Durante mis primeros
tiempos de residir en ella, como a tantos, la ciudad de México me resultaba extraña,
inabordable y muy poco agradable. Con el pasar de los años llegó la
reconciliación y actualmente mantenemos un vínculo muy amigable. Sin embargo, y
creo no ser muy original en ello, hubiese preferido que se encontrara más cerca
del mar. Cierto día, leyendo a Jorge Ibargüengoitia entendí por qué la ciudad quedó
donde quedó.
La ciudad de
México fue fundada hace siete siglos por una de las tribus más agresivas de que
se tenga noticia, en el centro de un lago. El agua circundante servía de
defensa en tiempo de guerra, de vía de comunicación en tiempo de paz, y de
alimentación en cualquier tiempo. Si no hubiera habido lago, a nadie se le
hubiera ocurrido fundar una ciudad aquí, y si no hubiera habido tribus hostiles
alrededor, no hubiera tenido caso fundarla en el centro de un lago. Ahora bien,
con el tiempo, el lago se secó y las tribus circundantes se mezclaron y
perdieron su hostilidad. Lo único que quedó fue el lodo, el hundimiento y las
tolvaneras. Así que, como primera conclusión podemos decir que la ciudad está
aquí, porque aquí la pusieron, pero que con su presencia en este lugar no
obedece a ninguna necesidad real.
El mismo autor especula acerca de cómo
pudieron haber sido las cosas si el escenario se hubiese presentado en forma
diferente.
Si los aztecas
no hubieran tenido un imperio, los españoles hubieran fundado la ciudad cerca
de la costa del Golfo, para quedar más cerca de casa. Esto hubiera hecho de los
mexicanos grandes navegantes y, por consiguiente, buenos comerciantes,
jarochos, muy alegres, mirando hacia el altiplano como quien ve el desierto. La
historia hubiera sido diferente. Pero no fue así. Los españoles se internaron
en el continente y con ese solo hecho determinaron una de las características
fundamentales del México moderno, que es su egocentrismo.
Finalmente las cosas
fueron como fueron y en ella nos reunimos casi en partes iguales aquellos a
quienes aquí les tocó nacer aquí y quienes procedentes de diversos rumbos de
cerca, lejos y muy lejos, elegimos avecindarnos en esta gran urbe. La región más
transparente fue dejando de serlo y la agenda de problemas urbanos crece sin
parar: zona sísmica, sobrepoblación, parque vehicular gigantesco que parece no
tener fin, problemas de abastecimiento de agua, contaminación, y muchos
etcéteras. Sin embargo, con todo y todo la ciudad ejerce una extraña atracción
sobre sus quién sabe cuántos millones de habitantes. En una de esas porque como
dice Juan Villoro aquí “la costumbre no es algo que se repite sino que se
improvisa” (tal vez fue esta cualidad citadina la que llevó a Carlos Monsiváis
a comentar que quien se aburre en ciudad de México se puede suicidar tranquilo
porque será difícil que en otro lugar pueda encontrar suficientes estímulos
para la existencia).
Tal vez sea por el
vértigo en el ritmo de vida que con frecuencia se nos olvida nada menos que la
presencia del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl; a ello alude Fernando del Paso.
Los que vivimos en
esta Ciudad de México –yo siempre he vivido en ella, o mejor, ella siempre ha
vivido en mí-, ya no vemos, casi nunca, a nuestros volcanes, y nos olvidamos
que están allí. Sólo cuando el Popocatépetl hace escuchar sus bramidos o lanza
a las alturas sus densas columnas de humo negro, sólo cuando escupe piedras y
arena, sólo cuando amenaza con regurgitar fuego y hacer temblar la tierra hasta
sus cimientos, es cuando nos acordamos de su existencia y volvemos a respetarlo
y a temerlo. Al Iztaccíhuatl lo tenemos aún más olvidado: es una mujer, y está
dormida.
El Zócalo es su
centro indiscutible, obligado lugar de referencia en donde coinciden el poder civil
y el religioso. Monsiváis se refiere a
la pluralidad de manifestaciones que coinciden en ese lugar.
En el Zócalo, que
la hinchazón de la megalópolis reduce día a día, se han alborozado o exaltado
tlatoanis y virreyes, obispos y presidentes de la República , caudillos y gobernantes de la ciudad,
emperadores y plebe liberal, multitudes y turbas, tenderos del Parián y vendedores
ambulantes, dictadores al mando de un ejército de medallas y visitantes
ilustres, el barón de Humboldt, Charles de Gaulle, John F. Kennedy, Enrico
Caruso y el papa Juan Pablo II, aliado de cobradores de la línea Zócalo-San Lázaro
y usuarios del Metro, radicales y granaderos, escritores y lumpen proletarios...
(…) el Zócalo no
discrimina y de todos los espacios nacionales es con mucho el más renuente a la
privatización.
