Algunos escritores
y poetas llegan al corazón de muchas personas, que entre ellas tienen pocas
cosas en común. Se trata de un privilegio que disfrutan los elegidos y uno de
ellos fue, y sigue siendo, Jaime Sabines.
Pocos poemas se
han recomendado tanto de mano en mano y de boca en boca, como “Los amorosos”
que, sin embargo, ha resistido de buena manera los embates de la popularidad. A
ello se refiere Carlos Monsiváis.
¡Qué notable! El
poema resiste al desgaste; no lo han pulverizado la nube de los declamadores ni
su uso tan extendido en los pormenores de la seducción a la antigua. Los amorosos se ponen a cantar entre labios
/ una canción no aprendida. La emoción de los presentes es genuina, y mis
preguntas mentales inevitables: ¿Cómo se posesionan de la poesía aquellos que sólo
por excepción la toman en cuenta?
Con ese texto
sucede lo que a ciertas canciones que permaneciendo inmortalizadas en la voz de
un intérprete, posteriormente se niegan a someterse a los afanes de otros
cantantes que se atrevieron a intentarlo. Cuando uno escucha “Los amorosos” en
voz de Sabines (http://www.youtube.com/watch?v=YMU1RKzt9cw) no es recomendable que luego preste oídos a otra voz que asuma
ese reto. A ese respecto señala Monsiváis: “Sabines lee admirablemente, se
conmueve sin necesidad de exaltación, y, al prescindir del énfasis, ilumina su
obra dotándola de esa gran reticencia que es la voz tranquila.”
Si la poesía
convoca multitudes no todo está perdido.
En la explanada de
Bellas Artes, ante la pantalla, los que no alcanzaron a entrar aguardan. Colas,
expectativas de regocijo, las seiscientas sillas ocupadas, y tal vez mil
personas de pie. Un gran número de los asistentes no frecuenta la poesía (esto
de algún modo se reflejaría en la venta de libros), pero están al tanto de un
escritor al que, por así decirlo, desde el primer momento se ha releído. Si les
preguntan, algo innecesario, se confesarían inscritos en la Orden de los
Amorosos, de los que, inesperadamente en el fin del siglo XX, le atribuyen a
las imágenes literarias el don de las metamorfosis, mientras abordan la poesía
instantánea para elogiar a los poemas. "Híjole, que lástima que no traje
mi caudal de lágrimas." (…)
-"¡Otra,
otra, otra!-" Sabines se incorpora, y el aplauso arrecia y las jovencitas
suben a entregarle flores, los jóvenes van en pos del autógrafo, la vigilancia
de Bellas Artes actúa para vetar la ingestión simbólica. "¡Sabines al
poder!"
Y es así que se producen encuentros
imprevisibles. La boxeadora Laura Serrano –citada por Alejandro Toledo- comenta
al poeta de que manera tuvo acceso a su obra.
Cuenta la
boxeadora:
-Yo, don Jaime,
descubrí sus poemas hace apenas tres años. Mi papá era encargado en una
pulquería y llegaba gente que le decía, por ejemplo: «Deme tantos litros y le
dejo este cinturón». Y así le iban dejando cosas. En uno de esos intercambios
se quedó con un tomo en pasta dura roja que contenía poemas, aún lo conservo, y
en él venía el poema «Los amorosos». Era una antología de poesía mexicana
preparada por Carlos Monsiváis. Tanto me conmovieron esos versos que cuando
encontraba el poema en algún libro, doblaba la esquina de las hojas. Luego
busqué la obra reunida, el Nuevo recuento
de poemas, que me gusta muchísimo. (…)
Así, poeta y
boxeadora, Jaime Sabines y Laura Serrano, celebraron un único encuentro. Fuera
del cuadrilátero y los libros, round por
round, verso a verso (como diría Antonio Machado), la charla ocurre.
Entre sus fieles seguidores era
posible distinguir a un grupo plural (en ocupaciones, nivel económico, edades,
etc.) de incondicionales expertos en su obra. Así quedó de manifiesto cuando en
una de sus presentaciones estaba leyendo algunos textos de su libro “Nuevo
Recuento de Poemas”. En un momento anunció el poema “La luna”, transcurrieron
algunos instantes sin que lograra hallarlo en el mar de páginas de su propio
libro, hasta que uno de los asistentes le indicó con un grito: “Jaime: está en
la página 288”. Sabines obedeció, agradeció y dio comienzo a la lectura.
La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y como sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de
filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de
conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las
clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de
los ancianos
ayudan a bien morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de
la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.
