martes, 12 de marzo de 2013

La dictadura de las marcas

Identificar a los productos por sus marcas no es cosa nueva, pero en tiempos de consumismo es desmesurada la trascendencia que han adquirido. Víctor Roura –siguiendo las consideraciones de Naomi Klein- aborda la cuestión.
 
A partir de los noventa, los ciudadanos hemos sido inundados de una fervorosa y apabullante publicidad. La hay, dice Naomi Klein, "en las bancas de los parques nacionales y en los formularios con que se piden los libros de las bibliotecas públicas, y en diciembre de 1998 la NASA reveló que pensaba vender espacios publicitarios en sus estaciones orbitales. Pepsi aún no ha cumplido la amenaza de proyectar su logo en la superficie de la Luna, pero la empresa Mattel pintó toda una calle de Salford, en Inglaterra, con el 'espantoso tono rosa' de los chicles: las casas, los porches, los árboles, las aceras, los perros y los coches eran accesorios de las celebraciones televisivas del Mes de la Muñeca Barbie Rosa".
 
En este entorno es necesaria la existencia de logos que permitan identificar en forma inequívoca a las diferentes marcas. Así, las imágenes quedan indisolublemente asociadas a ciertos productos. A la marca y al logo hay que agregarle un eslogan, definido en el diccionario como “fórmula concisa y pegadiza usada por la publicidad o por la propaganda política” (lo que hasta cierto punto es un pleonasmo ya que las campañas electorales suelen estar regidas por los mismos criterios que la publicidad). El hallazgo de un buen eslogan tiene sus secretos y cabe recordar que algunos escritores, como Salvador Novo, ganaron mucho más por un eslogan acertado que por buena parte de su obra. Asimismo se presentan situaciones sorprendentes como la de que el eslogan: Vivir es increíble ® está registrado por Grupo Nacional Provincial, una compañía de seguros mexicana. ¿Quiere esto decir que hay que pagar derechos a dicha compañía por decir esa frase? Si así fuera, sería doblemente acertada la expresión: Vivir es increíble (perdón, Vivir es increíble ®).
 
Logo, eslogan y marca llegan a adquirir elevados precios, tal como lo señala Naomi Klein, citada por Víctor Roura.
 
(…) (en 1988, Philip Morris) "compró Kraft por 12 600 000 dólares, seis veces más del valor teórico de la empresa. Aparentemente, la diferencia de precio representaba el costo de la palabra Kraft. Por supuesto, Wall Street sabía que décadas de mercadotecnia y de publicidad de las marcas habían incrementado el valor de las empresas muy por encima de sus activos y de sus ventas anuales totales. Pero con la compra de Kraft se había atribuido un enorme valor en dólares a algo que antes había sido abstracto e indefinido: el nombre de una marca.
 
Las marcas pretenden superarse a sí mismas y aun cuando una lectura literal de ello podría sugerir que estamos realizando la crónica de alguna competencia deportiva, nos referimos a otra cosa: a ser mucho más que el producto al que refieren. Tal vez un precursor de esto fue Narcís de Carreras cuando en 1968 afirmó que “el Barça es algo más que un club de fútbol (…), más que todas las cosas es un espíritu que llevamos muy arraigado (…)”. Y vaya que casi medio siglo después el Barça es mucho más que un club de fútbol… Pero volvamos a Roura.

Con la manía desaforada de las marcas ha aparecido, a la vez, una nueva especie de empresario, "que nos informa con orgullo de que la marca X no es un producto sino un estilo de vida, una actitud, un conjunto de valores, una apariencia personal y una idea", de modo que, ahora, los conceptos funcionales también se han trastocado: el objetivo de Nike no consiste en vender zapatos deportivos sino en ser "una empresa deportiva"; Polaroid no sólo vende cámaras, sino es "un lubricante social"; IBM no vende computadoras, sino "soluciones empresariales"; Swatch "no se ocupa de relojes, sino de la idea del tiempo". La marca rebasa al propio producto.

Es importante señalar que las marcas pretenden distinguirse tanto por la calidad de sus productos como por el prestigio que otorgan al usuario, aunque detrás existan historias que se quieren ocultar. Así,  no es secreto para nadie que en muchas de ellas se contratan menores que laboran en condiciones inhumanas y reciben pagos denigrantes. Pero eso no se ve. Lo que sí se ve es el prestigio, el glamour y –para usar una antigüedad del lenguaje- lo chic. No sólo hay que ser exitoso sino parecerlo, formando parte del selecto grupo de los escogidos ya que, como es sabido, el éxito se reserva el derecho de admisión. Según Marcos Aguinis

Persiste la tendencia a encolumnarse tras el sector más exitoso. De ahí la gravitación que han conseguido determinadas marcas, convertidas en emblemas. Las marcas equivalen a un antiguo tótem. Las venera el fervor de millones. (…) La marca se ha impuesto en la sociedad de consumo. Facilita el ingreso al club de los mejores. Brinda, consciente o inconscientemente, seguridad y autoestima. Lo cual, desde luego, general placer.

