martes, 18 de junio de 2013

Chicle y pega

El tema del chicle se las trae y Antonio López de Santa Anna, quien fuera en varias ocasiones presidente de México no sólo ha sido cuestionado por su gestión política y militar sino también por su ingenuidad comercial. Al respecto señala Alejandro Rosas

Antonio López de Santa Anna no sólo se encargó de perder batallas, guerras y hasta parte del territorio nacional, perdió también lo que pudo ser un negocio muy lucrativo para México. En 1836, luego de la desastrosa guerra de Texas, el general Santa Anna cayó prisionero. A un soldado estadounidense le pareció curioso verlo masticando y masticando sin tragar lo que comía. Entonces le preguntó lleno de curiosidad, qué era aquello inacabable, a lo que don Antonio respondió regalándole un pedazo de goma obtenida del chicozapote que al probarla tenía un sabor dulce. Tiempo después vino el estadounidense a México para adquirir más de aquella goma a la que agregó diversos sabores. El visionario empresario estadounidense fundó una gran compañía; a partir de entonces decidió firmar exclusivamente con su apellido. En poco tiempo los anuncios lo hicieron famoso con una sola palabra: Adams.

La vida de los chicleros en la primera mitad del siglo XX resultaba sumamente difícil; en uno de sus famosos reportajes Egon Erwin Kisch se refiere a ello.
 
Llegué a Campeche, precisamente en los momentos en que empezaban a animarse los negocios, como todos los años. Era la época en que los chicleros volvían a la ciudad después de ocho meses de trabajo y abstinencia en la selva, ávidos de recuperar el tiempo y los goces perdidos. Pero este año traían con ellos poco dinero, y la cerveza, el ron y las mujeres, no se cotizaban a la altura de otras veces. No había llovido y los árboles, resecos, habían destilado poco chicle. (...)
Al día siguiente, me dirijo al local del sindicato [de chicleros], sin darme cuenta de que es el 5 de febrero, fiesta nacional. No hay nadie en la oficina. Pero como una parte del edificio está habilitada como sanatorio para los miembros del sindicato, me encuentro en el patio con algunos enfermos y gentes que van a visitar a los pacientes y entablo una conversación sobre la organización sindical de los chicleros.
Un hombre viejo, en cuya cara parece brotar la selva virgen, hace callar a los otros:
—Vosotros sois unos jovenzuelos, que no sabéis nada de cómo se trabajaba y se vivía antes. El patrón y el capataz —el capataz es un obrero al servicio del patrón, señor— calculaban el peso del chicle a su capricho y nos descontaban del salario lo que se les antojaba, señor. El que no se conformaba, era despedido, sobre todo cuando el contratista había conseguido reunir ya su contingente. Despedido... se dice fácilmente. Lo malo es que nadie puede salir solo de la selva.
—¿Entonces, cómo conseguía volver a la ciudad el obrero a quien despedían?
—Tenía que pedir de rodillas al patrón o al capataz con el que acababa de reñir que le autorizasen a salir de allí con la primera expedición. O estarse días y días acechando en la brecha hasta que pasaba alguien.
—¿En la brecha?
—La brecha, señor... no es cosa fácil de explicar esto.... La selva virgen, ¿sabe usted?, es como los muros de una prisión, que rodean al preso por todas partes. Si no hubiese una brecha, se moriría uno de miedo, allí dentro. La brecha es una trocha, una vereda abierta entre los árboles y los pantanos, que pasa por entre las lianas como un túnel. Es una senda abierta a golpes de machete y que hay que estar limpiando continuamente, pues en seguida vuelve a cerrarse. El que pierda la brecha, está perdido.
—¿Y para qué acechaba en la brecha el chiclero despedido?
—Sí, tiene usted razón. Había que estar esperando día y noche a que pasase un convoy de mulas, de los que sacaban el chicle de la selva. Los arrieros se prestaban a llevar consigo al que quería irse, a condición de que les ayudase a arrear la recua.
—¿Y no podía encontrar trabajo en uno de los campamentos vecinos?
—Nadie admitía a ninguno de los chicleros huidos o despedidos, pues todos los contratistas estaban de acuerdo para hacerle la vida imposible. Lo único que podía hacerse era cruzar la frontera para pasar a Guatemala donde se encontraba siempre trabajo. Yo estuve tres veces trabajando allí. Pero el viaje de vuelta a México costaba mucho dinero.
Algunos de los hombres que asisten a la conversación me hablan de las enfermedades de la selva. En la jungla no hay más que agua de lluvia, y los hombres y las bestias la beben sin que les haga daño casi nunca; pero muchas veces, cuando deja de llover, y lleva mucho tiempo encharcada, es verdaderamente peligrosa. Todo es peligroso en la selva. Incluso una mosca pequeña, a la que llaman mosca chiclera y que pica en la oreja. Los pantanos son viveros de fiebres palúdicas, del vómito negro. De las serpientes, las más peligrosas son las cuatro-narices; antes, la picadura de una serpiente costaba indefectiblemente la pérdida de la pierna o del brazo, pues se tardaba mucho tiempo en llegar al puesto sanitario. Las mulas, agobiadas bajo una tremenda carga, se enredan en las lianas, caen y se pierniquiebran con frecuencia. Los árboles son los enemigos natos del avión; en caso de aterrizaje forzoso, no hay donde posarse.
—¿Sabe usted, señor, lo único que no es peligroso en la selva? —me pregunta el viejo de la cara llena de brotes de selva virgen, y él mismo se encarga de dar la respuesta a su pregunta: —Las fieras son las únicas relativamente inofensivas. Por las noches, se oye bramar a los tigres y a los jaguares, pero nunca se acercan a las chozas del campamento. Me acuerdo de un compañero que se quedó una noche dormido debajo de un zapote; de pronto, se despertó sobresaltado: sintió un cuerpo saltar sobre él; era un tigre. Lo hizo probablemente sin intención de causarle daño, y en el mismo momento huyó. El chiclero tenía las dos perneras de los pantalones desgarradas y sangraba un poco, pero no sufrió daños de consideración. (...)
Entre las ruinas de Chichen Itzá y de Uxmal vi postes de madera de zapote tan bien conservados como las propias piedras. Ya entonces había chicleros, hombres que se dedicaban a recoger y vender la resina gomosa destilada del zapote para hacer de ella pelotas o para que los indios se entretuviesen en mascarla. A los primeros españoles les chocó ver a los mayas moviendo incesantemente las mandíbulas. Pero ningún blanco los imitó en aquella costumbre.
 
