Identificar a los productos por sus marcas no es cosa
nueva, pero en tiempos de consumismo es desmesurada la trascendencia que han
adquirido. Víctor Roura –siguiendo las consideraciones de Naomi Klein- aborda la
cuestión.
A partir de los noventa, los
ciudadanos hemos sido inundados de una fervorosa y apabullante publicidad. La
hay, dice Naomi Klein, "en las bancas de los parques nacionales y en los
formularios con que se piden los libros de las bibliotecas públicas, y en
diciembre de 1998 la NASA reveló que pensaba vender espacios publicitarios en
sus estaciones orbitales. Pepsi aún no ha cumplido la amenaza de proyectar su logo
en la superficie de la Luna, pero la empresa Mattel pintó toda una calle de
Salford, en Inglaterra, con el 'espantoso tono rosa' de los chicles: las casas,
los porches, los árboles, las aceras, los perros y los coches eran accesorios
de las celebraciones televisivas del Mes de la Muñeca Barbie Rosa".
En este entorno es necesaria la existencia de logos que
permitan identificar en forma inequívoca a las diferentes marcas. Así, las
imágenes quedan indisolublemente asociadas a ciertos productos. A la marca y al
logo hay que agregarle un eslogan, definido en el diccionario como “fórmula
concisa y pegadiza usada por la publicidad o por la propaganda política” (lo
que hasta cierto punto es un pleonasmo ya que las campañas electorales suelen
estar regidas por los mismos criterios que la publicidad). El hallazgo de un buen
eslogan tiene sus secretos y cabe recordar que algunos escritores, como
Salvador Novo, ganaron mucho más por un eslogan acertado que por buena parte de
su obra. Asimismo se presentan situaciones sorprendentes como la de que el eslogan: Vivir es increíble ® está registrado por
Grupo Nacional Provincial, una compañía de seguros mexicana. ¿Quiere esto decir que hay que pagar derechos a
dicha compañía por decir esa frase? Si así fuera, sería doblemente acertada la
expresión: Vivir es increíble (perdón,
Vivir es increíble ®).
Logo, eslogan y marca llegan a adquirir elevados precios,
tal como lo señala Naomi Klein, citada por Víctor Roura.
(…) (en 1988, Philip Morris)
"compró Kraft por 12 600 000 dólares, seis veces más del valor teórico de
la empresa. Aparentemente, la diferencia de precio representaba el costo de la
palabra Kraft. Por supuesto, Wall
Street sabía que décadas de mercadotecnia y de publicidad de las marcas habían
incrementado el valor de las empresas muy por encima de sus activos y de sus
ventas anuales totales. Pero con la compra de Kraft se había atribuido un
enorme valor en dólares a algo que antes había sido abstracto e indefinido: el
nombre de una marca.
Las marcas pretenden superarse a sí mismas y aun cuando una
lectura literal de ello podría sugerir que estamos realizando la crónica de
alguna competencia deportiva, nos referimos a otra cosa: a ser mucho más que el
producto al que refieren. Tal vez un precursor de esto fue Narcís de Carreras
cuando en 1968 afirmó que “el Barça es algo más que un club de fútbol (…), más
que todas las cosas es un espíritu que llevamos muy arraigado (…)”. Y vaya que
casi medio siglo después el Barça es mucho más que un club de fútbol… Pero
volvamos a Roura.
Con la manía desaforada de las marcas
ha aparecido, a la vez, una nueva especie de empresario, "que nos informa
con orgullo de que la marca X no es un producto sino un estilo de vida, una
actitud, un conjunto de valores, una apariencia personal y una idea", de
modo que, ahora, los conceptos funcionales también se han trastocado: el
objetivo de Nike no consiste en vender zapatos deportivos sino en ser "una
empresa deportiva"; Polaroid no sólo vende cámaras, sino es "un
lubricante social"; IBM no vende computadoras, sino "soluciones
empresariales"; Swatch "no se ocupa de relojes, sino de la idea del
tiempo". La marca rebasa al propio producto.
Es importante señalar que las marcas pretenden
distinguirse tanto por la calidad de sus productos como por el prestigio que
otorgan al usuario, aunque detrás existan historias que se quieren ocultar. Así,
no es secreto para nadie que en muchas
de ellas se contratan menores que laboran en condiciones inhumanas y reciben
pagos denigrantes. Pero eso no se ve. Lo que sí se ve es el prestigio, el
glamour y –para usar una antigüedad del lenguaje- lo chic. No sólo hay que ser exitoso
sino parecerlo, formando parte del selecto grupo de los escogidos ya que, como
es sabido, el éxito se reserva el derecho de admisión. Según Marcos Aguinis
Persiste la tendencia a encolumnarse
tras el sector más exitoso. De ahí la gravitación que han conseguido
determinadas marcas, convertidas en emblemas. Las marcas equivalen a un antiguo
tótem. Las venera el fervor de millones. (…) La marca se ha impuesto en la
sociedad de consumo. Facilita el ingreso al club de los mejores. Brinda,
consciente o inconscientemente, seguridad y autoestima. Lo cual, desde luego,
general placer.
