martes, 17 de septiembre de 2013

Ciudad de México


Durante mis primeros tiempos de residir en ella, como a tantos, la ciudad de México me resultaba extraña, inabordable y muy poco agradable. Con el pasar de los años llegó la reconciliación y actualmente mantenemos un vínculo muy amigable. Sin embargo, y creo no ser muy original en ello, hubiese preferido que se encontrara más cerca del mar. Cierto día, leyendo a Jorge Ibargüengoitia entendí por qué la ciudad quedó donde quedó.

La ciudad de México fue fundada hace siete siglos por una de las tribus más agresivas de que se tenga noticia, en el centro de un lago. El agua circundante servía de defensa en tiempo de guerra, de vía de comunicación en tiempo de paz, y de alimentación en cualquier tiempo. Si no hubiera habido lago, a nadie se le hubiera ocurrido fundar una ciudad aquí, y si no hubiera habido tribus hostiles alrededor, no hubiera tenido caso fundarla en el centro de un lago. Ahora bien, con el tiempo, el lago se secó y las tribus circundantes se mezclaron y perdieron su hostilidad. Lo único que quedó fue el lodo, el hundimiento y las tolvaneras. Así que, como primera conclusión podemos decir que la ciudad está aquí, porque aquí la pusieron, pero que con su presencia en este lugar no obedece a ninguna necesidad real.       
 
El mismo autor especula acerca de cómo pudieron haber sido las cosas si el escenario se hubiese presentado en forma diferente.
 
Si los aztecas no hubieran tenido un imperio, los españoles hubieran fundado la ciudad cerca de la costa del Golfo, para quedar más cerca de casa. Esto hubiera hecho de los mexicanos grandes navegantes y, por consiguiente, buenos comerciantes, jarochos, muy alegres, mirando hacia el altiplano como quien ve el desierto. La historia hubiera sido diferente. Pero no fue así. Los españoles se internaron en el continente y con ese solo hecho determinaron una de las características fundamentales del México moderno, que es su egocentrismo.
  
Finalmente las cosas fueron como fueron y en ella nos reunimos casi en partes iguales aquellos a quienes aquí les tocó nacer aquí y quienes procedentes de diversos rumbos de cerca, lejos y muy lejos, elegimos avecindarnos en esta gran urbe. La región más transparente fue dejando de serlo y la agenda de problemas urbanos crece sin parar: zona sísmica, sobrepoblación, parque vehicular gigantesco que parece no tener fin, problemas de abastecimiento de agua, contaminación, y muchos etcéteras. Sin embargo, con todo y todo la ciudad ejerce una extraña atracción sobre sus quién sabe cuántos millones de habitantes. En una de esas porque como dice Juan Villoro aquí “la costumbre no es algo que se repite sino que se improvisa” (tal vez fue esta cualidad citadina la que llevó a Carlos Monsiváis a comentar que quien se aburre en ciudad de México se puede suicidar tranquilo porque será difícil que en otro lugar pueda encontrar suficientes estímulos para la existencia).
 
Tal vez sea por el vértigo en el ritmo de vida que con frecuencia se nos olvida nada menos que la presencia del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl; a ello alude Fernando del Paso.
 
Los que vivimos en esta Ciudad de México –yo siempre he vivido en ella, o mejor, ella siempre ha vivido en mí-, ya no vemos, casi nunca, a nuestros volcanes, y nos olvidamos que están allí. Sólo cuando el Popocatépetl hace escuchar sus bramidos o lanza a las alturas sus densas columnas de humo negro, sólo cuando escupe piedras y arena, sólo cuando amenaza con regurgitar fuego y hacer temblar la tierra hasta sus cimientos, es cuando nos acordamos de su existencia y volvemos a respetarlo y a temerlo. Al Iztaccíhuatl lo tenemos aún más olvidado: es una mujer, y está dormida.

El Zócalo es su centro indiscutible, obligado lugar de referencia en donde coinciden el poder civil y el religioso.  Monsiváis se refiere a la pluralidad de manifestaciones que coinciden en ese lugar.
 
En el Zócalo, que la hinchazón de la megalópolis reduce día a día, se han alborozado o exaltado tlatoanis y virreyes, obispos y presidentes de la República, caudillos y gobernantes de la ciudad, emperadores y plebe liberal, multitudes y turbas, tenderos del Parián y vendedores ambulantes, dictadores al mando de un ejército de medallas y visitantes ilustres, el barón de Humboldt, Charles de Gaulle, John F. Kennedy, Enrico Caruso y el papa Juan Pablo II, aliado de cobradores de la línea Zócalo-San Lázaro y usuarios del Metro, radicales y granaderos, escritores y lumpen proletarios...
(…) el Zócalo no discrimina y de todos los espacios nacionales es con mucho el más renuente a la privatización.
(…) Desde 2001 el Zócalo es el recinto o el lugar sin límites de las concentraciones únicas (las que defienden en contra del fraude el voto a favor de López Obrador son las mayores en la historia de la Ciudad de México), de los desfiles del Ejército, de las misas fuera del atrio, de las concentraciones lésbico-gays en un sábado de junio, de las Ferias del Condón, de las marchas de los de Atenco que protestan por la detención de sus líderes, de la llegada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional ("Nunca más un México sin nosotros"), de grupos de la diversidad religiosa, de los contestatarios frente al Gobierno del DF, del plantón a favor del Voto por Voto, Casilla por Casilla, de los miedos muy pertrechados del gobierno federal, de conciertos incesantes, de la instalación artística de Spencer Tunick, de los mosaicos de flores, de las escenas de lucha libre (Tlaloc, el primer luchador científico contra Huitzilopochtli, el primer rudo), de los ritos aztecas (ya son otra cosa, como también lo son los ritos católicos).
 
