martes, 4 de junio de 2013

Infancia de un dramaturgo

El tema de la evaluación educativa ha venido cobrando mayor importancia en todo el mundo. Pocos, si es que alguno, son los que se atreverían a discutir la necesidad de evaluar. Muchos quienes cuestionan los procedimientos: si deben existir pruebas únicas en contextos tan diferentes, si es posible comparar la labor de escuelas que cuentan con buena infraestructura con aquellas que carecen de lo esencial, si es conveniente volver al viejo sistema de “los cuadros de honor” comparando a alumnos de muy diversas características, aptitudes, entorno social, etc.

En la prensa de hoy (junio 2013) es posible leer una denuncia que establece que una de la batería de pruebas que se utilizará para evaluar el fin de cursos está circulando en forma clandestina.
 
Nada nuevo bajo el sol: la copia en los exámenes por parte de los alumnos y el interés de los maestros por presumir la calidad de su trabajo, es un tema clásico en la educación.
 
Víctor Hugo Rascón Banda (¿Por qué a mí? Diario de un condenado. México, Grijalbo, 2006) recuerda una situación a este respecto que lo tuvo como protagonista. Con indisimulada nostalgia evoca algunas características de aquella escuela que se encontraba “al oeste del estado de Chihuahua, casi colindando con Sonora”.
 
(…) la escuela primaria era mi paraíso. Eran los tiempos en que los programas escolares incluían como materias obligatorias, con igual valor a la aritmética, a la geografía y a la historia, las actividades artísticas y cívicas. Teníamos como materias, desde el primer año de educación primaria, lectura en voz alta, lectura de comprensión, dramatización, recitación, danza, canto y asamblea escolar, donde aprendíamos lo que no saben ahora los legisladores ni los sindicatos: el valor de la democracia, la participación en los procesos electorales (éramos sólo unos niños) y respetar las votaciones. Varias veces fui candidato a presidente de la escuela, pero perdí siempre, ganando a veces el puesto de secretario, ante niños humildes que tenían más popularidad que yo, sobrino de las maestras.

Ya por aquellos entonces el niño que con el paso de los años se convertiría en reconocido dramaturgo manifestaba sus grandes aptitudes. “(…) fui un niño modelo para leer en voz alta, recitar o dramatizar en los festivales escolares, para cantar en el coro y para bailar, y no se diga en la composición y en las demás materias.” Llegado a este punto, Rascón Banda refiere la estrategia que utilizaban sus maestros para lucirse en el momento de la evaluación.

(…) mis maestros hacían trampa conmigo cuando visitaban el pueblo los inspectores escolares y pedían demostraciones en cada grupo. A mí me metían de contrabando a leer en tres años diferentes, hasta que el inspector Fernando, muy parecido a Emiliano Zapata, con una mirada de zopilote reclamó: ¿No es éste el mismo niño que ya leyó y participó en el concurso de aritmética en tercero, cuarto y quinto? Es su hermano. Son tres hermanos.  Pues tráiganmelos, exigió. Y ahí terminaron mis hazañas. El inspector estuvo a punto de cesar a las maestras y sólo sus lágrimas lo contuvieron.
 
Por otra parte, quien más quien menos todos cargamos con algunas cosas que escuchamos en nuestra infancia y fueron decisivas en nuestra vida. Víctor Hugo Rascón Banda alude a ello.
 
Entonces me vino otro complejo, cuando les escuché a la Pola, mi abuela materna, y a sus hijas, mis tías y a mi madre, un comentario. Un día que mi hermano Rey y yo pasábamos muy bañados y cambiados frente a ellas rumbo al baile del domingo, teniendo yo doce años y mi hermano catorce, mi abuela dijo: Ay, el Huguito, tan feo, el pobrecito. Pero Dios le dio inteligencia para compensar su fealdad, dijo mi madre.
 
De allí su necesidad de encontrar una zona de protección que le dotara de prestigio y reconocimiento por parte de sí mismo y de los demás.
 
Ellas nunca supieron que las había escuchado, pero de ahí se originó mi complejo de inferioridad, que me hizo tratar siempre de ser el primero en clase, al grado que yo no podía aceptar una calificación menor a 10 o me entraba una depresión terrible. En la Facultad de Derecho terminé con promedio de 9.9, por error de un anciano maestro, don Andrés Serra Rojas, que se equivocó al llenar mi boleta de calificación, y nunca pude lograr la corrección. En la especialidad de administrativo, constitucional y amparo, en la maestría, y en el doctorado en derecho, tuve 10 como promedio general. Sólo así podía ser feliz y vivir en paz.

Claro que siempre, y afortunadamente, hay espacio para el revisionismo en la historia personal.
 
Ahora que en edad madura contemplo mis fotografías de juventud, me digo: Si no era tan feo. Tal como me lo dijo mi cuñada Lourdes Córdoba, que se casó con mi hermano Rey en Altar, Sonora; cuando me conoció, lo primero que dijo fue: Pero si no eres tan feo como me habían dicho. ¿Qué le habrían contado de mí?
 
“Infancia es destino” dicen los entendidos en la materia y Rascón Banda tuvo oportunidad de confirmarlo con su propia vida.
 
Así se forma un dramaturgo. Las primeras imágenes y sucesos que vive y las primeras voces que escucha, más la vida familiar, escolar y social del pueblo, barrio o ciudad donde uno se desenvuelve, determinan si uno es maestro, escritor, compositor, torero, futbolista, médico, abogado, actor o diputado. 
Con el nombre que mi madre me puso me condenó a ser escritor, y con la infancia que tuve no podía ser más que dramaturgo.

"Afortunadamente" --decimos desde el foro los muchos beneficiados por su obra.

 

No hay comentarios: