Mucho
se ha dicho acerca de la importancia que revisten los cuentos para el
desarrollo de los niños. Notable es su influencia en la adquisición del gusto
por la lectura, el enriquecimiento del vocabulario, la cura de miedos y
temores, etc., todo ello mediado por el vínculo afectivo tan significativo que
se tiene con el narrador que da vida al relato.
Sin
embargo, también es pertinente referirse a algunos aspectos polémicos como el
de las narraciones con final excesivamente predecible y moralejas que viven
demasiado a flor de piel. Asimismo hay quien considera que los cuentos para
niños, al ser algo muy menor dentro del medio literario, no implican mayor
atención ni cuidado.
Una
de las opiniones críticas es la del escritor Jorge Ibargüengoitia (“los cuentos
llamados infantiles siempre me han parecido detestables”) a quien seguiremos de aquí en adelante. Al
evocar su infancia, recuerda el caso de Caperucita y lo decepcionante que le resultaba
el final insostenible que seguía al grito atemorizante del lobo acerca de la
funcionalidad de sus dientes: “¡Son para comerte mejor!”
"Y diciendo esto, el lobo saltó
de la cama, se abalanzó sobre Caperucita y, ya se la iba a comer, cuando llegó
un cazador y lo mató. Colorín colorado. . ."
¿Cómo que llegó un cazador y lo mató?
Si no había cazadores en ese cuento. ¿Cómo va a aparecer uno de ellos en el
momento culminante para salvar a Caperucita? Esto, que yo percibía con mucha
claridad cuando era chico, es lo que se llama "plumero" en jerga
guionística. Un elemento que aparece al final y arregla todo, generalmente de
manera insatisfactoria.
En el fondo de mi alma yo quería que
el lobo se comiera a Caperucita, que me parecía una niña estúpida, que pasaba
la mitad del cuento haciendo monerías y después era incapaz de reconocer a su
abuela.
Había otro final que era todavía peor,
que consistía en dejar que el lobo se comiera a Caperucita; después, el cazador
mataba al lobo, le abría la panza y de allí salían, no sólo Caperucita, sino la
abuela y las fresas, sanas y salvas. Esto ya es demasiado.
Es
posible que en aquel niño ya estuvieran presentes las características que luego
lo convertirían en un excelente escritor, lo que puede explicar su predilección
por otro tipo de relatos.
Los cuentos que me gustaban eran muy
diferentes. Uno, que recuerdo con mucha vividez, me lo contó mi tío Pepe
Padilla hace treinta y seis años. Él lo contaba como caso real, lo cual es un
recurso eficaz en el arte de contar cuentos. Era así:
Doña Chonita N., que vivía en la casa
aquella que ves allá (dar la composición del lugar es muy importante) era una
mujer gorda, que acostumbraba comer cantidades fenomenales de... (aquí se puede
poner cualquier cosa, tierra, chilaquiles, dulces de almendra, según se trate
de darle al cuento un carácter ejemplar, instructivo o simplemente recreativo);
pues bien, comía cantidades fenomenales de... y empezó a crecer y a crecer. Los
vestidos le quedaron chicos y hubo que quitar las cortinas de la sala para
hacerle una bata. Para sentarse necesitaba dos camas. El día en que quisieron
sacarla de paseo hubo que tirar un muro, y cuando llegó a la calle, paró el
tránsito. Por fin, la familia decidió llamar al doctor. El doctor la auscultó,
dando vueltas alrededor de ella, apretujándose contra las paredes.
-¿Cómo se siente, doña Chonita?
-Muy fatigada, doctor.
El doctor recetó un cocimiento de
ipecacuana y pronosticó:
-Ya verán como con esto se alivia.
Se mandó hacer la receta y se empezó a
darle las cucharadas, que ella tomaba con mucha resignación, porque estaba
harta de su gordura.
Pero los resultados fueron
inesperados. Esa noche, la enferma sintió náuseas y empezó a arrojar unos
animalitos color de rosa, con cuatro manitas y unos ojitos negros, con los que
miraban para todos lados. Corrían como liebres y se escondían en las rendijas.
La familia, con escobas, trató de matarlos, pero de todas maneras infestaron el
barrio. Hasta la fecha, en tiempo de lluvias, aparecen algunos de ellos.
Parecería
ser que uno de los valores que Ibargüengoitia atribuye a este cuento es que su
desenlace no cierra preguntas ni aclara enigmas.
En este punto, mi tío hacía una pausa,
para dar la impresión de que la narración había terminado. No faltaba alguien
que preguntara qué pasó con doña Chonita. Entonces él contestaba:
-Falleció aquella misma noche.
Resulta
muy interesante el análisis que realiza el escritor acerca de algunos aspectos
que es posible entresacar de esa narración.
Este cuento, conviene advertir, es de
origen guanajuatense. Pero retirémonos un poco y tratemos de ver el cuento en
conjunto y en perspectiva. Tiene virtudes. El tema es original, la relación de
causa y efecto está clara y, sin embargo, el desenlace es inesperado. No ocurre
como en el de Caperucita, en el que de antemano sabemos que un lobo, a pesar de
ser más fuerte, más feroz y mucho más inteligente, no tiene la menor
probabilidad de vencer a Caperucita.
En el cuento que contaba mi tío no hay
héroe y todo está lleno de errores y horrores, como la vida misma. Pero analicémoslo:
todo hace suponer que la causa de la gordura de doña Chonita hayan sido las
cantidades fenomenales de lo que ella se comía; por otra parte, el desenlace es
claro efecto de la medicina que se le administró. En cambio, la relación exacta
entre los animalitos y la gordura y las intenciones del doctor y los objetivos
que pretendía alcanzar al recetar la ipecacuana son dos misterios
inescrutables.
Por esta razón, el cuento se presta a
varias interpretaciones. Una de ellas es la de que la aplicación de los
conocimientos científicos suele producir resultados inesperados; otra es la de
que los excesos en el comer y beber producen plagas que infestan las regiones;
otra es la de que los médicos suelen equivocarse y lo que se debió recetar en
este caso es una simple dieta. Sin embargo, les aseguro, es un cuento
inolvidable.
Es
posible que Pepe Padilla no se haya enterado que aquel cuento de doña Chonita
viviría tanto tiempo en el recuerdo de su sobrino. Y es que uno nunca sabe para
quién trabaja.
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