Hay
quienes se adelantan en mucho al reconocimiento oficial de algunos inventos. De
acuerdo con Salvador Novo, referido por Héctor de Mauleón, tal fue lo que
aconteció con la telefonía.
El 10 de junio de 1968, en un artículo
publicado en Novedades, Salvador Novo
demostró que la primera conversación telefónica ocurrida en la Ciudad de México se llevó a
cabo en 1563, tres siglos antes de que los científicos rivales Alexander Graham
Bell y Elisha-Gray corrieran a una oficina de patentes para acreditarse, el
mismo día y en ciudades distintas, la invención del teléfono.
El hecho, consignado en el siglo XVI
por un autor olvidado, Juan Suárez de Peralta, tuvo lugar semanas después de que
el mestizo Martín Cortés arribara, procedente de Yucatán, a la ciudad que años
antes su padre había conquistado. El hijo de Cortés, cuenta Suárez de Peralta,
fue recibido con grandes fiestas y tratado “como a la misma persona real”. Heredero
del carácter de su padre, solía gastar en fiestas y galas “dinero que fue sin
cuenta”, y gustaba de salir a la calle rodeado por más de un centenar de
hombres, montados y disfrazados, que “andaban de ventana en ventana hablando
con las mujeres [...] y apeábanse algunos, y entraban en las casas de los
caballeros y mercaderes ricos que tenían hijas o mujeres hermosas, para parlar
con éstas”.
“Vino el negocio a tanto [prosigue Suárez de
Peralta] que ya andaban muchos tomados del diablo, y aun los predicadores los
reprendían en los púlpitos [...] porque no las hablasen libertades”. Los padres
comenzaron a vigilar a sus hijas; los maridos, a encerrar bajo llave a sus
esposas. Fue entonces cuando los amigos del marqués –“pillines muchachos”, los
llama Novo- concibieron la idea de fabricar unas cerbatanas tan largas “que
alcanzaban con ellas las ventanas, y poníanles en las puntas unas florecitas, y
llevábanlas en las manos, y por ellas hablaban a las mujeres lo que querían...
“
De este modo habría iniciado, de
acuerdo con Novo, “la presencia en nuestra ciudad de los aparatos por cuyo
medio novios y novias se entregaron al furtivo cotorreo que bien podemos
denominar telefónico”.
Más
allá de estos remotos antecedentes la entrada formal de la telefonía tuvo lugar
mucho después, hacia fines de la década de los setentas del siglo XIX. Refugio
Bautista Zane se refiere a sus inicios y las molestias a que ello dio lugar.
El 13 de marzo de 1878, se efectuó la
primera comunicación telefónica entre la Ciudad de México y el pueblo de Tlalpan, a 16 kilómetros de
distancia. En los primeros tiempos, la importancia de este tipo de comunicación
no fue comprendida por la población; los capitalinos protestaban por las
molestias que ocasionaba la colocación de postes y alambres, que además daban
mal aspecto a la ciudad.
Por
su parte, Alejandro Rosas (quien por cierto tiene una ligera discrepancia de
fechas con Bautista Zane) aporta mayor información en torno al desarrollo de la
telefonía en sus comienzos.
Establecida en la calle de Santa
Isabel número 6, hoy Bellas Artes, la flamante Compañía Telefónica Mexicana
contaba en 1891 con más de 1000 suscriptores que gozaban de las bondades del
teléfono. Lejos quedaba ya el 15 de marzo de 1878, fecha que había convertido
al pueblo de Tlalpan en el primer sitio de la República mexicana en
recibir una llamada telefónica desde la Ciudad de México.
Trece años después, la Compañía Telefónica
Mexicana publicaba su Lista de
suscriptores no. 1 donde anunciaba: «El precio por toda línea nueva será de
seis pesos y veinticinco centavos mensuales por líneas de un kilómetro o menos. Se cobrará además $10.00 por los
gastos de instalación».
Los suscriptores tenían derecho a
«hablar con los demás cuando quieran y con el mayor secreto. Al decir en la Oficina Central
con quien se quiere hablar digan con qué número y no con qué nombre». La Lista de suscriptores apenas contaba con
veintiún páginas y aparecían todos los usuarios sin importar su posición
social.
Al presidente Porfirio Díaz se le
podía llamar al número 64. El futuro ministro de Hacienda, José Y. Limantour
tenía el 62. La familia Romero Rubio, suegros de don Porfirio, respondía en el
127 en su domicilio en la calle de San Andrés, o en su mansión en el vecino
pueblo de Tacubaya marcando el 1005. Las casas comerciales, como el Puerto de
Liverpool y el Puerto de Veracruz, tenían números similares que a veces
provocaban confusión: 643 y 634 respectivamente.