Uno de los temas
recurrentes en la obra del poeta es el de la muerte, particularmente en “Algo sobre la muerte del
mayor Sabines”; sin olvidar otros textos como el que dice:
¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a
los muertos! ¡De matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la
tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy
esperando que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente:
¿Por qué lloras?
Por eso me
sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen
lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada,
terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no
sales.
Me dan risa,
luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla:
¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que
nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los
animales, o tirarlo a un río?
Habría que tener
una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua
corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.
Sabines encontraba la manera adecuada
de hacerse presente cuando sus amigos atravesaban tiempos turbulentos. Silvia
Tomasa Rivera narra su propia experiencia.
(...) Vuelvo
a 1989. La realidad es que el Negro estaba muerto y yo no tenía trabajo, ni
dinero, ni ganas de ver a nadie. Me entró una especie de agorafobia. Mis
amigos, cuando lograba abrirles, me dejaban en la mesa algún dinero y
comestibles. El doctor me había prohibido terminantemente tomar alcohol. Y yo
no quería tomar antidepresivos. Los meses pasaban y el dolor no cedía; parecía
que había enterrado a mi hermano el día anterior. Una noche abrí una botella de
vino. No lo hubiera hecho: hacia la madrugada le estaba llamando a Jaime
Sabines en un acceso de llanto incontenible. “No chinges”, me dijo, “cómo te
vas a estar emborrachando cuando acabas de enterrar a un muerto. Eres una
cabrona cobarde, yo te tenía en otro concepto. Sufre en tu juicio, no seas
pendeja. De aquí en adelante todas las noches y sin ninguna gota de alcohol,
vas a leer ‘algo sobre La muerte del Mayor Sabines’, el poema de Miguel
Hernández a la muerte de Ramón Sijé y las ‘Coplas por la muerte de su padre’ de
Jorge Manrique, y duélete y súfrete hasta que no puedas más. Es la única manera
de salir, dejando que el dolor haga lo suyo. Ve a verme mañana a la Cámara de Diputados”. Fui
al otro día. Sabines me dio dinero para mantenerme. “No trabajes”, me dijo,
“ahora vas a ser una llorona de tiempo completo”. Era enorme. Me le colgué
literalmente del pescuezo y él me abrazaba y me daba palmadas en la espalda,
diciéndome con voz pausada como si fuera un Dios: “Ya pasó, ya pasó”.
No se si por agradecimiento ante estas
recetas que curan el alma, pero lo cierto es que el afecto que generaba el
poeta se mantenía invariable más allá de sus opiniones políticas, que con
frecuencia estaban muy distanciadas de las de buena parte de su público. Es que
a Sabines -se escuchaba decir- se le puede disculpar eso y mucho más.
El
afecto y admiración que concitaba se extendió a muchos de sus colegas, como lo
demuestra el hecho que Hugo Gutiérrez Vega haya propuesto canonizarlo en el
santoral laico.
Canonicemos a Jaime Sabines por
haber canonizado a las putas, los tristes, los amorosos, los vivos, los por
morirse y los muertos, saltándose a la chiapaneca, los preceptos del canon.
Canonicemos a Jaime Sabines por
haber dado a todas las gentes pequeñas –es decir, todos nosotros— las palabras
para expresar el amor, la ausencia, el olvido y los benditos segundos del
éxtasis.
Canonicemos a Jaime Sabines por
levantar, como don Jorge Manrique y Federico García Lorca, su protesta humana
frente al interminable fracaso de la creación.
Canonicemos a Jaime Sabines por
ser nuestro poeta más entrañable, más sabio en poesía, más memorizado por su
pueblo, más luminoso y hundido en las sombras, más cargado de humanidad
adolorida y jubilosa... y menos, pero mucho menos canónico.
Cuánta falta nos hace Jaime Sabines en
estos momentos tan difíciles que vivimos; menos mal que nos dejó algunas
recomendaciones que conviene no perder de vista.
(...) Encontrarse, de pronto, con
las manos vacías,
con el corazón vacío,
con la memoria como una ventana
hacia la obscuridad,
y preguntarse: ¿qué hice?, ¿qué
fui?, ¿en dónde estuve?
Sombra perdida entre las sombras,
¿cómo recuperarte, rehacerte, vida?
Nadie puede vivir de cara a la
verdad
sin caer enfermo o dolerse hasta los
huesos.
Porque la verdad es que somos
débiles y miserables
y necesitamos amar, ampararnos,
esperar, creer y
afirmar.
No podemos vivir a la intemperie
en el solo minuto que nos es dado.
Gracias, Maestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario