martes, 11 de junio de 2013

Los baños en la ciudad de México

El surgimiento de las ciudades constituyó un paso muy importante en el desarrollo social al tiempo que con ello se presentaron problemas de consideración; uno de ellos fue el del baño.

Hubo de pasar mucho tiempo antes de que dentro de las casas existieran cuartos de baño con el drenaje correspondiente. Luis Fernández Zaurín da cuenta de ello. “Existía [durante el siglo XVII] (...) la costumbre de que los vecinos de las casas, especialmente en Madrid, vaciara por las ventanas el líquido amarillo que llenaba orinales y barricas. Lo hacían al grito de ‘¡Agua va!’. Era, más que nada, un aviso a navegantes no fuese que uno estuviera paseando por la calle y se encontrara remojado por un chapuzón maloliente.” Allí sitúa la opinión pública el origen de la expresión “¡Aguas!” como sinónimo de atención, cuidado, alerta.

Si los baños domésticos eran precarios ni qué decir de la ausencia de locales públicos, por lo que en caso de urgencia había que dirigirse a lugares poco visibles. Alguno de estos sitios fueron del agradado de la clientela por lo que los olores distaban en mucho de ser agradables. Ante ello los vecinos se vieron obligados a ensayar diversas estrategias buscando desanimar el uso de tales sitios: exhorto personalizado, carteles invitando a la decencia, colocación de imágenes religiosas para dotar al lugar de cierta sacralidad, etc.  A juzgar por lo que afirma Fernández Zaurín los resultados no fueron los esperados.

Durante el siglo XVII era muy frecuente que la gente orinara en las esquinas de las calles o en las fachadas de los edificios. Uno puede imaginarse los olores que hacían entonces las calles de las ciudades. (...)
Las autoridades ordenaron parar aquella nefasta costumbre que suponía un grave problema de salubridad para los ciudadanos de la capital. Se colocaron entonces una serie de crucifijos en las calles, con una inscripción junto a la cruz que rezaba así: «Donde hay una cruz no se orina».
Caminaba Quevedo cierta tarde por Madrid y tuvo necesidad imperiosa de orinar. Intentó hacerlo en un rincón con tal mala fortuna que allí había también una cruz con la leyenda escrita. Sin pensárselo dos veces el autor de Doctrina moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas ajenas añadió al texto: «Y donde se orina no se ponen cruces».

Con estos antecedentes queda claro que no se trata de un problema exclusivo de la ciudad de México; pero qué difícil resulta en esta urbe encontrar un baño público cuando apura la necesidad. Y como siempre el problema se complica aún más para quienes no tienen la posibilidad de consumir algo en cantinas o restaurantes lo que les permitiría superar al trance en una rápida escapada al baño. Con el fin de alejar a los visitantes no bienvenidos, es posible leer a la entrada de estos locales la vieja y antipática advertencia: “los baños son sólo para uso de los clientes”.

A resulta de ello es mucha la gente que hace sus necesidades en plena vía pública. Y la historia se repite: algunos vecinos colocan imágenes religiosas para evitar que el frente de su casa sea utilizado como baño público. Hay quien valorando esa opción, como en el caso de Gonzalo Celorio, finalmente resuelve desistir de ella.

Dejo la casa de Tiziano expulsado por la degradación. (...) La calle se ha vuelto un excusado público y es menester sortear las boñigas perrunas y humanas para llegar a la puerta, que invariablemente está orinada, con perdón de ustedes. Alguna vez  pensé empotrar en la jamba del zaguán, justo arriba de donde se orinan los viandantes, un mosaico con la imagen venerable de la Virgen de Guadalupe, a ver si de esa manera respetaban el lugar, pero tuve temor a la profanación, ay, Virgencita, tú me habrás de perdonar pero ya me anda y ni manera.

Esta problema citadino cuenta con remotos antecedentes. Si alguien tiene dudas al respecto, advierta lo que sucedía a fines del siglo XVIII de acuerdo a la descripción de Alejandro Rosas.