(…) Desde 2001 el
Zócalo es el recinto o el lugar sin límites de las concentraciones únicas (las
que defienden en contra del fraude el voto a favor de López Obrador son las
mayores en la historia de la
Ciudad de México), de los desfiles del Ejército, de las misas
fuera del atrio, de las concentraciones lésbico-gays en un sábado de junio, de
las Ferias del Condón, de las marchas de los de Atenco que protestan por la
detención de sus líderes, de la llegada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
("Nunca más un México sin nosotros"), de grupos de la diversidad
religiosa, de los contestatarios frente al Gobierno del DF, del plantón a favor
del Voto por Voto, Casilla por Casilla, de los miedos muy pertrechados del
gobierno federal, de conciertos incesantes, de la instalación artística de
Spencer Tunick, de los mosaicos de flores, de las escenas de lucha libre
(Tlaloc, el primer luchador científico contra Huitzilopochtli, el primer rudo),
de los ritos aztecas (ya son otra cosa, como también lo son los ritos
católicos).
No sabemos con
precisión cuántos somos los que aquí vivimos; las cifras son aproximaciones con
un más menos considerable. Juan Villoro relata una singular experiencia a este
respecto. “Cuando el novelista Günter Grass estuvo en (ciudad de) México a
principios de los años ochenta, preguntó con rigor teutón: ‘¿cuántos habitantes
tiene la ciudad?’ El vértigo llegó con la respuesta que entonces se juzgaba
apropiada: ‘entre 12 y 16 millones’. El margen de error, era del tamaño de
Berlín Occidental, donde vivía Grass.” Esta misma cuestión es abordada por
Carlos Monsiváis.
¿Cuál es el mapa
visible o concebible de la ciudad conformada de disciplinas imprevistas y
rebeliones casi rituales? ¿De dónde provienen, el orden y el desorden de la
ciudad? ¿Qué disidencia se advierte en los 19 millones de habitantes de la Zona Metropolitana
del Valle de México (ZMVM), constituida por el Distrito Federal, 58 municipios
del Estado de México y un municipio del estado de Hidalgo? (La cifra es,
engañosa por las deficiencias de los censos y el nomadismo, y el auge de las
ciudades-dormitorio bien puede ocultar tres o cuatro millones más, la diosa de
los Recuentos Exactos es la
Conjetura. )
Y es que la ciudad
se ha transformado en el centro de peregrinación en el que se quedan muchos
migrantes que proceden de todos los estados en búsqueda de mejores condiciones
de vida. Una vez más recurrimos a Monsiváis.
Son las
características del centralismo, las que imponen la gran transformación urbana.
Provenientes de todos los sitios del país, los migrantes colman vecindades y
azoteas, originan con rapidez colonias y hacinamientos (llamados un tiempo "ciudades
perdidas"), y queriéndolo o no, diluyen sus hábitos rurales. ¿Qué familia
sigue igual luego del cine, la radio, los deportes, los electrodomésticos, los
momentos de celebración citadina, los viajes por la ciudad y, ya desde mediados
de la década de 1950, la televisión?
Y es que como dice José Joaquín
Blanco, “(…) detrás de todo chilango, hay un provinciano que ha progresado, o
que ha escapado de un lugar o de una situación peores de las que la Ciudad de
México ha terminado por ofrecerle. Mamasota fea y terrible –si se quiere-, pero
madre que no discrimina, la capital.”
La ciudad sigue
creciendo a pasos agigantados. Vicente Leñero retoma la definición habitual de
mancha urbana y profundiza en los distanciamientos inevitables que produce
vivir en esta ciudad.
Todos vivimos
ahora sí rete lejos porque esta incontrolada ciudad se nos ha derramado como la
mancha de un tintero abierto que se volcó en el valle y que dejó salir, salir,
salir, el imparable flujo de la vida en común.
Tiene forma de
mancha esta ciudad, toda ciudad.
Y vivas donde
vivas, cada año siempre estarás más retirado de los demás. Se desparraman
todos. Se te van a otra parte. Se te distancian y no los puedes tocar como
otros años en que bastaba un breve viaje, diez o quince minutos en bicicleta o
en autobús, para estar otra vez conviviendo con ellos.
Cómo te va.
Es cada día más
arduo decir: cómo te va. Es más exacto: cómo te fue, o cómo te ha ido en tanto
tiempo que ha pasado sin vernos. ¡Qué milagro! Ésa es precisamente la frase de
la ciudad: ¡Qué milagro! (…)
Gorda y gigante,
la metrópoli tiene fajado un cinturón –cinturón de miseria- que se revienta a
cada rato. Revienta y sangra. Sangra y se infecta. Como hinchados de pus, se
inflan de gente los barrios miserables. Los barrios bajos que ahora son barrios
lejos: es lo mismo, igual de fastidiada vive su gente, pero también igual de
esperanzada cundo de su pobreza surge una forma de existir con la cara en
pregunta, una forma que se vuelve lenguaje indescifrable, argot para unos
cuantos.