Hace tiempo que las marcas pasaron del interior al
exterior del producto, de no verse a exhibirse. Ello significó el desempleo
para el antiguo hombre-anuncio ya que hay mucha gente que realiza ese tipo de
propaganda y de manera totalmente gratuita.
La propaganda que las marcas realizan en los medios
resulta muy efectiva e influye en los comportamientos de personas de todas las
edades. Los adultos se esfuerzan, a veces se desviven, por comprar ciertos
autos, usar determinada ropa, consumir algunos productos.
Muchos adolescentes creen que adquieren identidad al
poseer ciertas marcas y ello les permite ser alguien (en edades en las que
nadie quiere pasar desapercibido o vivir en el anonimato). Estos mandatos
consumistas se trasmiten por los mismos medios que con frecuencia informan
escandalizados acerca del robo (violento en muchas ocasiones) que un
adolescente ejerce sobre otro para apropiarse de sus zapatos deportivos de
marca. Sí, la expresión ya adquirió ciudadanía: “de marca”, y es así que nadie
quiere ser “marca libre”.
Hay niños que discriminan a sus propios compañeros de escuela
porque sus papás tienen un carro de marca más humilde o porque no usan ropa de
marca. Y es así que las marcas, conocedoras del efecto de la publicidad en los
consumidores, no escatiman dinero ni procedimientos para lograr vender más.
Víctor Roura –citando nuevamente a Naomi Klein- proporciona un ejemplo de ello.
El estilo de la calle y la cultura
juvenil son artículos infinitamente comercializables. Lo saben muy bien los
industriales de las marcas. Hacia el otoño de 1998, el fabricante coreano de
coches Daewoo "contrató a dos mil estudiantes universitarios de 200
instituciones para que hablaran a sus amigos sobre esos automóviles. De manera
semejante, Anheuser-Busch paga a destacamentos de universitarios
estadounidenses para promover la cerveza Budweiser en fiestas y bares. (…)”
Y como no podía ser de otra, en la dictadura de las
marcas la piratería se hace presente: no es igual pero quiere parecérsele y si
bien con ello uno no integra el grupo selecto, tampoco formará parte de los más
excluidos (de los que ni a pirata llegan). A este respecto dice Marcos Aguinis
Quienes no pueden adquirir marcas
auténticas apelan a las falsificaciones, convertidas en plaga industrial. Hasta
se sospecha que las favorecen los propietarios de las marcas verdaderas para
azuzar el mercado. Relojes, carteras, zapatillas, remeras, llaveros y miles de
otros artículos exhiben su logo como si fuese un blasón nobiliario.
La piratería se ha ido extendiendo, perfeccionando
y, como decía Aguinis, no sería raro encontrar que las propias marcas controlan
una parte del mercado de la piratería. Lo falso y lo auténtico entran en una
relación que puede alcanzar niveles desopilantes, como el vivido por Antonio
Tabucchi.
(...) Me acerqué al puesto de una vieja
gitana vestida de negro, con un pañuelo amarillo en la cabeza. En su tenderete
había un montón de camisetas Lacoste impecables, a las que sólo les faltaba el
cocodrilo. Gitana -la llamé- vengo a comprar. ¿Pero qué te pasa, hijo mío?
-preguntó la vieja gitana al ver mi camisa-, ¿tienes la malaria o qué? No sé lo
que tengo, gitana, -respondí-, estoy sudando como un caballo, necesito una
camisa limpia, o mejor dos. Luego te diré yo lo que tienes -dijo la vieja
gitana-, pero antes cómprame las camisas, hijo mío, no puedes seguir en esas
condiciones: el sudor que se seca en la espalda causa enfermedades. ¿Qué me
aconsejas -pregunté-, una camisa o una camiseta? La vieja gitana reflexionó un
instante. Te aconsejo una camiseta Lacoste, -dijo luego-, son más fresquitas,
si quieres una Lacoste falsa cuesta 500 escudos, una auténtica cuesta 520.
Caramba, dije, una Lacoste por 520 escudos me parece muy barata, pero, ¿qué
diferencia hay entre una falsa y una auténtica?
Tener una Lacoste auténtica es muy fácil,
dijo la vieja gitana, primero compras una falsa, que cuesta 500 escudos,
después compras el cocodrilo, que cuesta 20 escudos y es autoadhesivo, pegas el
cocodrilo en su sitio y ya tienes una camiseta auténtica. Me mostró una bolsa
llena de cocodrilos. Además, dijo, por 20 escudos te doy cuatro cocodrilos,
hijo mío, así te quedas con tres de reserva, que muchas veces estos adhesivos
son una lata porque se despegan.
En
nuestras sociedades de la simulación se multiplican quienes, a la manera de aquella
gitana, son verdaderos artistas en convertir lo falso en auténtico y por unos
pocos pesos más nos venden unos cuantos cocodrilos por aquello de si las
moscas.
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