Carezco de información en cuanto a si el citado Adams resultó tan destacado en su carrera castrense como en cuanto a su olfato para los negocios. Lo cierto es que en un mundo en que las modas suelen ser efímeras, el chicle goza de muy buena salud formando parte del hábito de consumo de muchos niños, adolescentes y adultos. Menos éxito tiene entre los adultos mayores por muy comprensibles razones que tienen que ver con el estado de la dentadura.

Existen lugares en donde su consumo se intensifica, tal como acontece en el estado de Chiapas en que la proporción vendedores de chicles/población debe ser de las más altas del mundo. En otros lugares el chicle adquirió connotaciones ideológicas: en Cuba, durante mucho tiempo, fue símbolo del deseo de los jóvenes por consumir productos del mundo capitalista así como posible indicio de filiación antirrevolucionaria.
 
En fin que el chicle hasta podría ser objeto de estudios caracteriológicos dado que a las personas se las puede conocer por la forma en que los mastican. Así, los mismos que lo hacen con la boca abierta (en una suerte de batidora de tres velocidades) son quienes no dudan en tirarlo en la calle, pegarlo en un asiento o –costumbre más reciente- en el troco de un árbol como singular instalación artística.     

Paliativo de la soledad, enemigo de los maestros, pilates de mandíbula, pesadilla de los trabajadores de limpia, obligado corte de mechón de cabello, imprescindible en la boca de quienes lo venden…  
 
En realidad se trata de un tema tan chicloso que da para todo, prueba de ello es el relato en que Clarice Lispector lo vincula con su descubrimiento de la eternidad.
 
Jamás olvidaré mi aflictivo y dramático contacto con la eternidad.
Cuando yo era muy pequeña todavía no había probado chicles y en Recife casi no se hablaba de ellos. Yo ignoraba qué clase de caramelos o bombones eran. Y hasta el dinero con que contaba no alcanzaba para comprarlos: con el mismo dinero podía conseguir no sé cuántos caramelos.
Al final mi hermana juntó dinero, los compró y al salir de casa para la escuela me explicó:
-Ten cuidado de no perderlo, porque este caramelo nunca se acaba. Dura toda la vida.
-¿Cómo que no se acaba? –me detuve un instante en la calle, perpleja.
-No se acaba nunca, y listo.
Yo estaba embobada: me parecía haber sido transportada al reino de las historias de príncipes y hadas. Tomé la pequeña pastilla color rosa que representaba el elixir del largo placer. La examiné, casi no podía creer en el milagro. Yo que, como otros niños, a veces me sacaba de la boca un caramelo todavía entero, para chuparlo después, sólo para hacerlo durar más. Y heme con aquella cosa rosada, de apariencia tan inocente, que hacía posible el mundo imposible del cual ya había empezado a darme cuenta.
Con delicadeza, terminé poniéndome el chicle en la boca.
-¿Y ahora qué hago? –pregunté para no equivocarme en el ritual que ciertamente tenía que existir.
-Ahora chupa el chicle para ir saboreando su dulzor, y sólo cuando se le vaya el gusto empieza a masticar. Y ahí mastica por toda la vida. A no ser que los pierdas, yo ya perdí varios.
Perder la eternidad. Nunca.
Lo dulzón del chicle era bueno, no podría decir que excelente. Y, todavía perpleja, nos encaminábamos a la escuela.
-Se acabó lo dulce. ¿Y ahora?
-Ahora mastica por siempre.
Me asusté, no sabría decir por qué. Empecé a masticar y pronto tenía en la boca ese pegote ceniciento de goma sin gusto a nada. Masticaba, masticaba. Pero me sentía a disgusto. Y en verdad no me estaba gustando el sabor. Y la ventaja de ser un caramelo eterno me llenaba de una suerte de miedo, como el que se tiene ante la idea de la eternidad o del infinito.
No quise admitir que no estaba a la altura de la eternidad. Que sólo me producía aflicción. Mientras tanto, masticaba obedientemente, sin parar.
Hasta que no soporté más, y, cruzando el portón de la escuela, me ingenié para que el chicle masticado se cayera al suelo arenoso.
-Mira lo que pasó –dije con fingidos espanto y tristeza. Ahora no puedo masticar más. Se terminó el caramelo.
-Ya te lo dije, repitió mi hermana. Que no se termina nunca. Pero una a veces los pierde. Hasta de noche se puede seguir masticando, pero para no tragarlo cuando se duerme se lo pega en la cama. No te pongas triste que un día te doy otro, y ése no lo vas a perder.
Yo estaba avergonzada ante la bondad de mi hermana, avergonzada de la mentira que había tramado al decir que el chicle se me había caído de la boca por casualidad.
Pero aliviada. Sin el peso de la eternidad sobre mí.

Quien lo dijera: los vínculos del chicle con la trascendencia. Lindo para tema de tesis.

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