Es posible que los
regalos acompañen desde siempre a la humanidad y los hay en diversas
presentaciones. Una de ellas se orienta a compartir, en forma totalmente
desinteresada, con otra persona algo que seguramente le será agradable; otra
posibilidad, desde una perspectiva ya no tan desinteresada, procura complacer a
la persona amada hasta el punto de ser correspondido o al jefe con la esperanza
de conseguir algún beneficio.
También se pueden
enunciar otras clasificaciones. Por una parte están los regalos utilitarios
como puede ser el globalizado pastel de cumpleaños (“¡mordida, mordida!”) que
resulta de un amplio abanico de posibilidades que va de los que son verdaderas
joyas de la repostería casera hasta aquellos de fiesta de quince comprados por
catálogo en la panadería de la esquina y que según Jorge Ibargüengoitia “parecen
monumentos funerarios color de rosa, azules o blancos”. También están los
regalos de ponerse (“¡que se lo ponga, que se lo ponga!”) que han dado lugar a
más de una situación jocosa.
Hay regalos que no
son ni utilitarios ni agradables y frente a los cuales uno se pregunta: ¿y
ahora qué carajo hago con esto? No se trata tanto de regalos sino de presentes.
Sabido es que suelen utilizarse como sinónimos las palabras regalo y presente. Me parece una concepción inadecuada
de la realidad ya que el verdadero regalo (y esto no tiene que ver con su costo
o naturaleza) se encuentra muy lejos del presente que se limita únicamente a decir:
aquí estoy.
Nicolás Alvarado
narra lo que hacía su abuela con los regalos de muy mal gusto que le habían
hecho y que al no saber donde ponerlos optaba por el conocido roperazo.
-¿Qué es esa cosa
tan horrible, abuela?
La abuela tardó
algún tiempo en responder a la pregunta. Transportó el objeto hasta una mesa,
lo sacó de la bolsa de plástico transparente que lo protegía, pasó un trapo de
franela por su superficie y sólo entonces se animó a colocar la diminuta llave
dieciochesca en la diminuta cerradura a fin de abrir las dos puertas de barata
madera rojiza labrada con diseños chinescos. (...)
-Es un joyero,
m’hijito. Supongo que esos ganchitos sirven para colgar collares y los cajones
para guardar anillos, aretes y pulseras. Y tienes razón: está horroroso.
-¿Y por qué lo
compraste?
-¡Niño! ¡De dónde
sacas que yo haya podido comprar una cosa tan espantosa! Alguien me lo ha de
haber regalado.
-¿Quién abuela?
-¡Y cómo voy a
saber quién! Alguien tan cursi como para pensar que un joyero tiene que parecer
una cruza entre el ropero de Madame de Pompadour y el de Madame Chag Kai-Shek.
(...) Ayúdame a pensar para quién podría servir. A ver léeme la lista.
Tomó el bloc de
notas que descansaba sobre la mesa y comenzó a recitar los nombres de todos y
cada uno de los integrantes de la familia ampliada, divididos en apartados
encabezados por cada uno de los hijos de la abuela.
Alberto-María-Albertito-Luz-Pepe, Tomás-Mónica-Tomasito-Moni, Don Julio-Mina,
Ricardo-Maribel-Ricardito...
-¡Espérate,
espérate! ¿Qué pusimos para Eloísa?
Eloísa era la
madre de la tía Maribel, esposa del tío Ricardo. Dicho de otro modo, era la
consuegra de la abuela. Y junto a su nombre no había más que un renglón vacío.
-Todavía nada,
abuela.
-Anótale “Joyero
chino”. Le va a encantar: va perfecto con su casa. Y tráeme las tijeras de mi
clóset para envolverlo de una vez.
Diez días después,
la abuela recibía la puntual llamada de agradecimiento de doña Eloísa:
-¿Regina? ¿Cómo
has estado? Habla Eloísa Urdaneta.
-¡Eloísa, qué
gusto! Yo aquí, como loca con la
Navidad. ¿Y tú qué tal? Me dijo Maribel que te van a operar
de la columna...
-En enero, Regina,
en enero, Dios mediante. Pero lo que quería era agradecerte el regalo de
navidad que hiciste favor de mandarme.
-De qué, Eloísa,
de qué: un detallito con mucho cariño.
-No, un detallazo.
Además, no sabes cómo me hizo reír que me regalaras justo el mismo joyero que
yo te regalé hace cuatro años.
La abuela hizo una
pausa apenas perceptible en su discurso. Su inteligencia, sin embargo, se
reveló superior a su memoria:
-¡Ay, Eloísa, es
que me gustó tanto que quería que tú tuvieras uno igual!
Si no se pone fin a
ello, este tipo de regalos estarían circulando permanentemente, como esos
juegos de cartas en que hay que desprenderse de una de ellas a como de lugar.
Los efectos de esta ida y vuelta de los regalos de poca monta, según Jorge Ibargüengoitia,
podrían llegar a afectar la economía nacional.
(…)
si todos empezamos a regalarnos cosas que no sirven más que para volver a
regalarse, va a llegar, irremisiblemente, un momento en que nos hartemos y al
acercarse la Navidad
pongamos, en la puerta de nuestras casas, un letrero que diga: “no se reciben
regalos”. Esto tendría consecuencias muy serias. Aumentaría el desempleo por un
lado, pero, por otro, aumentaría el ahorro y la inversión productiva.
Estos eventos
serían muy peligrosos porque la
Navidad , además de sus implicancias religiosas, resulta una
festividad imprescindible para la Secretaría de Hacienda. Ibargüengoitia se
refiere a la importancia que adquieren los regalos navideños para el
funcionamiento de la economía.
Algunos
economistas dicen que si la
Navidad no existiera será necesario inventarla. Lo que la
gente gasta en regalos, nos dicen, constituye, en realidad, una inyección
tonificante para la industria y el comercio nacionales. La cosa es así: el
gobierno y las empresas regalan miles de millones de pesos a los empleados,
éstos a su vez gastan miles de millones de pesos en regalarse cosas unos a
otros y el comercio, que es el beneficiario de esta operación, gasta a su vez,
miles de millones de pesos en pagar impuestos al gobierno con objeto de ponerlo
en condiciones de dar espléndidos aguinaldos al año siguiente y repetir el
ciclo. (…)
Como
puede verse, también, al final de la operación el gobierno y las empresas han
adquirido algo que tiene un valor positivo: dinero; el público, en cambio, ha
adquirido… ¿qué cosa? Regalos, puros regalos. Por consiguiente, podemos decir
que es la parte agraviada.
Tal vez por ello Edmundo O’Gorman
afirmaba que “La navidad es la venganza de los mercaderes contra
Jesús por haberlos expulsado del templo.”
En opinión de Ibargüengoitia,
los regalos pueden dividirse en impersonales y personales. De manera errónea se
podría creer que esta segunda opción presenta ventajas sobre la primera, pero
en realidad no sucede así.
Hay
dos clases de regalos. Los “impersonales”, que se llaman así porque resultan
perfectamente inútiles para cualquier gente que los reciba y porque además,
carecen de cualquier característica definida que permita decir, cuando menos,
que son horribles. La otra clase, los regalos “personales”, se hacen partiendo
de la suposición de que conoce uno los gustos del que los recibe, suposición
que resulta equivocada en la mayoría de los casos. Por ejemplo, regala uno el
libro ya leído o del autor detestado; los cigarros, carísimos, pero
aborrecidos; la corbata imponible, la camisa tres números más grande, un
paraguas para quien no se atreve salir a la calle de paraguas, una boquilla
para quien quiere fumar en bruto, unas mancuernillas para quien usa camisa de
manga corta, etcétera.
También están
aquellos que antes de entregar su regalo ya están pidiendo disculpas bajo la
forma de que “es una cosa de nada” o “si no te gusta lo puedes cambiar” o “tal
vez no sea del estilo de lo que te gusta”.
Por otra parte,
existen regalos que son horribles y cuya poca calidad no responde a la
condición económica del obsequioso sino más bien a su mal gusto o a que se
trata de un regalo de compromiso (vaya fea expresión). Pero hay algo peor aún y
tiene que ver con que si el regalo es una expresión de lo que la otra persona
piensa de nosotros o de lo que valora ese vínculo, entonces con razones más que
legítimas uno se deprime al constatar el bajo concepto en que el otro nos tiene
situados por lo que a sus ojos no somos merecedores de otra cosa que esa
porquería que bien podría haber sido un premio consuelo en una kermesse
parroquial. En relación al tema Germán Dehesa nos comparte su experiencia:
Es horrendo vivir
esa escena en la que nos enfrentamos con la señora decente (en busca de dejar
de serlo) que se coló de última hora a nuestra fiesta y nos extiende una
bolsita mientras nos dice las ciertamente originales palabras: toma, te compré
una porquerillita. Desempacamos el dudoso obsequio y descubrimos que no es una
porquerillita, ¡es una porquerillota!... Y pensar que de todos modos tenemos
que dar las gracias. Es algo que me produce náuseas (...). Y aquí de nada sirve
ser irónico. A mí, una de estas señoras de las que estoy hablando me obsequió
un pequeño cuadro con una horripilante imagen de Santa Teresita del Niño Jesús
con los ojos volteados como si trajera todas las uñas enterradas. Yo ví el
adefesio y comenté con falso alborozo:
-¿Cómo
adivinaste?, es exactamente lo que estaba necesitando.
-¿Verdad que sí?
–me dijo la idiota.
En el recuento de
los diversos tipos de regalos no es posible dejar de señalar aquellos que son
portadores de mensajes contundentes como por ejemplo un desodorante o un
perfume corrientón que, en algunos casos y para terminar de amolarla, puede
venir acompañado de un: “sí, ya sabía que te daría gusto recibir algo que te
estaba haciendo falta”.
