No son pocos los testimonios de tiempos de la Conquista y la Colonia en que
los peninsulares dejan constancia de la falta de hábitos para el trabajo que observaran
en los indígenas y posteriormente en los mestizos y en los negros que trajeron
como esclavos. Así fueron surgiendo innumerables estereotipos: flojos,
desobligados, perezosos, irresponsables, viciosos, y muchas lindezas por el
estilo.
Han pasado los siglos y aún hay quienes sostienen esta misma mirada que
permite atribuir la falta de desarrollo de nuestros países a esta especie de
indolencia idiosincrática, esta falla de origen que pareciera aquejar –según
algunos privilegiados- únicamente a quienes proceden de sectores populares.
Pero a decir verdad los antecedentes que acompañaban a los peninsulares no
eran los mejores, si damos crédito a las notas recopiladas por J. García
Mercadal (Estudiantes, sopistas y pícaros.
Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1954). Veamos algunos de estos testimonios, que por
cierto proceden de aquellas mismas tierras.
Andrea Navagiero, embajador de la Corte de España,
encontrándose en Granada por los años 1525 a 1528, escribió lo siguiente: “Los
españoles, lo mismo aquí que en el resto de España, no son muy industriosos, y
ni cultivan ni siembran de buena voluntad la tierra, sino que van de mejor gana
a la guerra o a las Indias para hacer fortuna por este camino más que por
cualquier otro”.
De tal manera que quienes le sacaban el bulto al trabajo en sus lugares de
origen al llegar a estas tierras (que consideraban de conquista) juzgaban a los
nativos con rigurosidad propia de trabajadores distinguidos.
Como buen investigador García Mercadal no se circunscribe a una sola fuente
y da cuenta de otras apreciaciones.
De este desprecio a los oficios mecánicos habla también
quince años más tarde Alejo Venegas (Agonía
del tránsito de la muerte, 1543), considerándolo como el segundo vicio con
que el diablo tienta a los españoles, entre los que abundan los bellacos,
perdidos, facinerosos, homicidas, ladrones, capeadores, tahúres, fulleros,
engañadores, embaucadores, aduladores, regatones, falsarios, rufianes, pícaros,
vagabundos y otros malhechores amigos de hacer mal.
La cereza en el pastel procede de un estudio de comienzos del siglo XVII,
siempre citado por J. García Mercadal, que desde su título deja pocas dudas al
respecto.
En el libro de la Desordenada
codicia de los bienes ajenos (Carlos García, 1619), al exponer la
organización que tenían las bandas de pícaros, encontramos una clasificación de
los pícaros españoles en doce categorías. “Salteadores,
que son aquellos que roban y matan en los caminos; estafadores, que asaltan a los
ricos en sitio solitario, y, mostrándoles dagas, les amenazan de muerte
si no les dan una cantidad determinada en cierto tiempo; capeadores, que se apoderan por la noche de las capas o van con
librea de lacayos a casas de diversión, de donde roban lo que pueden, saludando
a cuantos encuentran; grumetes, que
toman ese nombre de los aprendices de marino, que trepan a los mástiles, porque
éstos van provistos de escalas de cuerda, con garfios en los extremos, para
hacer sus robos; apóstoles, que, como
san Pedro, van con llaves y arrancan cerraduras; cigarreros, que frecuentan las plazas públicas y se llevan de un
tijeretazo la mitad de una capa o de una basquiña; devotos, son ladrones religiosos, que despojan las imágenes de los
santos y confían en la suavidad de las leyes de la Iglesia, que con una pena
leve los castiga si son descubiertos; sátiros,
ladrones de bestias, llamados así porque viven en los campos; dacianos, que sonsacan niños de tres o
cuatros años, ‘y, rompiéndoles los brazos y las piernas, los desfiguran para
poderlos vender a los mendigos ciegos y otros vagabundos’; mayordomos, que roban provisiones y embaucan a los mesoneros; cortabolsas, su nombre lo indica; éstos
son los más numerosos en el país; duendes,
son ladrones subrepticios, y maletas,
que , dejándose llevar en bultos y baúles como si fueran mercancías, tienen
fácil entrada en las casas”.
Y tan calladito que se lo tenían.
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