El trabajo de
taxista requiere de alta especialización y aun los más veteranos en el oficio
ante el señalamiento del destino al que desea ir el pasajero, contestan con un
“ahí usted me dice por dónde” o con el más terminante de “disculpe que no lo
lleve, pero no es mi rumbo”. El vínculo de los habitantes con su ciudad es bipolar:
de a momentos se le ama y en otros se le odia. Así la define Maira Colín. “La
ciudad de México, caótica y entrañable. Espectacular e incoherente. Fastidiosa
y adorable. Sí, esa es la ciudad de México y sus absurdos son una de las
grandes razones por la que nos sentimos fascinados y condenados a vivir entre
sus fauces, entre sus ruidos, entre su aliento, entre su gente.”
En relación a los
cambios en la fisonomía urbana, Juan Villoro narra las vicisitudes que debió
afrontar en su traslado a uno de los extramuros de la ciudad y la función tan
importante que desempeñaron los anuncios comerciales en tanto puntos de
referencia.
Hace algunos años me invitaron a
dar una charla en la nueva sede del Colegio Alemán, situado en un
fraccionamiento del que sólo conocía su bucólico y engañoso nombre, Lomas
Verdes. Recorrí la ciudad hacia el norte y constaté que en las periferias
urbanas no hay mejor seña de orientación que los centros comerciales. De
acuerdo con Tom Wolfe, las anodinas ciudades norteamericanas sólo te indican
que cambiaste de suburbio cuando encuentras una nueva tienda 7-Eleven. Algo
similar ocurre en el extrarradio del D.F.
Los profesores que me invitaron
al colegio me habían dado un pista clave: “pasando la Comercial ”. Me
tranquilicé al ver un logotipo familiar: el pelícano que empuja un carrito de
supermercado de Comercial Mexicana. Avancé en pos del colegio hasta encontrar
otra Comercial Mexicana, es decir, otro suburbio. Cuando ya me sentía en la
frontera última, encontré... ¡una Comercial Mexicana! La urbe seguía existiendo
más allá de todo cálculo, en afueras que se multiplicaban sin fin. […]
Cuando
era niño, nuestro finis terrae hacia el norte se llamaba, en forma apropiada,
Ciudad Satélite. Sus pobladores conformarían una tribu marcada por el
desarraigo: los satelucos, primeros mexicanos del espacio exterior. Millones de
capitalinos después, Ciudad Satélite es el inicio de una vasta urbanización
donde las únicas señas de identidad son las cinco o diez o quince Comerciales
Mexicanas que encienden sus pelícanos de neón hacia el inescrutable horizonte.
Al regresar de esta travesía, le dije a un amigo que estaba harto de ver
propaganda: “No te quejes –respondió-, si quitaran los anuncios sería peor: se
vería la ciudad”.
No se crea que la
capacidad de transformación de la ciudad es algo reciente sino que muy por el
contrario está en los propios genes de la ciudad y Salvador Novo se refiere a
ello. “Desde Tenoxtitlán —y a diferencia de Mitla, de Chichén, de Teotihuacán,
conservadas en el frigorífico de los siglos—, ha sido el destino de México
sobrevivir a costa de transformarse.”
No obstante en esta ciudad en que el
cambio es constante, es posible encontrarse con unidades habitacionales
gigantescas cuyo departamentos son idénticos como clones edilicios que pudieran
conducir a situaciones chuscas como la que comenta Carlos Monsiváis. “(...) Y
ahora recuerdo al señor de la unidad habitacional donde todos los edificios son
a tal punto iguales, que un día se equivocó de apartamento, halló una puerta
abierta y como nadie le dijo nada lleva cinco años viviendo allí, así de vez en
cuando se extrañe de que su mujer no recuerda nada de la luna de miel en
Cuernavaca.”
Las diferentes
colonias que conforman la ciudad son expresión de la desigualdad económica
prevaleciente. En este escenario se han ido conformando colonias muy exclusivas
a las que describe el mismo Monsiváis.
En los
"paraísos de la exclusividad” las residencias cuestan dos, tres, siete
millones de dólares, y los testigos de excepción son las legiones de asistentes
domésticos, jardineros, entrenadores de perros, hacedores de imagen,
guardaespaldas. El status se mide por las medidas de protección, y un megamillonario
con veinte guardaespaldas aprende a vivir en el populoso aislamiento de la
jerarquía. Esto modifica el rostro de la ciudad de los privilegios. En México
existen 900 compañías de seguridad privada, amuletos contra la industria del
secuestro y la tentación de la insignificancia, y el (no tan) pequeño ejército
del recelo armado informa del traslado de la lucha de clases a la guerra de
nervios y bandas feudales.
Algunas de estas
zonas exclusivas en un principio se hallaban apartadas, en lugares un tanto
inaccesibles pero que con el crecimiento de la mancha urbana, se han convertido
–al decir de Monsiváis- en ghettos en los que “la minoría próspera se considera
sitiada por la mayoría insolvente”. Y es que “antes era fácil ubicarlos y
arrojarlos periódicamente de la vista (redadas de limosneros, de comerciantes,
ambulantes, de prostitutas). Ahora ya es inútil, son demasiados y están en
todas partes.”
Con todos sus asegunes somos muchos
quienes tenemos un profundo agradecimiento hacia esta maravillosa y compleja
urbe que ha sido tan generosa con quienes nos hemos convertido en chilangos por
adopción.
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