A fines del siglo XVIII, era común que en la Ciudad de México mucha gente hiciera sus necesidades fisiológicas en la calle. En 1790, el virrey Revillagigedo expidió un bando para castigar este tipo de conducta. Con la primera falta los hombres cumplían veinticuatro horas de encarcelamiento; cuarenta y ocho por reincidir y las mismas horas si insistían en violar el bando del virrey aunque con una modalidad nada agradable: se les colgaba de cabeza hasta cumplir con el castigo. Las mujeres padecían penas aun más severas: tres días de cárcel en cualquiera de los casos, pero si cometían el delito por tercera vez se le agregaban  veinticinco azotes en dos tandas. Los castigos apenas eran suficientes “para remediar el indecentísimo abuso que tiene la plebe de ambos sexos de ensuciarse en las calles y plazuelas.”. El enojo del virrey Revillagigedo estaba justificado. Cuando llegó a la ciudad de México en 1790, la capital novohispana era prácticamente un chiquero, lo cual pudo remediar con el tiempo. (...)
Y como todo un visionario fue más lejos: consideró que el problema era también de educación, por lo cual decidió que desde la escuela se enseñara a los alumnos a utilizar lugares especiales para hacer sus necesidades fisiológicas: “Debiendo cuidar principalmente los maestros de escuela que los niños y niñas se críen con el debido pudor y decoro, velarán de que no salgan a ensuciarse a la calle, teniendo en las mismas escuelas parajes destinados al efecto, donde sólo se les permitirá ir uno a uno, bajo la pena irremisible de privación de ejercicio al maestro que faltare a una cosa tan esencial a la buena educación”. Con el virrey Revillagigedo la capital de la Nueva España vivió su época de oro, y con el tiempo una frase que nació bajo su gobierno se hizo famosa hasta nuestros días: “Maestro, ¿puedo ir al baño?”

Un siglo después, en 1894, la ausencia de baños públicos subsistía y Manuel Gutiérrez Nájera se permite formular una arriesgada hipótesis: el problema bien que podría ser el resultado de un acuerdo secreto signado entre el gobierno y los cantineros.

El gobierno del Distrito cree que es conveniente, necesario, el desagüe parcial de la ciudad, el desagüe del Valle, pero no estima que el desagüe de los ciudadanos sea indispensable o digno de atención. Él tiene entendido que cuando sale uno a la calle (...) no tiene necesidades que cubrir, ni diligencias que evacuar y puede aplazar la liquidación de negocios urgentes, perentorios, para cuando regrese al domicilio conyugal, a la casa paterna, al cuarto del hotel o a la posada.
Reconoce el gobierno del Distrito que el ciudadano tiene la necesidad de comer y la necesidad de beber; pero no le reconoce otras necesidades, las opuestas; no conoce el reverso de la medalla de este asunto. (...)
Y como es imposible desobedecer a la Madre Naturaleza, como no hay sofismas que valgan contra la fuerza de los hechos; el ciudadano a quien acomete de improviso o no de improviso, una imperiosa necesidad de las que persigue por clandestinas el gobierno, se ve en la triste disyuntiva de morir con el agua al cuello o de entrar a una tienda (o sea cantina) en donde hay refugio para los pecadores y consuelo para los afligidos. (...)
Pero resulta de esto que el gobierno subvenciona indirectamente a las cantinas, les envía parroquianos por necesidad, y protege un vicio desastroso. Porque, nadie pasa sin hablar al portero; ninguno sale de ahogos sin tomar una copa. Ahora bien, si un individuo tiene la difícil facilidad de que hablan los poetas; si se ahoga en un vaso de agua; si su retentiva no es muy grande y con frecuencia tiene la necesidad de desahogar sus penas en el seno de la cantina o de la tienda, calcúlese la cantidad de alcohol que absorberá por culpa del gobierno. Y por lo mismo, calcúlese también... ¿A qué seguir? Este es un verdadero círculo vicioso.
Esperemos pues de esperanzas vive el hombre, un sincero mea culpa del superior gobierno del Distrito.

Por cierto que algunos baños de pulquerías y cantinas han sido objeto de diversos artículos y ensayos; Ana Clavel ha abordado la cuestión.

Un caso extremo es la pulquería 60 Colorado (2ª de Roldán y Manzanares), visitada por estibadores, albañiles y trabajadores del barrio de la Alhóndiga, cuyo mingitorio se encuentra a un lado de la entrada principal, a la vista de todos los presentes, justo debajo de un mensaje escrito en la pared que reza sin tapujos: “$1.00 la miada para coperación de las flores de la Virgen. Gracias”.
Otra variante inusitada es la que se presenta en salones de larga existencia como el bar Mancera (Venustiano Carranza 49) y la Guadalupana de Coyoacán, en los que al pie de la barra todavía se extiende una canaleta que desaguaba fuera del establecimiento y cuya función original muy pocos conocen: un mingitorio comunitario de modo que, después de un par de tragos, los parroquianos se bajaban la bragueta sólo preocupándose de no salpicar. Por supuesto, eran tiempos de otro tipo de controles de sanidad y sobre todo, tiempos en los que las mujeres tenían prohibida la entrada a las cantinas.
 
De esta manera, y gracias al buen oficio del cantinero, los clientes evitaban tener que hacer desplazamientos que -además de incómodos y dadas las condiciones en que se encontraban- pudieran poner en peligro su propia seguridad.
 

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