Conservar la capacidad de asombro no es cosa sencilla ya que de acuerdo con
Carlos Fuentes los humanos tenemos “una capacidad constante para convertir la
maravilla en la rutina”.
Así hay quienes sostienen que una buena manera de cultivar el asombro
reside en viajar a lugares lejanos o instalarse en otras tierras; esto último
fue lo que decidió Ramón Gómez de la Serna con objeto de fortalecer su
capacidad artística.
Mi deber de precursor, de inventor durante toda la vida
de cosas nuevas e insólitas, me ha dado derecho a alcanzar un sitio en América,
el lugar nuevo donde, según Ortega, está “la juventud del mundo”.
En verdad, éste es el escondrijo en que me he retirado de
entrambos mundos y donde me mantengo “en estado de llegada”, que ese es el
único consejo que debe persistir en el emigrante artístico.
Pero también están aquellos que discrepan con esta forma de ver las cosas.
Tal es el caso de Anaïs Nin para quien la novedad reside en uno mismo. “Hoy la
gente está muy interesada por viajar a la Luna. Se podría llegar mucho más
lejos, sin salir de dentro de uno mismo.” Tal vez por ello en opinión de Proust
el descubrimiento no requiere nuevas tierras sino ojos nuevos; Germán Dehesa
profundiza en ello.
Marcel
Proust jamás imaginó el servicio que me
habría de proporcionar con su respuesta a esa consulta que, a principios del
siglo XX, patrocinó el periódico reveladoramente llamado L’intransigeant.
Muy sintéticamente expuesta, la pregunta que el periódico hizo fue la
siguiente: ¿qué haría usted si supiera con toda certeza que el mundo está por
terminarse? La respuesta de Proust me parece sabia y deleitosa: aprendería a
apreciar lo cotidiano; todo lo que está a mi alcance, un amor, un parque, un
museo, un amigo, se convertiría en un milagro; todo recuperaría su mejor aroma
y su mejor sabor; no habría tiempo que perder, ya no cometeríamos la tontería
de posponer nada y cumpliríamos por fin nuestra cita con la belleza.
Quizá
con palabras algo distintas, esto es lo que respondió Proust.
Hoy que tanto se habla del
blindaje –por cierto que por lo general con poco éxito- de la economía,
deberíamos procurar blindarnos ante la burocratización de la propia vida. Chesterton
lo intentó a su manera: “Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la
mentira. Pero nunca envejeceré para el asombro: siempre me seguirán asombrando
las cosas fundamentales...”
El desafío está en evitar
que nuestra visión quede prisionera de la costumbre, la rutina, las falsas
seguridades y todo aquello que nos puede ir encegueciendo en forma paulatina.
Estamos convocados a ver –y a vernos- de otra manera ya que, como sostiene
Santiago Kovadloff, “(…) si nuestra cauta lucidez predominara, no confiaríamos
en la ilusoria intimidad que propone el tuteo: al mirarnos en el espejo
sabríamos, al menos cada tanto, tratarnos, a nosotros mismos, de usted.”
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