Para los niños y jóvenes de aquellos entonces, la figura
de Tarzán fue un referente de consideración. Edgar Rice Burroughs (quien nació
en Chicago en 1875 y murió en 1950) fue su creador en tiempos próximos al
inicio de la Gran Guerra (que luego sería conocida como Primera Guerra Mundial).
Noel Clarasó narra el comienzo de esta historia en la que Edgar Rice Burroughs
(quien antes de escritor fue cowboy,
buscador de oro, vendedor ambulante y profesor por correspondencia) hacia 1912
(…) escribió la primera aventura de
Tarzán, el hombre de las selvas africanas. El editor lee un trozo y se echa a
reír.
-¡Vaya disparate mayúsculo! Elija otra
profesión, créame.
Durante dos años E. R. Burroughs le
sigue visitando. Y, al fin, el editor, vencido por tanta insistencia, publica
el libro. Es en 1914. Y así empieza la fortuna de autor y editor a la vez.
Un dato curioso de este autor que
debió en parte al paisaje su inmensa fortuna: nunca había estado en África.
Siempre decía que quería ir; pero escribía tantas aventuras en África, que no
le dio tiempo de ir a conocer África jamás.
Gregorio Doval afirma que hubo un personaje real en quien
el autor de Tarzán de los monos pudo
haberse inspirado.
Según algunos estudiosos, el caso de
William Mildin (o Russell, que por ambos apellidos fue conocido), decimocuarto
conde de Streatham, pudo servir de inspiración (…) En efecto, este aristócrata
inglés desapareció a los once años de edad, al naufragar el barco en que
viajaba con su familia frente a la costa occidental de África. Sin embargo, por
la extraña coincidencia de distintas circunstancias, logró sobrevivir
conviviendo durante quince años con una familia de monos de la selva.
Finalmente, fue descubierto casualmente en 1883. Conducido de nuevo a
Inglaterra, nunca logró adaptarse por completo a su nueva condición de hombre
civilizado.
Las aventuras de Tarzán fueron protagonizados en el cine
por diferentes actores. José de la Colina hace un recuento de ello.
A lo largo de los años, a lo largo de
las décadas, en blanco-y-negro o en color, el personaje de Tarzán ha sido
interpretado en el cine por muchos, sucesivos, forzudos y casi encuerados
hombres con más músculos que dotes actorales (que, al fin y al cabo, ninguna
falta hacían en este caso). Pasando por el personaje de Tarzán han actuado, es
un decir, desde Elmo Lincoln en 1918 hasta Casper Van Dien en 1999, y todavía
se supone que habría que contar últimamente a Tony Goldwyn y Alex D. Line...
aunque éstos yo diría que no valen, porque en 1999 sólo pusieron sus voces para
la versión, o la degradación, de Tarzán en los dibujos animados de la fábrica
Disney.
Pero ninguno de los intérpretes de
Tarzán vive de modo tan inmarcesible en la mitología cinematográfica como
Johnny Weismuller, quien con una notable figura apolínea y una poderosa y muy
conveniente nulidad actoral interpretó al protagonista en más de una docena de
películas de calidad variable, de las cuales las mejores, sus dos primeras,
fueron Tarzán el hombre-mono, de 1932, dirigida por Van Dyke, y Tarzán
y su compañera, de 1934, dirigida por Gibbons y Conway (...)
Tres veces campeón en los Juegos
Olímpicos de París, 1924, y de Ámsterdam, 1928, Johnny Weismuller (Basnat,
Rumania, 1904-Acapulco, México, 1984) fue el sexto y el más célebre Tarzán de
la pantalla. Su impresionante musculatura y su habilidad de nadador, más una
poderosa incapacidad de emitir sus líneas verbales muy adecuada al personaje
tal como la Metro
Goldwyn Mayer lo concibió, le permitieron silabear
elementales frases en lengua inglesa durante las primeras de una docena de
películas que van desde 1932
a 1948, el año en que la creciente grasa en la cintura
ya lo descalificaba como Tarzán y lo relegaba a papeles más arropados (como el
de Jim de la Selva )
en películas de producción cada vez menos generosa y más bajamente rutinaria,
hasta que, retirado a un asilo de ancianos, aterraba a sus vecinos
despertándolos por las noches lanzando el ondulante alarido que había sido su
rúbrica sonora.
Y es que no son pocos los casos en que luego de llegar a
cierto nivel de fama y reconocimiento, en el momento del inevitable declive las
cosas se complican; difícil que el personaje abra paso a la persona. Otra
anécdota cuenta que en ocasión de una fiesta al notar en determinado momento
que no era suficiente reconocido, Weismuller se levantó de su asiento y comenzó
a gritar: “¡Yo soy Tarzán!, ¡Yo soy Tarzán!”
Pero Weismuller no fue el único que sufrió
la orfandad luego de haber sido Tarzán. Es así que Cristina Pacheco rescata la
historia de un acapulqueño que también estuvo vinculado al personaje.
De no haber sido
por la pérdida del habla y varias agresiones físicas, Tarzán seguiría
deambulando —con sus camisas rojas y amarillas— por la jungla de edificios y
estacionamientos. Durante años fue de un lugar a otro contando la historia que
envejeció hasta casi morir, como los trópicos: “Johnny Weismuller vino a Las
Estacas para filmar una película. A mí me contrataron de su doble. Nos
parecíamos tanto que luego, cuando vimos los primeros rushes, era
difícil saber quién era quién...” —y para dar mayor verosimilitud a su
historia, que provoca risitas y codazos, el hombre se abre la camisa, exhibe el
pecho formidable y lanza un grito: la firma de Tarzán.
No hubo
intolerancia, lo que pasa es que el mundo cambió. Cada día resultó más pesada
la historia, hubo menos tiempo para escucharla, menos interés por un héroe que
si bien había luchado contra leones y cocodrilos, no conoció aventuras
espaciales ni guerras galácticas. Al principio el anciano se valió de obsequios
y generosidades —“Yo pago el café”, “Yo invito la cerveza”— con tal de mantener
cautivo a su auditorio. Luego, cuando el dinero se acabó y la voz comenzó a
cascarse, fue casi imposible llegar hasta el final de los relatos con tan
siquiera un interlocutor.
Tarzán —como han
terminado por llamarlo sus escasos familiares y amigos— un día se impacientó
ante la indiferencia de su auditorio y al descubrir la burla optó por la
violencia justiciera, argumento en toda selva ¿por qué no en ésta, de edificios
y estacionamientos? Una consulta al médico a la fuerza; una mínima estancia en
una clínica, luego en otra. Más tarde, el asilo, las visitas dominicales,
mensuales; hasta llegar a las ausencias.
Y es que una cosa es hacer de Tarzán y otra
muy diferente, creerse Tarzán.
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