No tengo idea de cuándo surgió la
costumbre de firmar desplegados (¿por qué se llamarán así?) en la prensa ya sea
para denunciar situaciones de injusticia dentro o fuera de fronteras así como
para solidarizarse en la defensa de causas nobles. En relación a ello Román
Gubern evoca sus recuerdos de lo que aconteciera en la España gobernada por
Francisco Franco.
Los años sesenta
fueron años de recogidas frecuentes y nutridas de firmas contra el régimen, que
a diferencia de lo que dicen que ocurría con Primo de Rivera, no parecían
impresionar en absoluto a Franco. A pesar de ello, la disidencia testimonial
grafológica se erigió en una de las plataformas de oposición al franquismo, lo
que dio lugar a que el régimen nos llamara despectivamente “los profesionales
de la firma”. Uno de los primeros manifiestos políticos que recuerdo haber
firmado fue, en mayo de 1962, una carta de adhesión de 130 intelectuales
catalanes a otra anterior encabezada por Ramón Menéndez Pidal, con motivo de
las huelgas de Asturias. A ésta siguieron otras y, en octubre de 1963, con
motivo de la muerte del minero Rafael González por presuntas torturas, 102
intelectuales dirigimos una carta a Fraga Iribarne pidiendo que tales hechos
fueran investigados y se informara de ellos. Esta vez la lista de firmas estuvo
encabezada por José Bergamín, quien, por temor a represalias, buscó luego...
asilo en la embajada de Uruguay. Joaquín Jordá me pidió la firma, sospecho que
más por el abolengo de mis apellidos que por otra cosa. La respuesta del
régimen a esta carta -tanto en su periódico El Español de la época, como
en las posteriores memorias de López Rodó- fue que la mayor parte de los
firmantes eran desconocidos. La guerra de firmas tuvo sus escaramuzas, pues
siempre procurábamos comprometer a nuevos nombres, preferentemente de la
burguesía y políticamente impolutos. Yo conseguí la firma de Mercedes
Salisachs, por proximidad familiar, para un texto contra los consejos de guerra
después de la ejecución de Julián Grimau.
Para el caso de México, Jorge
Ibargüengoitia manifiesta sus reparos ante esta forma de lucha política.
El domingo en la
noche suena el teléfono, descuelgo y oigo la voz de un antiguo amigo que me
dice:
—Oye, Jorge, ¿cómo
te sientes para hacer algo con respecto a Vietnam?
Si digo que al oír
esto pasó por mi mente la imagen de mí mismo con brazalete de la Cruz Roja sacando
muertos de entre los escombros, diría una mentira. Por mi mente no pasó nada
absolutamente. Contesté pues que me sentía muy bien para hacer algo con
respecto a Vietnam.
Se trataba de
agregar mi firma a las de los demás miembros del Parnaso Mexicano, al pie de
una petición que le estamos haciendo al presidente Echeverría, en el sentido de
que durante la entrevista que tendrá en breve con el presidente Nixon se ponga
firme y le diga que o suspende los bombardeos o... nos defrauda.
Esta actitud de
salir en defensa de los débiles, continúa el documento, es perfectamente
consistente con la que siempre ha tenido nuestro país en sus relaciones
internacionales y además, constituiría una manera admirable de celebrar el Año
de Juárez.
Después de leerme
el texto, mi amigo me dio los nombres de algunos de los firmantes, la flor y
nata de nuestro raquítico medio.
—Como verás, son
buenas firmas.
—Óyeme —le dije—
ese documento lo firmo yo aunque no estuviera suscrito más que por Boris
Karloff y el conde Drácula.
Así que mi firma
quedó agregada y de esta manera contribuiré dentro de mis posibilidades, a
aliviar los sufrimientos del pueblo vietnamita.
Pero suscribir una
adhesión, una protesta, una denuncia o una petición es un acto que tiene varios
aspectos de interés. Por una parte al suscribir algo, hace uno pública su
posición personal. Con un simple telefonazo censuro las actividades de la Fuerza Aérea de los
Estados Unidos, me enfrento metafóricamente a su poderío, me adhiero desde mi
casa y les brindo mi apoyo moral a los vietnamitas que están siendo
bombardeados, etcétera.
Pero no sólo quedo
en paz con mi conciencia. Por abundantes que sean las ventajas morales que se
deriven de echar una firma, no son las únicas. Hay otro aspecto que es casi tan
importante como el anterior. Al firmar no sólo quedará constancia para la
posteridad de que ante el conflicto del sureste asiático conservé una actitud
limpia y no me doblegué ante el imperialismo yanqui, sino que además me
solidarizo y con cierto sentido, me igualo a los demás firmantes. Es decir,
dejo constancia de que estoy “in”. En nuestro medio, no firmar un manifiesto es
casi tan grave como quedar fuera de una antología.
Por esta misma línea transita Víctor
Roura para quien los firmantes más que expresar un acto de solidaridad muestran
su voluntad de ser políticamente correctos y socialmente visibles. “(…) ese
fervor intelectualista que radica en apoyar cualquier cosa, a veces de manera
impensada, con tal de no quedarse fuera de la fotografía cultural. Con una
firma, desde el escritorio de sus respectivas residencias, los intelectuales
resuelven el mundo.”
El tema fue abordado también por José Revueltas –preso político en diversas
ocasiones como consecuencia de su compromiso social-. En carta dirigida a
Andrea en diciembre de 1971, citado por Carlos Monsiváis, trasmite un notorio
desencanto ante la actuación de los miembros de su generación. “Mi vida
personal transcurre un tanto vacía, de no ser por los camaradas jóvenes. Nada
me dice, nada tengo que ver, yo no puedo tolerarla siquiera, a mi estúpida,
oportunista generación. Están hundidos en la
merde, aunque de vez en cuando la rocíen de lociones aromáticas (firman
manifiestos) (…)”
Por su parte Luis Buñuel se sumó al
grupo de reacios a la firma de desplegados: “(...) me niego siempre a firmar
las peticiones que me presentan. Los pliegos de firmas no sirven más que para
tranquilizar la conciencia.” No deja de reconocer que la cuestión es polémica
al tiempo que expresa su voluntad en cuanto a que nadie estampe su firma por
causa de él. “Ya sé que mi actitud es discutible. Por ello, si me ocurre algo,
si me meten en la cárcel, por ejemplo, o desaparezco, pido que nadie firme por
mí.”
En años recientes, acordes a las
innovaciones tecnológicas, se solicita la firma de desplegados por medio de Internet.
En un mismo día llegan invitaciones para sumarse a una larga lista (que circula
por diversos países) en la que se invoca el derecho a la vida de una mujer condenada
a muerte por incumplir con cierta tradición que impera en su país; o se
solicita al presidente de una nación centroafricana la preservación de cierta
región que amenazada por tala-montes; o se condena la matanza de miles de animales
en cierto país desarrollado.
Cuando recibo convocatorias de este
tipo, por una parte, me resisto a agregar mi nombre a la lista por diversos motivos.
Uno de ellos tiene que ver con la facilidad descomprometida que implica tal
acción para un perfecto desconocido como el de la letra. Asimismo mantengo
fundadas reservas en cuanto a la eficacia o logros concretos que se pudieran
alcanzar con este tipo de iniciativas. Pero por otro lado pienso que no se
pierde nada si agrego mi nombre. Sí, ya sé que algo es mejor que nada pero es
que a veces ese algo es tan poca cosa…
Así, cada nueva invitación deja
abierta la polémica entre los diferentes inquilinos que me habitan.
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