaro Cunqueiro, otro gran conocedor del tema culinario y reconocido catador de vinos, vincula el origen del gorro típico de los cocineros con la mostaza.

Hay quien sostiene que los cocineros comenzaron a usar sus altos y blancos gorros en las cocinas papales de Aviñón, y precisamente bajo el pontificado de Juan XXII, muy aficionado a la mostaza, a quien visitaba gente de su país natal, lejanos parientes rouergueses, que todos traían la ciencia de la mostaza, y se pusieron espontáneamente por escalafón en la mostacería, colocando hilos de oro, según su antigüedad, en «los blancos gorros».

Basta con asomarse a la historia de la cocina para descubrir que muchos sibaritas juzgarían con desagrado tanto el sabor de la mostaza como el uso que se le dispensa en la actualidad, cuando en muchos hogares solamente hace su aparición acompañando salchichas, hot dogs, frankfurters, panchos o como quiera y guste llamárseles. No sería menor el disgusto al observar que se lleva con hamburguesas o papas a la francesa y seguramente menos aún les apetecería al verla dentro de un recipiente plástico.

A no dudar que de tamaña impresión el temperamento podría volverse frío, tibio y débil.

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