El surgimiento de las ciudades
constituyó un paso muy importante en el desarrollo social al tiempo que con
ello se presentaron problemas de consideración; uno de ellos fue el del baño.
Hubo de pasar mucho tiempo antes de
que dentro de las casas existieran cuartos de baño con el drenaje
correspondiente. Luis Fernández Zaurín da cuenta de ello. “Existía [durante el
siglo XVII] (...) la costumbre de que los vecinos de las casas, especialmente
en Madrid, vaciara por las ventanas el líquido amarillo que llenaba orinales y
barricas. Lo hacían al grito de ‘¡Agua va!’. Era, más que nada, un aviso a
navegantes no fuese que uno estuviera paseando por la calle y se encontrara
remojado por un chapuzón maloliente.” Allí sitúa la opinión pública el origen
de la expresión “¡Aguas!” como sinónimo de atención, cuidado, alerta.
Si los baños domésticos eran precarios
ni qué decir de la ausencia de locales públicos, por lo que en caso de urgencia
había que dirigirse a lugares poco visibles. Alguno de estos sitios fueron del
agradado de la clientela por lo que los olores distaban en mucho de ser
agradables. Ante ello los vecinos se vieron obligados a ensayar diversas
estrategias buscando desanimar el uso de tales sitios: exhorto personalizado,
carteles invitando a la decencia, colocación de imágenes religiosas para dotar
al lugar de cierta sacralidad, etc. A
juzgar por lo que afirma Fernández Zaurín los resultados no fueron los
esperados.
Durante el siglo
XVII era muy frecuente que la gente orinara en las esquinas de las calles o en
las fachadas de los edificios. Uno puede imaginarse los olores que hacían
entonces las calles de las ciudades. (...)
Las autoridades
ordenaron parar aquella nefasta costumbre que suponía un grave problema de salubridad
para los ciudadanos de la capital. Se colocaron entonces una serie de
crucifijos en las calles, con una inscripción junto a la cruz que rezaba así: «Donde
hay una cruz no se orina».
Caminaba Quevedo
cierta tarde por Madrid y tuvo necesidad imperiosa de orinar. Intentó hacerlo
en un rincón con tal mala fortuna que allí había también una cruz con la
leyenda escrita. Sin pensárselo dos veces el autor de Doctrina moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas
ajenas añadió al texto: «Y donde se orina no se ponen cruces».
Con estos antecedentes queda claro que
no se trata de un problema exclusivo de la ciudad de México; pero qué difícil resulta
en esta urbe encontrar un baño público cuando apura la necesidad. Y como
siempre el problema se complica aún más para quienes no tienen la posibilidad
de consumir algo en cantinas o restaurantes lo que les permitiría superar al
trance en una rápida escapada al baño. Con el fin de alejar a los visitantes no
bienvenidos, es posible leer a la entrada de estos locales la vieja y antipática
advertencia: “los baños son sólo para uso de los clientes”.
A resulta de ello es mucha la gente
que hace sus necesidades en plena vía pública. Y la historia se repite: algunos
vecinos colocan imágenes religiosas para evitar que el frente de su casa sea
utilizado como baño público. Hay quien valorando esa opción, como en el caso de
Gonzalo Celorio, finalmente resuelve desistir de ella.
Dejo la casa de
Tiziano expulsado por la degradación. (...) La calle se ha vuelto un excusado
público y es menester sortear las boñigas perrunas y humanas para llegar a la
puerta, que invariablemente está orinada, con perdón de ustedes. Alguna vez pensé empotrar en la jamba del zaguán, justo
arriba de donde se orinan los viandantes, un mosaico con la imagen venerable de
la Virgen de
Guadalupe, a ver si de esa manera respetaban el lugar, pero tuve temor a la
profanación, ay, Virgencita, tú me habrás de perdonar pero ya me anda y ni
manera.
Esta problema citadino cuenta con
remotos antecedentes. Si alguien tiene dudas al respecto, advierta lo que sucedía
a fines del siglo XVIII de acuerdo a la descripción de Alejandro Rosas.
A fines del siglo
XVIII, era común que en la
Ciudad de México mucha gente hiciera sus necesidades
fisiológicas en la calle. En 1790, el virrey Revillagigedo expidió un bando
para castigar este tipo de conducta. Con la primera falta los hombres cumplían
veinticuatro horas de encarcelamiento; cuarenta y ocho por reincidir y las
mismas horas si insistían en violar el bando del virrey aunque con una
modalidad nada agradable: se les colgaba de cabeza hasta cumplir con el castigo.
