El tema de la evaluación educativa ha venido cobrando
mayor importancia en todo el mundo. Pocos, si es que alguno, son los que se
atreverían a discutir la necesidad de evaluar. Muchos quienes cuestionan los
procedimientos: si deben existir pruebas únicas en contextos tan diferentes, si
es posible comparar la labor de escuelas que cuentan con buena infraestructura
con aquellas que carecen de lo esencial, si es conveniente volver al viejo
sistema de “los cuadros de honor” comparando a alumnos de muy diversas características,
aptitudes, entorno social, etc.
En la prensa de hoy (junio 2013) es posible leer una
denuncia que establece que una de la batería de pruebas que se utilizará para
evaluar el fin de cursos está circulando en forma clandestina.
Nada nuevo bajo el sol: la copia en los exámenes por
parte de los alumnos y el interés de los maestros por presumir la calidad de su
trabajo, es un tema clásico en la educación.
Víctor Hugo Rascón Banda (¿Por qué a mí? Diario de un
condenado. México, Grijalbo, 2006) recuerda una situación a este respecto que
lo tuvo como protagonista. Con indisimulada nostalgia evoca algunas
características de aquella escuela que se encontraba “al oeste del estado de
Chihuahua, casi colindando con Sonora”.
(…) la escuela primaria era mi
paraíso. Eran los tiempos en que los programas escolares incluían como materias
obligatorias, con igual valor a la aritmética, a la geografía y a la historia,
las actividades artísticas y cívicas. Teníamos como materias, desde el primer
año de educación primaria, lectura en voz alta, lectura de comprensión,
dramatización, recitación, danza, canto y asamblea escolar, donde aprendíamos
lo que no saben ahora los legisladores ni los sindicatos: el valor de la
democracia, la participación en los procesos electorales (éramos sólo unos
niños) y respetar las votaciones. Varias veces fui candidato a presidente de la
escuela, pero perdí siempre, ganando a veces el puesto de secretario, ante
niños humildes que tenían más popularidad que yo, sobrino de las maestras.
Ya por aquellos entonces el niño que con el paso de los
años se convertiría en reconocido dramaturgo manifestaba sus grandes aptitudes.
“(…) fui un niño modelo para leer en voz alta, recitar o dramatizar en los
festivales escolares, para cantar en el coro y para bailar, y no se diga en la
composición y en las demás materias.” Llegado a este punto, Rascón Banda
refiere la estrategia que utilizaban sus maestros para lucirse en el momento de
la evaluación.
(…) mis maestros hacían trampa conmigo
cuando visitaban el pueblo los inspectores escolares y pedían demostraciones en
cada grupo. A mí me metían de contrabando a leer en tres años diferentes, hasta
que el inspector Fernando, muy parecido a Emiliano Zapata, con una mirada de
zopilote reclamó: ¿No es éste el mismo niño que ya leyó y participó en el
concurso de aritmética en tercero, cuarto y quinto? Es su hermano. Son tres
hermanos. Pues tráiganmelos, exigió. Y
ahí terminaron mis hazañas. El inspector estuvo a punto de cesar a las maestras
y sólo sus lágrimas lo contuvieron.
Por otra parte, quien más quien menos todos cargamos con
algunas cosas que escuchamos en nuestra infancia y fueron decisivas en nuestra
vida. Víctor Hugo Rascón Banda alude a ello.
Entonces me vino otro complejo, cuando
les escuché a la Pola, mi abuela materna, y a sus hijas, mis tías y a mi madre,
un comentario. Un día que mi hermano Rey y yo pasábamos muy bañados y cambiados
frente a ellas rumbo al baile del domingo, teniendo yo doce años y mi hermano
catorce, mi abuela dijo: Ay, el Huguito, tan feo, el pobrecito. Pero Dios le
dio inteligencia para compensar su fealdad, dijo mi madre.
De allí su necesidad de encontrar una zona de protección
que le dotara de prestigio y reconocimiento por parte de sí mismo y de los
demás.
Ellas nunca supieron que las había
escuchado, pero de ahí se originó mi complejo de inferioridad, que me hizo
tratar siempre de ser el primero en clase, al grado que yo no podía aceptar una
calificación menor a 10 o me entraba una depresión terrible. En la Facultad de
Derecho terminé con promedio de 9.9, por error de un anciano maestro, don
Andrés Serra Rojas, que se equivocó al llenar mi boleta de calificación, y
nunca pude lograr la corrección. En la especialidad de administrativo,
constitucional y amparo, en la maestría, y en el doctorado en derecho, tuve 10
como promedio general. Sólo así podía ser feliz y vivir en paz.
Claro que siempre, y afortunadamente, hay espacio para el
revisionismo en la historia personal.
Ahora que en edad madura contemplo mis
fotografías de juventud, me digo: Si no era tan feo. Tal como me lo dijo mi
cuñada Lourdes Córdoba, que se casó con mi hermano Rey en Altar, Sonora; cuando
me conoció, lo primero que dijo fue: Pero si no eres tan feo como me habían
dicho. ¿Qué le habrían contado de mí?
“Infancia es destino” dicen los entendidos en la materia
y Rascón Banda tuvo oportunidad de confirmarlo con su propia vida.
Así se forma un dramaturgo. Las
primeras imágenes y sucesos que vive y las primeras voces que escucha, más la
vida familiar, escolar y social del pueblo, barrio o ciudad donde uno se
desenvuelve, determinan si uno es maestro, escritor, compositor, torero,
futbolista, médico, abogado, actor o diputado.
Con el nombre que mi madre me puso me
condenó a ser escritor, y con la infancia que tuve no podía ser más que
dramaturgo.
"Afortunadamente" --decimos desde el foro los muchos beneficiados
por su obra.
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