Han existido desde siempre y
posiblemente puedan pelear la condición de formar parte del “oficio más antiguo
del mundo”. Infaltables en toda ciudad que se precie de tal, deambulan por calles
y parques. Hay quienes con su sola presencia provocan el rechazo de los demás, pero también están aquellos que conservan el
cuidado –claro que con las limitaciones propias de sus circunstancias- de su
persona. Suelen representar mucho más edad que la que en realidad tienen. Están
quienes viven en la calle desde siempre y también aquellos que trasmiten la
sensación de que hace muy poco que se incorporaron al gremio. En cada uno de
ellos habita una historia desconocida que podrían servir de argumento a libros o películas de gran
suceso.
Los menos se marginaron de “la vida en
sociedad” por voluntad propia, los más fueron obligados a ello por
circunstancias personales, familiares o laborales. Por lo general no piden
limosna (aun cuando en la mayoría de los casos no le hacen el feo a unos pesos,
una torta, un refresco o un cigarro). Algunos duermen siempre en el mismo lugar
(un parque, bajo un puente, un cajero automático, la entrada de un edificio…),
mientras que otros prefieren quedarse siempre en un lugar diferente, en donde
les agarre la noche.
Al estar la vida social tan regulada
por obligaciones familiares, horarios laborales, objetivos de realización
personal, etc., estos habitantes de la ciudad se sitúan en el otro extremo: no
tienen trabajo a desempeñar, horario que respetar, prisas para llegar a ningún
lado.
A los políticos no les interesan
mayormente porque ni siquiera tienen los documentos necesarios para votar; ni
se diga a los comerciantes ya que no cumplen con los requisitos mínimos que
cualquier cliente debería reunir.
Se los identifica de diversas maneras:
vagos, marginados, vagabundos, mal entretenidos, excluidos… Luis Melnik
sostiene que la palabra “extravagante” procede del latín, “extra vagari”, que
significa salir del curso, andar sin objeto. De allí viene la expresión
vagabundo.
El capitalismo de alguna manera los
tolera y de muchas los produce; el socialismo en su momento pretendió
obligarlos a integrarse a la sociedad (hace algunos años se contaba que en Cuba
habían muy pocos vagabundos que mantenían esa condición desde antes de la
Revolución y que tenían autorización para ejercer como tales).
No son pocos los que conservan muy
malos recuerdos del trato con las autoridades (en particular con la policía) y
de los tiempos en que vivieron bajo techo. Es así que cuando llega la temporada
de frío intenso no es tarea sencilla que acepten concurrir a los refugios
dispuestos a tal objeto.
Pero no se vaya a creer que para ser
un buen vagabundo no hay que cumplir con requisito alguno. Hace ya unos cuantos
años Roberto Arlt se refería a las condiciones que debía tener quien quisiera
callejear por la ciudad de Buenos Aires.
Comienzo por
declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones
de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia
la de los ojos abiertos". (…)
Para un ciego, de
esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada
hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de
novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco
despierto! (…)
Los
extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que
se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle
lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los
hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate,
mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones
de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos,
danzan su zarabanda infernal.
(…) he llegado a
la conclusión de que aquel que no encuentra todo el universo encerrado en las
calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las
ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es
ciego en Madrid o Calcuta…
Recuerdo
perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos
que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más
útil para el entendimiento es la escuela de la calle, escuela agria, que deja
en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no
dicen jamás. (…)
Sin embargo, aún
pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse
unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más
sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque
más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a
Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los
hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo
eran.
En una suerte de espejo, es posible que
los incluidos tengamos por los vagabundos la misma lástima que ellos nos tienen
a nosotros (tal vez porque como afirma Nicolas Boileau “quien vive contento con
nada, posee todas las cosas”). Ignacio Aldecoa profundiza en esta cuestión.
Bienaventurados
los vagos, porque sólo son egoístas de sombra o de sol, según el tiempo.
Bienaventurados porque son despreciados y les importa un comino. Bienaventurados
porque son como niños y les gusta jugar a cazadores para alimentarse y no para
divertirse. Bienaventurados porque tienen el alma sensible y se duelen de las
desgracias del prójimo: de que el prójimo trabaje demasiado, de que el prójimo
luche por una posición en la vida, de que el prójimo sea tonto. (...) Bienaventurados
los vagos.
No les preocupa en lo más mínimo cuestiones
como productividad, devaluación de la
moneda, competitividad, marcas, modas, indicadores de la bolsa, éxito y una
larga lista de todo aquello que se ha convertido en centro de la vida social.
Tal vez de allí provenga esa sonrisa
respetuosa pero indisimulada con la que algunos de ellos nos ven mientras
corremos para cumplir con las exigencias de la vida actual.
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