Las mujeres padecían penas aun más severas: tres días de cárcel en cualquiera
de los casos, pero si cometían el delito por tercera vez se le agregaban veinticinco azotes en dos tandas. Los
castigos apenas eran suficientes “para remediar el indecentísimo abuso que
tiene la plebe de ambos sexos de ensuciarse en las calles y plazuelas.”. El
enojo del virrey Revillagigedo estaba justificado. Cuando llegó a la ciudad de
México en 1790, la capital novohispana era prácticamente un chiquero, lo cual
pudo remediar con el tiempo. (...)
Y como todo un
visionario fue más lejos: consideró que el problema era también de educación,
por lo cual decidió que desde la escuela se enseñara a los alumnos a utilizar
lugares especiales para hacer sus necesidades fisiológicas: “Debiendo cuidar
principalmente los maestros de escuela que los niños y niñas se críen con el
debido pudor y decoro, velarán de que no salgan a ensuciarse a la calle,
teniendo en las mismas escuelas parajes destinados al efecto, donde sólo se les
permitirá ir uno a uno, bajo la pena irremisible de privación de ejercicio al
maestro que faltare a una cosa tan esencial a la buena educación”. Con el
virrey Revillagigedo la capital de la Nueva España vivió su época de oro, y con el
tiempo una frase que nació bajo su gobierno se hizo famosa hasta nuestros días:
“Maestro, ¿puedo ir al baño?”
Un siglo después, en 1894, la ausencia
de baños públicos subsistía y Manuel Gutiérrez Nájera se permite formular una
arriesgada hipótesis: el problema bien que podría ser el resultado de un
acuerdo secreto signado entre el gobierno y los cantineros.
El gobierno del
Distrito cree que es conveniente, necesario, el desagüe parcial de la ciudad,
el desagüe del Valle, pero no estima que el desagüe de los ciudadanos sea
indispensable o digno de atención. Él tiene entendido que cuando sale uno a la
calle (...) no tiene necesidades que cubrir, ni diligencias que evacuar y puede
aplazar la liquidación de negocios urgentes, perentorios, para cuando regrese
al domicilio conyugal, a la casa paterna, al cuarto del hotel o a la posada.
Reconoce el
gobierno del Distrito que el ciudadano tiene la necesidad de comer y la
necesidad de beber; pero no le reconoce otras necesidades, las opuestas; no
conoce el reverso de la medalla de este asunto. (...)
Y como es
imposible desobedecer a la
Madre Naturaleza , como no hay sofismas que valgan contra la
fuerza de los hechos; el ciudadano a quien acomete de improviso o no de
improviso, una imperiosa necesidad de las que persigue por clandestinas el
gobierno, se ve en la triste disyuntiva de morir con el agua al cuello o de
entrar a una tienda (o sea cantina) en donde hay refugio para los pecadores y
consuelo para los afligidos. (...)
Pero resulta de
esto que el gobierno subvenciona indirectamente a las cantinas, les envía
parroquianos por necesidad, y protege un vicio desastroso. Porque, nadie pasa
sin hablar al portero; ninguno sale de ahogos sin tomar una copa. Ahora bien,
si un individuo tiene la difícil facilidad de que hablan los poetas; si se
ahoga en un vaso de agua; si su retentiva no es muy grande y con frecuencia
tiene la necesidad de desahogar sus penas en el seno de la cantina o de la
tienda, calcúlese la cantidad de alcohol que absorberá por culpa del gobierno.
Y por lo mismo, calcúlese también... ¿A qué seguir? Este es un verdadero
círculo vicioso.
Esperemos pues de
esperanzas vive el hombre, un sincero mea culpa del superior gobierno
del Distrito.
Por cierto que algunos baños de
pulquerías y cantinas han sido objeto de diversos artículos y ensayos; Ana Clavel
ha abordado la cuestión.
Un
caso extremo es la pulquería 60 Colorado (2ª de Roldán y Manzanares), visitada
por estibadores, albañiles y trabajadores del barrio de la Alhóndiga , cuyo
mingitorio se encuentra a un lado de la entrada principal, a la vista de todos
los presentes, justo debajo de un mensaje escrito en la pared que reza sin
tapujos: “$1.00 la miada para coperación de las flores de la Virgen. Gracias ”.
Otra
variante inusitada es la que se presenta en salones de larga existencia como el
bar Mancera (Venustiano Carranza 49) y la Guadalupana de
Coyoacán, en los que al pie de la barra todavía se extiende una canaleta que
desaguaba fuera del establecimiento y cuya función original muy pocos conocen:
un mingitorio comunitario de modo que, después de un par de tragos, los
parroquianos se bajaban la bragueta sólo preocupándose de no salpicar. Por
supuesto, eran tiempos de otro tipo de controles de sanidad y sobre todo,
tiempos en los que las mujeres tenían prohibida la entrada a las cantinas.
De esta manera, y gracias al buen
oficio del cantinero, los clientes evitaban tener que hacer desplazamientos que
-además de incómodos y dadas las condiciones en que se encontraban- pudieran
poner en peligro su propia seguridad.
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