No sabemos con precisión cuántos somos los que aquí vivimos; las cifras son aproximaciones con un más menos considerable. Juan Villoro relata una singular experiencia a este respecto. “Cuando el novelista Günter Grass estuvo en (ciudad de) México a principios de los años ochenta, preguntó con rigor teutón: ‘¿cuántos habitantes tiene la ciudad?’ El vértigo llegó con la respuesta que entonces se juzgaba apropiada: ‘entre 12 y 16 millones’. El margen de error, era del tamaño de Berlín Occidental, donde vivía Grass.” Esta misma cuestión es abordada por Carlos Monsiváis.
 
¿Cuál es el mapa visible o concebible de la ciudad conformada de disciplinas imprevistas y rebeliones casi rituales? ¿De dónde provienen, el orden y el desorden de la ciudad? ¿Qué disidencia se advierte en los 19 millones de habitantes de la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM), constituida por el Distrito Federal, 58 municipios del Estado de México y un municipio del estado de Hidalgo? (La cifra es, engañosa por las deficiencias de los censos y el nomadismo, y el auge de las ciudades-dormitorio bien puede ocultar tres o cuatro millones más, la diosa de los Recuentos Exactos es la Conjetura.)       

Y es que la ciudad se ha transformado en el centro de peregrinación en el que se quedan muchos migrantes que proceden de todos los estados en búsqueda de mejores condiciones de vida. Una vez más recurrimos a Monsiváis.
 
Son las características del centralismo, las que imponen la gran transformación urbana. Provenientes de todos los sitios del país, los migrantes colman vecindades y azoteas, originan con rapidez colonias y hacinamientos (llamados un tiempo "ciudades perdidas"), y queriéndolo o no, diluyen sus hábitos rurales. ¿Qué familia sigue igual luego del cine, la radio, los deportes, los electrodomésticos, los momentos de celebración citadina, los viajes por la ciudad y, ya desde mediados de la década de 1950, la televisión?

Y es que como dice José Joaquín Blanco, “(…) detrás de todo chilango, hay un provinciano que ha progresado, o que ha escapado de un lugar o de una situación peores de las que la Ciudad de México ha terminado por ofrecerle. Mamasota fea y terrible –si se quiere-, pero madre que no discrimina, la capital.”
 
La ciudad sigue creciendo a pasos agigantados. Vicente Leñero retoma la definición habitual de mancha urbana y profundiza en los distanciamientos inevitables que produce vivir en esta ciudad.
 
Todos vivimos ahora sí rete lejos porque esta incontrolada ciudad se nos ha derramado como la mancha de un tintero abierto que se volcó en el valle y que dejó salir, salir, salir, el imparable flujo de la vida en común.
Tiene forma de mancha esta ciudad, toda ciudad.
Y vivas donde vivas, cada año siempre estarás más retirado de los demás. Se desparraman todos. Se te van a otra parte. Se te distancian y no los puedes tocar como otros años en que bastaba un breve viaje, diez o quince minutos en bicicleta o en autobús, para estar otra vez conviviendo con ellos.
Cómo te va.
Es cada día más arduo decir: cómo te va. Es más exacto: cómo te fue, o cómo te ha ido en tanto tiempo que ha pasado sin vernos. ¡Qué milagro! Ésa es precisamente la frase de la ciudad: ¡Qué milagro! (…)
Gorda y gigante, la metrópoli tiene fajado un cinturón –cinturón de miseria- que se revienta a cada rato. Revienta y sangra. Sangra y se infecta. Como hinchados de pus, se inflan de gente los barrios miserables. Los barrios bajos que ahora son barrios lejos: es lo mismo, igual de fastidiada vive su gente, pero también igual de esperanzada cundo de su pobreza surge una forma de existir con la cara en pregunta, una forma que se vuelve lenguaje indescifrable, argot para unos cuantos.

