martes, 24 de septiembre de 2013

Firma de desplegados


No tengo idea de cuándo surgió la costumbre de firmar desplegados (¿por qué se llamarán así?) en la prensa ya sea para denunciar situaciones de injusticia dentro o fuera de fronteras así como para solidarizarse en la defensa de causas nobles. En relación a ello Román Gubern evoca sus recuerdos de lo que aconteciera en la España gobernada por Francisco Franco.

Los años sesenta fueron años de recogidas frecuentes y nutridas de firmas contra el régimen, que a diferencia de lo que dicen que ocurría con Primo de Rivera, no parecían impresionar en absoluto a Franco. A pesar de ello, la disidencia testimonial grafológica se erigió en una de las plataformas de oposición al franquismo, lo que dio lugar a que el régimen nos llamara despectivamente “los profesionales de la firma”. Uno de los primeros manifiestos políticos que recuerdo haber firmado fue, en mayo de 1962, una carta de adhesión de 130 intelectuales catalanes a otra anterior encabezada por Ramón Menéndez Pidal, con motivo de las huelgas de Asturias. A ésta siguieron otras y, en octubre de 1963, con motivo de la muerte del minero Rafael González por presuntas torturas, 102 intelectuales dirigimos una carta a Fraga Iribarne pidiendo que tales hechos fueran investigados y se informara de ellos. Esta vez la lista de firmas estuvo encabezada por José Bergamín, quien, por temor a represalias, buscó luego... asilo en la embajada de Uruguay. Joaquín Jordá me pidió la firma, sospecho que más por el abolengo de mis apellidos que por otra cosa. La respuesta del régimen a esta carta -tanto en su periódico El Español de la época, como en las posteriores memorias de López Rodó- fue que la mayor parte de los firmantes eran desconocidos. La guerra de firmas tuvo sus escaramuzas, pues siempre procurábamos comprometer a nuevos nombres, preferentemente de la burguesía y políticamente impolutos. Yo conseguí la firma de Mercedes Salisachs, por proximidad familiar, para un texto contra los consejos de guerra después de la ejecución de Julián Grimau.
                                            

Para el caso de México, Jorge Ibargüengoitia manifiesta sus reparos ante esta forma de lucha política. 

El domingo en la noche suena el teléfono, descuelgo y oigo la voz de un antiguo amigo que me dice:
—Oye, Jorge, ¿cómo te sientes para hacer algo con respecto a Vietnam?
Si digo que al oír esto pasó por mi mente la imagen de mí mismo con brazalete de la Cruz Roja sacando muertos de entre los escombros, diría una mentira. Por mi mente no pasó nada absolutamente. Contesté pues que me sentía muy bien para hacer algo con respecto a Vietnam.
Se trataba de agregar mi firma a las de los demás miembros del Parnaso Mexicano, al pie de una petición que le estamos haciendo al presidente Echeverría, en el sentido de que durante la entrevista que tendrá en breve con el presidente Nixon se ponga firme y le diga que o suspende los bombardeos o... nos defrauda.
Esta actitud de salir en defensa de los débiles, continúa el documento, es perfectamente consistente con la que siempre ha tenido nuestro país en sus relaciones internacionales y además, constituiría una manera admirable de celebrar el Año de Juárez.
Después de leerme el texto, mi amigo me dio los nombres de algunos de los firmantes, la flor y nata de nuestro raquítico medio.
—Como verás, son buenas firmas.
—Óyeme —le dije— ese documento lo firmo yo aunque no estuviera suscrito más que por Boris Karloff y el conde Drácula.
Así que mi firma quedó agregada y de esta manera contribuiré dentro de mis posibilidades, a aliviar los sufrimientos del pueblo vietnamita.
Pero suscribir una adhesión, una protesta, una denuncia o una petición es un acto que tiene varios aspectos de interés. Por una parte al suscribir algo, hace uno pública su posición personal. Con un simple telefonazo censuro las actividades de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, me enfrento metafóricamente a su poderío, me adhiero desde mi casa y les brindo mi apoyo moral a los vietnamitas que están siendo bombardeados, etcétera.
Pero no sólo quedo en paz con mi conciencia. Por abundantes que sean las ventajas morales que se deriven de echar una firma, no son las únicas. Hay otro aspecto que es casi tan importante como el anterior. Al firmar no sólo quedará constancia para la posteridad de que ante el conflicto del sureste asiático conservé una actitud limpia y no me doblegué ante el imperialismo yanqui, sino que además me solidarizo y con cierto sentido, me igualo a los demás firmantes. Es decir, dejo constancia de que estoy “in”. En nuestro medio, no firmar un manifiesto es casi tan grave como quedar fuera de una antología.

 
Por esta misma línea transita Víctor Roura para quien los firmantes más que expresar un acto de solidaridad muestran su voluntad de ser políticamente correctos y socialmente visibles. “(…) ese fervor intelectualista que radica en apoyar cualquier cosa, a veces de manera impensada, con tal de no quedarse fuera de la fotografía cultural. Con una firma, desde el escritorio de sus respectivas residencias, los intelectuales resuelven el mundo.”

El tema fue abordado también por  José Revueltas –preso político en diversas ocasiones como consecuencia de su compromiso social-. En carta dirigida a Andrea en diciembre de 1971, citado por Carlos Monsiváis, trasmite un notorio desencanto ante la actuación de los miembros de su generación. “Mi vida personal transcurre un tanto vacía, de no ser por los camaradas jóvenes. Nada me dice, nada tengo que ver, yo no puedo tolerarla siquiera, a mi estúpida, oportunista generación. Están hundidos en la merde, aunque de vez en cuando la rocíen de lociones aromáticas (firman manifiestos) (…)”

Por su parte Luis Buñuel se sumó al grupo de reacios a la firma de desplegados: “(...) me niego siempre a firmar las peticiones que me presentan. Los pliegos de firmas no sirven más que para tranquilizar la conciencia.” No deja de reconocer que la cuestión es polémica al tiempo que expresa su voluntad en cuanto a que nadie estampe su firma por causa de él. “Ya sé que mi actitud es discutible. Por ello, si me ocurre algo, si me meten en la cárcel, por ejemplo, o desaparezco, pido que nadie firme por mí.”

En años recientes, acordes a las innovaciones tecnológicas, se solicita la firma de desplegados por medio de Internet. En un mismo día llegan invitaciones para sumarse a una larga lista (que circula por diversos países) en la que se invoca el derecho a la vida de una mujer condenada a muerte por incumplir con cierta tradición que impera en su país; o se solicita al presidente de una nación centroafricana la preservación de cierta región que amenazada por tala-montes; o se condena la matanza de miles de animales en cierto país desarrollado.

Cuando recibo convocatorias de este tipo, por una parte, me resisto a agregar mi nombre a la lista por diversos motivos. Uno de ellos tiene que ver con la facilidad descomprometida que implica tal acción para un perfecto desconocido como el de la letra. Asimismo mantengo fundadas reservas en cuanto a la eficacia o logros concretos que se pudieran alcanzar con este tipo de iniciativas. Pero por otro lado pienso que no se pierde nada si agrego mi nombre. Sí, ya sé que algo es mejor que nada pero es que a veces ese algo es tan poca cosa…

Así, cada nueva invitación deja abierta la polémica entre los diferentes inquilinos que me habitan.

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