En tiempos en que eran muchos quienes
no sabían leer y escribir, el trabajo de escribano adquiría especial relevancia
y quienes a ello se dedicaban estaban revestidos de prestigio social. Además de
ser buenos en el manejo de la letra, debían saber interpretar las demandas de
la clientela. A ello se refiere un autor que firma Ash.
Sentado
en la plaza lee y fuma mientras espera a la clienta habitual. Ella, analfabeta,
ocupa el taburete frente a él y le muestra su corazón. Le confía anhelos y
amores que él, como intérprete autorizado de sentimientos y propósitos,
transcribe por comisión. Son palabras bellas que la remitente se adjudica sin
pudor, y no sabe que el escribano, cursi y machacón, envía al destinatario la
frase íntima que, aunque parece original, viene de un repertorio que se ha
vuelto moda por repetición (tampoco sabe que el librito de poemas es
insustituible en la labor). Semanas después regresa la mujer: Ahora trae la
carta de respuesta, que el escribiente -¿quién más?- le puede descifrar. Y es
casi seguro que al otro lado de la comunicación se halle otro evangelista que
ha respondido con fervor.
Escribir
correctamente no era cosa común porque la habilidad requería no sólo saber
leer, sino tener acceso a los libros para aprender.
Con
algo de poeta, y otro poco de tinterillo notarial, el escribano público, o
evangelista, durante mucho tiempo fue la única posibilidad de comunicación epistolar.
Modesto y silencioso en el mercado popular, el amanuense fue visto como persona
de cierta dignidad, y es que había pocos que sabían usar pluma, tinta y papel.
A poco de llegar a ciudad de México me
instalé junto a mis inolvidables amigos en un departamento en cuarto piso por
escalera de un antiguo y hermoso edificio, de los tantos que es posible
encontrar en el centro histórico. Situado sobre la calle Luis González Obregón
que a pocos metros cambia su nombre por el de Cuba, a media cuadra de la plaza de Santo Domingo,
sede de la primera manifestación estudiantil habida en América.
Todas las plazas tiene su personalidad
y ello es muy notorio en la de Santo Domingo, en cuyos alrededores se congrega
un buen número de imprentas por lo que a todas horas es posible ver desde estudiantes
a punto de graduación consultando precios para la publicación de sus tesis
hasta el padrino que busca imprimir estampitas para el bautizo que se aproxima.
Bajo sus portales estaban los
escribanos o evangelistas, que en su oficina abierta que constaba de una pequeña
mesa y dos sillas mostraban sus destrezas en el oficio de escribir a máquina.
En aquellos años por lo general trabajaban con unas Remington de tamaño regular
aunque todavía era posible ver alguna Underground que se resistía al retiro.
Con frecuencia debía llenar
formularios para diversos trámites por lo que me convertí en asiduo cliente de
don Lupe quien llevaba varias décadas laborando al pie de la máquina y siendo
un verdadero profesional que hacía sus trabajos con una prolijidad y rapidez
asombrosas. Recuerdo con afecto cuando me decía que le llegaban gentes muy
humildes y que con frecuencia hacía trabajos gratis porque “unos tecladazos
nunca se deben negar al necesitado”.
Homero Bazán recuerda las buena épocas
de los evangelistas que, además de en Santo Domingo, era posible encontrar en
diversos rumbos de la ciudad.
En épocas de
buenos deseos, cuando las palabras amelcochadas se resbalaban por la lengua de
los capitalinos igual que la demagogia en un político corrupto, las cartas y
tarjetas navideñas inundaban los buzones y muchos que no sabían leer ni
escribir contrataban las artes de los evangelistas que se apostaban en alguna
esquina para hacer palpable hasta la cursilería más ingenua.
No sólo en Santo
Domingo se les encontraba, también en los zaguanes de la Romita , en los mercados de la Obrera y la Hidalgo , en los callejones
de Coyoacán, en las iglesias de Tacubaya y hasta en sus propias viviendas
ubicadas en barrios populares. Con una gastada máquina de escribir o unas
cuantas plumas y tintas, estos escribanos, capturaron durante décadas las ideas
y palabras de los capitalinos que engrosaban las estadísticas de analfabetismo
nacional.
En las crónicas de
antiguos viajeros se describían las colas domingueras que los capitalinos
humildes realizaban en la época decembrina junto a los portales para enviar sus
deseos de fin de año a aquellos parientes que se habían quedado en el pueblo
natal.
Tomando en cuenta
la lentitud del sistema postal de entonces, cuyas cartas con destinatarios más
lejanos tardaban hasta cuatro y seis semanas, algunos escribanos colocaban
desde el mes de noviembre letreros como: “Adelante sus felicitaciones
navideñas” o “¿Feliz Navidad en enero? Escriba ahora las tarjetas para los
suyos”.
No faltaban ocasiones en las que
tenían que hacer frente a tareas muy complejas, debiendo sortear dificultades
varias. Homero Bazán aporta más
información al respecto.
No había trabajo
imposible, decía uno de estos personajes en una entrevista publicada en 1959. A veces, afirmaba el
escribano José Hermosillo, la verdadera dificultad consistía en traducir los
deseos del cliente, casi siempre acompañados de suposiciones fantasiosas de los
que significaba la palabra escrita.
—Verá usté don
Teófilo, me permito decirle que esa muchacha me ha quitado el sueño todo el
mes, y mesmamente por eso quiero hacerle saber mis intenciones que no son ni
muy blancas ni muy negras, sino todo lo contrario. En resumidas cuentas quiero
que me tenga presente en navidad, pero sin que yo pierda mi injundia de macho;
o sea, sin ser uno de esos rotos arrastrados que se ponen de petate ante
cualquier par de enaguas que le marean la chirimoya.
Y tras varias
sesudas interpretaciones, así como el uso de papel azul con adornos de relieve
y sellos donde por lo general aparecían las iniciales del susodicho,
acompañadas de un motivo decembrino, la carta era finalmente perfumada con un
chisguete y puesta en un sobre.
—Oiga... ¿y la tal
Pascuala a la que le confiesa su amor... sabe leer?
—¡Ah chirrión! Se
me había pasado ese detallito don Teófilo... híjoles, mejor “voyir” al expendio
de manteca y como no queriendo le voy a decir a la condenada que se dé una
güeltecita por aquí para que le lean un recado bien precioso de un admirador...
nomás trate de ponerle mucha crema a sus tacos... yo le pago un realito extra.
No siempre el cliente quedaba satisfecho
con el trabajo, por lo que a veces se presentaban situaciones similares a la
que comenta Noel Clarasó en relación a Voltaire.
Una vez, uno de
sus criados que no sabía escribir, le pidió que le escribiera una carta a la
novia ausente. Voltaire le complació. Y, terminada la carta, la leyó en voz
alta. Y el criado le dijo:
-No está mal. Pero
añada esto: «Y te ruego que me perdones el estilo. Pero no es culpa mía. Esta
carta me la ha escrito otro».
En otros casos, y por el contrario,
quien demandaba el trabaja quedaba sumamente satisfecho ante la labor del
escribano. De ello da cuenta Eduardo Galeano.
Enrique
Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido
se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, perdone el
atrevimiento, disculpe la molestia:
-Necesito que
me escriba una carta. Una carta de amor.
-¿Yo?
- Me han dicho
que usted puede.
Enrique no era
especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:
-Yo puedo
escribir, yo sé. Pero una carta así, no sé.
-¿Y para quién
es la carta?
-Para ... ella.
-¿Y usted qué
quiere decirle?
-Si lo sé, no
le pido.
Enrique
se rascó la cabeza.
Esa noche, puso
manos a la obra.
Al día siguiente,
el albañil leyó la carta:
-Eso –dijo,
y le brillaron los ojos-. Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería
decir.
Y es que así sucede en muchas
ocasiones, ¡qué difícil saber lo que uno quiere decir!
Pasó el tiempo y para esos entonces ya me había mudado a otra colonia
muy lejos del centro. Cuando me tocaba andar por esos rumbos pasaba a saludar a
don Lupe quien ya se veía muy viejito y se quejaba de la disminución de la chamba.
La última vez que pasé por allí ya no lo encontré y uno de sus colegas me
comentó que el maestro ya no iba más por allí porque había tomado la decisión
de jubilarse e incluso me dio detalles de la gran despedida que le organizaron
-por ser uno de los decanos del oficio- en la misma plaza de Santo Domingo. Y
es que no falta razón a Homero Bazán cuando analiza el declive en la demanda de
este tipo de trabajos.
Aquellas
felicitaciones navideñas enviadas con sudor y esfuerzo fueron reemplazadas por
las tarjetas creadas en serie, aquellas donde un deseo pasaba de lo masivo a la
ilusión de lo particular, llenando de ilusiones a los más bartolos… quizá muy
pronto, alguien atestiguará el último deseo navideño escrito por un solitario
evangelista… y más aún, la última carta escrita de puño y letra, perdida en un
universo de prácticos correos electrónicos.
Actualmente son
pocos quienes en la plaza de Santo Domingo aún cultivan este oficio que ha
perdido mucho de romanticismo y ganado en burocratismo, lo que provocó la
emigración de muchos escribanos hacia la entrada de las oficinas públicas
(Hacienda, Delegaciones, Asuntos Migratorios, etc.). A ello se refiere Ash.
Urbano
por excelencia, el evangelista ha visto transcurrir el tiempo y la mutación
social, y por causas ajenas a su voluntad (o sea la burocrática reubicación) un
día se mudó con su pesadísima máquina de escribir, y se plantó discretamente en
los rumbos cercanos a las dependencias públicas para satisfacer cualquier
trámite oficial: al secretario del abogado le urgía redactar de volada una
demanda judicial; y la gente buena le hizo llenar formularios administrativos
que no cualquiera sabía descifrar: los burócratas de ventanilla exigían letra
clara y datos bien precisos bajo amenaza de regresar a la fila y repetir el
trámite una y otra vez.
Me vuelve la imagen de don Lupe y me
alegra saber que se retiró a tiempo. No creo que le hubiese hecho mucha gracia
culminar su larga y prestigiosa trayectoria llenando la forma A-7b-D aprobada
en la más reciente simplificación emprendida por la administración en turno.
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