El trabajo de taxista requiere de alta especialización y aun los más veteranos en el oficio ante el señalamiento del destino al que desea ir el pasajero, contestan con un “ahí usted me dice por dónde” o con el más terminante de “disculpe que no lo lleve, pero no es mi rumbo”. El vínculo de los habitantes con su ciudad es bipolar: de a momentos se le ama y en otros se le odia. Así la define Maira Colín. “La ciudad de México, caótica y entrañable. Espectacular e incoherente. Fastidiosa y adorable. Sí, esa es la ciudad de México y sus absurdos son una de las grandes razones por la que nos sentimos fascinados y condenados a vivir entre sus fauces, entre sus ruidos, entre su aliento, entre su gente.”
                                                                                             
En relación a los cambios en la fisonomía urbana, Juan Villoro narra las vicisitudes que debió afrontar en su traslado a uno de los extramuros de la ciudad y la función tan importante que desempeñaron los anuncios comerciales en tanto puntos de referencia.
 
Hace algunos años me invitaron a dar una charla en la nueva sede del Colegio Alemán, situado en un fraccionamiento del que sólo conocía su bucólico y engañoso nombre, Lomas Verdes. Recorrí la ciudad hacia el norte y constaté que en las periferias urbanas no hay mejor seña de orientación que los centros comerciales. De acuerdo con Tom Wolfe, las anodinas ciudades norteamericanas sólo te indican que cambiaste de suburbio cuando encuentras una nueva tienda 7-Eleven. Algo similar ocurre en el extrarradio del D.F.
Los profesores que me invitaron al colegio me habían dado un pista clave: “pasando la Comercial”. Me tranquilicé al ver un logotipo familiar: el pelícano que empuja un carrito de supermercado de Comercial Mexicana. Avancé en pos del colegio hasta encontrar otra Comercial Mexicana, es decir, otro suburbio. Cuando ya me sentía en la frontera última, encontré... ¡una Comercial Mexicana! La urbe seguía existiendo más allá de todo cálculo, en afueras que se multiplicaban sin fin. […]  
Cuando era niño, nuestro finis terrae hacia el norte se llamaba, en forma apropiada, Ciudad Satélite. Sus pobladores conformarían una tribu marcada por el desarraigo: los satelucos, primeros mexicanos del espacio exterior. Millones de capitalinos después, Ciudad Satélite es el inicio de una vasta urbanización donde las únicas señas de identidad son las cinco o diez o quince Comerciales Mexicanas que encienden sus pelícanos de neón hacia el inescrutable horizonte. Al regresar de esta travesía, le dije a un amigo que estaba harto de ver propaganda: “No te quejes –respondió-, si quitaran los anuncios sería peor: se vería la ciudad”.
 
No se crea que la capacidad de transformación de la ciudad es algo reciente sino que muy por el contrario está en los propios genes de la ciudad y Salvador Novo se refiere a ello. “Desde Tenoxtitlán —y a diferencia de Mitla, de Chichén, de Teotihuacán, conservadas en el frigorífico de los siglos—, ha sido el destino de México sobrevivir a costa de transformarse.”
 
No obstante en esta ciudad en que el cambio es constante, es posible encontrarse con unidades habitacionales gigantescas cuyo departamentos son idénticos como clones edilicios que pudieran conducir a situaciones chuscas como la que comenta Carlos Monsiváis. “(...) Y ahora recuerdo al señor de la unidad habitacional donde todos los edificios son a tal punto iguales, que un día se equivocó de apartamento, halló una puerta abierta y como nadie le dijo nada lleva cinco años viviendo allí, así de vez en cuando se extrañe de que su mujer no recuerda nada de la luna de miel en Cuernavaca.”

Las diferentes colonias que conforman la ciudad son expresión de la desigualdad económica prevaleciente. En este escenario se han ido conformando colonias muy exclusivas a las que describe el mismo Monsiváis.
 
En los "paraísos de la exclusividad” las residencias cuestan dos, tres, siete millones de dólares, y los testigos de excepción son las legiones de asistentes domésticos, jardineros, entrenadores de perros, hacedores de imagen, guardaespaldas. El status se mide por las medidas de protección, y un megamillonario con veinte guardaespaldas aprende a vivir en el populoso aislamiento de la jerarquía. Esto modifica el rostro de la ciudad de los privilegios. En México existen 900 compañías de seguridad privada, amuletos contra la industria del secuestro y la tentación de la insignificancia, y el (no tan) pequeño ejército del recelo armado informa del traslado de la lucha de clases a la guerra de nervios y bandas feudales.         
 
Algunas de estas zonas exclusivas en un principio se hallaban apartadas, en lugares un tanto inaccesibles pero que con el crecimiento de la mancha urbana, se han convertido –al decir de Monsiváis- en ghettos en los que “la minoría próspera se considera sitiada por la mayoría insolvente”. Y es que “antes era fácil ubicarlos y arrojarlos periódicamente de la vista (redadas de limosneros, de comerciantes, ambulantes, de prostitutas). Ahora ya es inútil, son demasiados y están en todas partes.”
 
Con todos sus asegunes somos muchos quienes tenemos un profundo agradecimiento hacia esta maravillosa y compleja urbe que ha sido tan generosa con quienes nos hemos convertido en chilangos por adopción.                                             

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