Como aviso «importantísimo», J. E. Torbet,
gerente general de la
Telefónica Mexicana señalaba: «La Compañía suplica que
cuando dos suscriptores concluyan de hablar, cada uno toque su timbre para que
caigan las dos placas en la
Oficina Central , como señal de que ya acabaron: así quedan en
disposición de hablar con otro y de que otro les hable».
Todo estaba contemplado en el
Directorio Telefónico de 1891: hoteles, comercios, restaurantes, compañías
petroleras, fábricas, líneas de ferrocarril, oficinas de gobierno, funcionarios
públicos, particulares, y con el número 1 aparecía el único negocio
permanentemente rentable: la agencia de inhumaciones de Eusebio Gayoso.
Poco
a poco esta importante innovación se fue difundiendo entre algunos sectores de
la población; Héctor de Mauleón aporta cifras y alude a las primeras travesuras
de la ciudadanía con los teléfonos públicos.
Un estudio de Enrique Cárdenas de la Peña (El Teléfono, SCT, 1988) informa que en 1878 existía en la Ciudad México sólo
ocho aparatos (de teléfono). La cifra ascendió a cincuenta en 1879, a ciento cincuenta en
1881 y a doscientos en 1882. Tal vez de ese tiempo procede la costumbre de
decir “bueno” al levantar el auricular, lo cual, comenta José Agustín, hoy es
una de las cosas más extrañas del mundo, aunque entonces servía para indicar si
la recepción de la señal era adecuada –“malo”, decía la gente en caso
contrario.
(…) en 1903, cuando los usuarios realizaban
diecisiete mil llamadas cada día, los teléfonos de moneda tuvieron que ser
retirados dado que la gente, en lugar de dinero, deslizaba corcholatas de
cerveza en las ranuras correspondientes. Cientos de aparatos quedaron arruinados
con este procedimiento.
Han
pasado los años y es muy difícil reconocer en los actuales teléfonos de tan
rápida caducidad a sus viejos y sólidos ancestros. Guillermo Sheridan
profundiza en el tema.
Hace 30 años un teléfono era una
especie de catafalco de baquelita con un gorro de torero por uno de cuyos extremos
se hablaba y por el otro se escuchaba. Tenía también un disco con diez agujeros
numerados del cero al nueve que se hacía girar con el dedo índice hasta
completar el número deseado. Si alguien respondía, se hablaba; si no, se
colgaba. Fin del asunto.
El teléfono contaba con exactamente
tres partes, ninguna de las cuales se prestaba a confusión ni ameritaba instrucciones.
Servía sólo para dos cosas: hablar y escuchar, y, desde luego, para asesinar
gente por causa justificada (pero ese es un atributo del que goza cualquier
objeto pesado, y esos teléfonos pesaban como dos kilos). En suma, un
pisapapeles con una función aledaña.
Otra característica de los teléfonos
de esos años era que no había teléfonos. Es decir, sí había pero, como eran del
gobierno, no había. Sólo había teléfono si se contaba con un cuñado influyente,
y si se pasaba una prueba iniciática que, en un momento dado, suponía el
misterioso trámite de "adquirir acciones". (…)
Ahora los teléfonos se venden en el
supermercado y ya vienen conectados. Lo malo es que ya no son esos objetos
lúgubres, simples e inertes.
El que recién compré (el más barato)
ostenta 22 botones que incluyen funciones como "menú" y
"transfer" (…) El teléfono pesa 200 gramos , deberá tener
500 micropartes y además de para hablar servirá para una veintena de cosas (sin
contar el asesinato): para decir quién llama antes de contestar, llevar una agenda,
guardar datos en la memoria, escuchar cancioncitas, molcajetear salsas, tomar
fotografías, jugar dominó y hacer una lista de las personas con las que no se
quiere hablar, a las que el aparato mandará al carajo de manera totalmente
automatizada. Un montón de satisfactores inducidos; es decir, de cosas que no
se necesitan hasta que el aparato ordena necesitarlas.
¿Habrá quien considere anticuado aquel
teléfono y moderno éste? No lo sé, aunque uno supondría que progresar es
abreviar. El actual teléfono es tan imbécil que requiere un manual de instrucciones
que, una vez desdoblado, mide aproximadamente un metro cuadrado y cuya cabal
lectura toma 85 minutos cerrados. La posibilidad de que el imbécil sea yo, y no
el teléfono, queda descartada por la última, contundente frase del manual. Dice
así:
ADVERTENCIA:
en caso de ser tragado, este aparato puede producir sofocamiento, e incluso la
muerte.
Lo bueno es que si tal cosa sucede se
busca en el manual cómo marcar el número de la Cruz Roja y se pide
auxilio.
Difícil
predecir por dónde seguirán los vertiginosos cambios que se siguen dando en la
telefonía y sus alrededores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario