El género novelístico adquiere enorme
relevancia en el mundo de la literatura y sus aportes son considerables. Hay
novelas que por sí solas han logrado la conversión de nuevos lectores; están
las que fortalecen el desarrollo de la imaginación; el dominio del lenguaje; el
estudio de la psicología de los personajes; el manejo de la intriga, la
descripción de escenarios, etc. Las hay que han ejercido gran influencia
ideológica y ejemplo de ello es lo que afirma el escritor Daniel Chavarría: “Mi
primer paso rumbo al comunismo lo di acicateado por la lectura de Los miserables, a los doce años.”
Con mucha frecuencia se subraya la
importancia de la primera frase en aquellas novelas que han alcanzado amplia
difusión, tal como lo señala José Antonio Marina.
En el caso de Cien
años de soledad, Gabriel García Márquez cuenta que un día escribió una
frase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo”. Se paró y se preguntó: “¿Y ahora qué carajo sigue?”
Lo que siguió fue la novela que todos ustedes conocen.
Escribir o construir una novela
implica un verdadero trabajo de ingeniería y es precisamente Jorge Ibargüengoitia,
con formación en esa disciplina, quien comenta algunos pormenores del oficio.
Una imagen evoca
otras, trae a la memoria otros instantes, fragmentos de conversaciones casi
olvidadas, la presencia física de personajes casi desconocidos; chismes, etc. A
partir de esta pequeña base y por medio de puras palabras se pone uno a
construir, un poco como rompecabezas o castillo de dados, un pequeño mundo que
resulte habitable para un desconocido -el lector- durante las dos horas y media
que le dedique a la novela. Se trata de construir una ciudad, con su historia,
su situación geográfica, sus costumbres locales. Está habitada por diez o doce
personas y miles de comparsas. Se trata de que el lector no se pierda, de que
sepa que si sale de Campomanes por el pasaje donde venden los churros va a
llegar a la calle del Triunfo de Bustos, cerca de donde viven los Espinosa. Se
trata también de que cuando oiga una conversación sepa quién es el que está
hablando.
En esta reflexión no podía faltar la
vuelta de tuerca de Ibargüengoitia que tanto lo caracterizara: “Tampoco vaya a
creerse que escribir una novela es pura hospitalidad, porque el único lector en
el que he estado pensando soy yo.”
Una vez que el novelista inicia su
obra estará obligado a una permanente toma de decisiones. Vivirá eligiendo y no
es raro que la solución a alguno de sus dilemas le llegue en sus horas de sueño
hasta donde lo alcanzan sus propios personajes. Amos Oz da testimonio de ello.
Escribir una
novela, dije en una ocasión, es como construir con un mecano todas las cadenas
montañosas de Europa. O como hacer París entero, con sus edificios, sus plazas,
sus bulevares, sus torres y arrabales, hasta el último banco de la calle, con
cerillas.
Para escribir una
novela de ochenta mil palabras debo tomar algo así como un cuarto de millón de
decisiones: no sólo decisiones sobre el boceto de la trama, quién vivirá y
quién morirá, quién amará y quién traicionará, quién se hará rico o se volverá
loco, cuáles serán los nombres de los personajes, cómo serán sus caras y cuáles
sus costumbres y ocupaciones, cómo dividirla en capítulos, cuál será el título
del libro (ésas son las decisiones sencillas, las decisiones más burdas); y no
sólo cuándo contar y cuándo silenciar, qué va antes y qué va después, qué
revelar al detalle y qué sólo con alusiones (también ésas son decisiones bastante
burdas), sobre todo se deben tomar miles de decisiones sutiles, como, por
ejemplo, si poner ahí, en la tercera frase hacia el final del párrafo, azul o
azulado. O celeste. O celeste oscuro. O tal vez azul ceniza. ¿Y poner ese azul
ceniza al comienzo de la frase? ¿O mejor que estalle al final de la frase? ¿O
en medio? ¿O que sea una frase breve independiente, un punto delante, un punto
y una nueva línea detrás? ¿O no? ¿O es mejor que ese azul se sumerja en la
arrastradora corriente de una frase compuesta y tortuosa, con muchos miembros y
abundantes subordinaciones? O tal vez lo mejor sería escribir sencillamente
cuatro palabras, «luz de la tarde», y no teñir esa luz de la tarde de ningún
gris azulado ni ningún celeste polvoriento.
Hay novelistas que no sólo las
escriben sino que las viven dado que su propia vida ofrece material más que
suficiente para una buena novela. Manuel Scorza, entrevistado por Ricardo
Garibay, da cuenta de lo que le aconteció.
Me
meaban los perros ¡pero oye, esto no es metáfora, me meaban los perros a media
calle! ¿Tú sabes lo que es que estés parado en una esquina de cualquier ciudad,
con el vientre hecho un rechinadero de hambres, lloviendo, los zapatos rotos,
sin pasaporte, ya sin mujer y sin hijos, temblando al paso de cada policía, sin
poder decirle a nadie: oiga usted, buenas tardes, ¿se acuerda de mí? Yo soy
Manuel Scorza... ¿y que de repente se te acerque un chucho, te ronde, te
olisquee, alce la pata, descargue en la hilacha mojada que llevas por pantalón,
y luego, encima, algo lo irrite, tal vez tu ruina, tu porquería, y te muerda
ligeramente, con desprecio, y se aleje poco a poco, sabiendo que no te queda
ánimo ni para darle una patada?
Otro fue el caso de Juan Ramón del
Valle-Inclán quien, de acuerdo con Rafael Escandón, se identificaba con uno de
sus personajes (el marqués de Bradomín) de quien decía el propio autor que era "un
Don Juan feo, católico y sentimental". En un pleito callejero don Juan
Ramón recibió una herida en el brazo izquierdo al que tiempo después tuvieron
que amputarle. En relación a él, no solo su vida fue de novela sino que le
hubiese significado una verdadera pesadilla dejar de ser novelista. Al respecto
narra Rafael Escandón
Fue hospitalizado
una vez, siendo menester una transfusión de sangre; pero no se encontraba su
tipo a pesar de que muchos de sus amigos ofrecieron la suya. Solamente había
uno, llamado Antonio Robles, escritor de cuentos para niños, que tenía la misma
clase de sangre que el novelista necesitaba. Pero Don Ramón no la aceptó porque
no quería "salir del hospital escribiendo cuentos infantiles".
Han existido novelistas cuya obra ha sido más
bien escasa y también hubo quienes fueron verdaderas fábricas de escritura. Tal
es el caso de Corín Tellado quien, de acuerdo con Homero Alsina Thevenet, “publicó unas cinco mil novelas, entre 1946 y 1996, lo cual supone una
producción de dos por semana”.
Ahora bien el gremio de los lectores
se puede dividir en quienes leen novelas en forma habitual y aquellos que no lo
hacen. Por mi parte integro el segundo grupo aun cuando reconozco el placer que
me han brindado algunas de ellas. Admito que las esquivo por su volumen (que en
ocasiones me impone) y también porque suelo perderme entre tantos aconteceres y
personajes. Alberto Salcedo Ramos recuerda que en una de las reiteradas ocasiones
en que le preguntaron a Jorge Luis Borges por qué no escribía novelas, se
limitó a responder: “no me gustan porque tienen mucha gente”.
Pero no es solo cuestión de que por lo
general las habitan demasiados personajes sino que además les suceden
muchísimas cosas. Alejandro Rossi profundiza en esta cuestión.
Cada vez que
aparece un personaje –aunque apenas sea el vecino-, el novelista nos informa
cuál es su estatura, el color de la corbata, sus problemas estomacales, el
trabajo que desempeña, sus hábitos amorosos y sus dificultades con el portero.
(…) El novelista (…) describe al vecino no porque le interese ese hombre cuya
vida es un bostezo y cuyas corbatas son abominables, sino porque pidió azúcar,
es decir, realizó una acción. Por
consiguiente, es necesario investigar al promotor de esa trivialidad. (…)
Cuando leo un relato casi imploro que no pase nada, que los invitados a la cena
masquen en silencio, sin tirar la sal, sin mancharse la camisa, sin derramar el
vino.
Pero con frecuencia sucede que la
realidad novelística contradice los deseos de Rossi. “Si al gordo de la derecha
–cuya biografía milagrosamente ignorábamos- se le resbala la servilleta como
resultado de un movimiento brusco, estamos perdidos. El redactor –burócrata
cansado- abrirá un expediente y nos explicará quién es la causa de una acción
tan decisiva.”
Seguramente los fanáticos del género,
por el contrario, disfrutarán todas y cada una de las peripecias que le ocurran
“al gordo de la derecha”.
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