Hace tiempo que las marcas pasaron del interior al exterior del producto, de no verse a exhibirse. Ello significó el desempleo para el antiguo hombre-anuncio ya que hay mucha gente que realiza ese tipo de propaganda y de manera totalmente gratuita.

La propaganda que las marcas realizan en los medios resulta muy efectiva e influye en los comportamientos de personas de todas las edades. Los adultos se esfuerzan, a veces se desviven, por comprar ciertos autos, usar determinada ropa, consumir algunos productos.

Muchos adolescentes creen que adquieren identidad al poseer ciertas marcas y ello les permite ser alguien (en edades en las que nadie quiere pasar desapercibido o vivir en el anonimato). Estos mandatos consumistas se trasmiten por los mismos medios que con frecuencia informan escandalizados acerca del robo (violento en muchas ocasiones) que un adolescente ejerce sobre otro para apropiarse de sus zapatos deportivos de marca. Sí, la expresión ya adquirió ciudadanía: “de marca”, y es así que nadie quiere ser “marca libre”.

Hay niños que discriminan a sus propios compañeros de escuela porque sus papás tienen un carro de marca más humilde o porque no usan ropa de marca. Y es así que las marcas, conocedoras del efecto de la publicidad en los consumidores, no escatiman dinero ni procedimientos para lograr vender más. Víctor Roura –citando nuevamente a Naomi Klein- proporciona un ejemplo de ello.  

El estilo de la calle y la cultura juvenil son artículos infinitamente comercializables. Lo saben muy bien los industriales de las marcas. Hacia el otoño de 1998, el fabricante coreano de coches Daewoo "contrató a dos mil estudiantes universitarios de 200 instituciones para que hablaran a sus amigos sobre esos automóviles. De manera semejante, Anheuser-Busch paga a destacamentos de universitarios estadounidenses para promover la cerveza Budweiser en fiestas y bares. (…)”
 
Y como no podía ser de otra, en la dictadura de las marcas la piratería se hace presente: no es igual pero quiere parecérsele y si bien con ello uno no integra el grupo selecto, tampoco formará parte de los más excluidos (de los que ni a pirata llegan). A este respecto dice Marcos Aguinis

Quienes no pueden adquirir marcas auténticas apelan a las falsificaciones, convertidas en plaga industrial. Hasta se sospecha que las favorecen los propietarios de las marcas verdaderas para azuzar el mercado. Relojes, carteras, zapatillas, remeras, llaveros y miles de otros artículos exhiben su logo como si fuese un blasón nobiliario.
 
La piratería se ha ido extendiendo, perfeccionando y, como decía Aguinis, no sería raro encontrar que las propias marcas controlan una parte del mercado de la piratería. Lo falso y lo auténtico entran en una relación que puede alcanzar niveles desopilantes, como el vivido por Antonio Tabucchi.
 
(...) Me acerqué al puesto de una vieja gitana vestida de negro, con un pañuelo amarillo en la cabeza. En su tenderete había un montón de camisetas Lacoste impecables, a las que sólo les faltaba el cocodrilo. Gitana -la llamé- vengo a comprar. ¿Pero qué te pasa, hijo mío? -preguntó la vieja gitana al ver mi camisa-, ¿tienes la malaria o qué? No sé lo que tengo, gitana, -respondí-, estoy sudando como un caballo, necesito una camisa limpia, o mejor dos. Luego te diré yo lo que tienes -dijo la vieja gitana-, pero antes cómprame las camisas, hijo mío, no puedes seguir en esas condiciones: el sudor que se seca en la espalda causa enfermedades. ¿Qué me aconsejas -pregunté-, una camisa o una camiseta? La vieja gitana reflexionó un instante. Te aconsejo una camiseta Lacoste, -dijo luego-, son más fresquitas, si quieres una Lacoste falsa cuesta 500 escudos, una auténtica cuesta 520. Caramba, dije, una Lacoste por 520 escudos me parece muy barata, pero, ¿qué diferencia hay entre una falsa y una auténtica?
Tener una Lacoste auténtica es muy fácil, dijo la vieja gitana, primero compras una falsa, que cuesta 500 escudos, después compras el cocodrilo, que cuesta 20 escudos y es autoadhesivo, pegas el cocodrilo en su sitio y ya tienes una camiseta auténtica. Me mostró una bolsa llena de cocodrilos. Además, dijo, por 20 escudos te doy cuatro cocodrilos, hijo mío, así te quedas con tres de reserva, que muchas veces estos adhesivos son una lata porque se despegan.
 
En nuestras sociedades de la simulación se multiplican quienes, a la manera de aquella gitana, son verdaderos artistas en convertir lo falso en auténtico y por unos pocos pesos más nos venden unos cuantos cocodrilos por aquello de si las moscas.       

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