La
comida familiar adquiere especial relevancia de tal forma que muchas vivencias quedan grabadas en la memoria a lo largo de la
vida. Es el caso de Fernando Fernán Gómez quien muchos años después rememora un
cocido muy singular que se comía en su casa en los años aciagos de la Guerra Civil Española.
Durante la guerra, los dos platos más
comunes entre la población civil madrileña fueron el arroz con chirlas y las
lentejas sin nada. Pero en casa, quizás por la ayuda de mi tío, comimos más
frecuentemente un plato que se llamaba garbanzos guisados, cuya receta no he
encontrado en los libros de cocina que ahora tengo en casa, pero que viene a
ser una especie de cocido sin patata, sin carne, sin jamón, sin tocino, sin
embutidos, sin verdura, al que con un poquito de ajo y otro poquito de pimentón
se intenta dar algo de sabor y con una cucharada de harina un poco de
consistencia. He olvidado lo que desayunaba, no sé si había churros. Lo que sí
sé es que a partir de media mañana, a mí, que siempre había padecido
inapetencia, el hambre me atormentaba con ferocidad; y adquirí la costumbre de
entrar furtivamente en la cocina, cuando no había nadie, y comerme una
cucharada de aquellos garbanzos a medio hacer. A veces reiteré las cucharadas y
en el momento de llevar los garbanzos guisados a la mesa resultó que casi no
había nada en el puchero.
Otra
vivencia de aquellos años es la que evoca Miguel Gila en la que es posible ver
el lugar tan diferente que correspondía a los mayores y a los niños.
La comida
de cada día, el "arreglo" que llamaban en mi casa, donde éramos muchos
hombres, era el cocido diario. Los domingos comíamos arroz, pero sólo los domingos,
y por las noches para todos lentejas, judías pintas con arroz,
"empedraíllo" que es como lo llamaban en Jaén, o patatas guisadas,
menos mi abuelo que cenaba una rodaja de merluza hervida, que aliñaba con unas
gotas de aceite de oliva y un poco de limón, o dos huevos pasados por agua. Mi
abuelo me dejaba las cáscaras para que yo las rebañara con una cucharilla.
Algunas veces no me gustaba la cena y cuando decía: "Esto no me
gusta", me mandaban a la cama sin cenar, al día siguiente me levantaba
para ir al colegio, pedía el desayuno y por orden de mi abuelo me ponían lo que
no había querido en la cena, y si no lo quería, me lo ponían a la hora de comer
y así hasta que el hambre hacía que me lo comiera. De esa forma no me quedó
otro remedio que comer de todo. Mi tío Manolo, cuando me mandaban a la cama sin
cenar, se acercaba hasta la habitación y me llevaba pan, aceitunas o algo de
fruta, pero todo esto en el mayor de los secretos, sin que mi abuelo se
enterase.
Existen
diferentes costumbres a la hora de sentarse a la mesa. Hay lugares en que la
comida es muy conversada, como lo señala Álvaro Cunqueiro “Los griegos, según
Villalón, entre plato y plato, pues son tan parlanchines, se cuentan sus vidas
y milagros, y así no hay comida de griegos que dure menos de ocho horas.” En
otros casos (el ejemplo más extremo sería el de los conventos de clausura) la
comida ocupa poco tiempo y transcurre en absoluto silencio. Más cerca de lo
conventual que de los griegos, si tomamos en cuenta su duración, podríamos
situar a la múltiple variedad (y sin embargo tan parecida entre sí) de la
llamada “comida rápida”.
Es
así que a través del estudio de las costumbres vinculadas con la comida es
posible realizar un diagnóstico bastante ajustado de la cultura y el momento
histórico de que se trate.
Así
como no es de buen gusto que durante la comida familiar se aborden temas que
pudieran provocar situaciones enojosas, para las comidas sociales no se
recomiendan los temas políticos. B.A. Grimod de la Reynière es terminante a
este respecto.
No aconsejaremos a nadie hablar de
política en la mesa, contra más incapaz es uno de gobernarse a sí mismo, más
debe abstenerse de querer gobernar el Estado. Hay tantos temas, mucho más
atractivos y alegres, que éste, y sólo la pedantería o la imprudencia pueden sugerirlo.
La literatura, los espectáculos, la galantería, el amor y el propio arte
culinario, son inagotables fuentes de temas alegres. Proscribamos también la difamación;
sólo las personas ruines cotillean en la mesa; nada vuelve al hombre más
indulgente que la buena comida y la hilaridad.
En
este tipo de comidas no dejan de presentarse situaciones chuscas a las que
alude Ramón Gómez de la Serna.
“Es gracioso cómo en los grandes banquetes de cien comensales cuando se sirve
el pollo se hablan unos a otros en la mesa como si el pollo que comen fuese el
mismo y se dicen: ‘¡Ha visto usted qué duro!’ o ‘¡Ha visto usted qué blando!’.”
Según
la cultura y las posibilidades de que se dispone, el sustento de la comida será
diferente: arroz, carne, frijoles, maíz, vegetales, pan, etc. Hay cocinas monotemáticas
mientras otras experimentan la diversidad, así refiere Álvaro Cunqueiro que “el
Levante español es el paraíso de la anarquía culinaria; véase esa invención
llamada la paella” (cabe acotar que bien pueden competir con ello otros
mestizajes culinarios de los que nos ocuparemos en su momento).
Para
Cunqueiro la comida se encuentra estrechamente relacionada con la salvación. “Mi
amigo don Pedro Moularne Michelena solía decir que ‘sin vino no hay cocina,
pero sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro’.”
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