Es posible hacer
una clasificación de quienes regalan, a juzgar por los objetos obsequiados. Para
el mismo Jorge Ibargüengoitia los regalos
(…)
son el espejo del alma de quien los da; un espíritu exquisito regala obras de
arte (objets d’art) –un galgo de
bronce, un chango (familia de los mandriles) hecho en cristal veneciano o una
escupidera antigua- el generoso da joyas –o relojes, o coches-, el codo, regala
libros; el que no halla qué regalar da pañuelos, que nunca han hecho feliz a
nadie; el bon vivant regala jamones o
botellas, todo importado.
A la hora de
adquirir el regalo hay quienes procuran conciliar categorías que en principio parecieran
ser incompatibles. Comenta Roberto Blanco Moheno que una chica, en Tampico, le
preguntó a César Garizurieta qué le podría regalar a su novio que fuera barato.
“Cómprale una corbata”. “No, quiero algo barato pero que le dure toda la vida”.
Ante esa demanda Garizurieta se limitó a responder: “Entonces cómprale una
tortuga”.
Por otro lado están
aquellos que aún en su pobreza material dejan de manifiesto su creatividad en
los objetos que regalan y tanto es el afecto que se siente por ellos que sea lo
que sea sus obsequios, siempre serán muy bien recibidos. La escritora Pita Amor
fue uno de estos casos y Elena Poniatowska deja registro de ello.
Año tras año
solíamos celebrar la Navidad
en casa de Carito Amor y Raoul Fournier en San Jerónimo, y Pita (Amor) llegaba
con dos o tres bolsas de plástico de la Comercial Mexicana
e iba repartiendo sus regalos: una pasta de dientes, un jabón, una crema de
afeitar, una caja de kotex (de seis, pequeña), que resultaban sumamente originales
al Iado de las tradicionales corbatas, marcos de Pewter y ceniceros de vidrio.
Al rato ya no hubo ni navajas de afeitar ni kleenex, sino unos dibujos hechos
en cartulinas del tamaño de una baraja que ponía en nuestras manos como los
sordomudos lo hacen en los cafés de banqueta.
Algunos eventos
históricos nos presentan a personajes que tuvieron un raro concepto de lo que
es un regalo. El general Francisco R. Serrano tuvo una destacada carrera
militar y política al formar parte del Estado Mayor del general Obregón y
además de otros cargos llegó a ser designado Secretario de Guerra y
posteriormente Gobernador del Distrito Federal. Siendo muy joven
aún quiso ser candidato presidencial por el partido Antirreeleccionista
oponiéndose a las ambiciones nada menos de quien fuera su gran amigo, el
general Álvaro Obregón. Al descubrir que el proceso electoral se encontraba
amañado, el general Serrano junto a sus partidarios optó por rebelarse. Una vez
descubierto, la respuesta no se hizo esperar: fue capturado en Cuernavaca junto
con sus compañeros para posteriormente ser trasladados a la ciudad de México.
En la población de
Huitzilac en la vieja carretera a Cuernavaca se les obligó a descender de los
automóviles y fueron acribillados vilmente el 3 de octubre de 1927, siguiendo
órdenes emanadas directamente del general Obregón. Según Jorge Mejía Prieto, el propio Obregón
fue a la morgue y al ver en la plancha el cadáver de su antiguo amigo y
colaborador distinguido, con su única mano le acarició el cabello y dijo con
voz entrecortada por las lágrimas: “¡Ay Pancho, no tenías remedio, y fuiste un
loco hasta el final! ¡Mira nada más qué regalo tan triste me obligaste a darte
en tu cumpleaños!” Para regalos de este tipo más valdría que el cumpleaños
pasara inadvertido...
En tiempos
recientes se ha difundido la discutible costumbre de los intercambios de
regalos que se ha puesto de moda particularmente en escuelas y oficinas. Así lo
gratuito pasa a la órbita del deber. Bajo la forma del amigo invisible y el
consiguiente sorteo de papelitos para ver de quién, a fuerza, deberemos ser amigo invisible y quién, en la misma condición,
lo será de nosotros. Han existido casos de quienes por enemistad con el amigo
que les tocó o bien por tacañería regalaron un cepillo de dientes, un disco
adquirido en una tienda que vende los saldos de los saldos (saldos al cuadrado)
o un estuche de jabón “para cuando vayas al club a hacer ejercicio” (esto suele
llevar como destinatario a un gordo inconmensurable que el último ejercicio no
imprescindible lo realizó hace tres décadas...)
Se presenta el caso
de aquellos que a última hora toman conciencia de la miseria del obsequio que
están por hacer y quieren compensarlo con un envoltorio soberbio. Y hay quienes
se van con la finta…; qué difícil resulta –en esos casos- disimular la
frustración luego de retirar el último envoltorio y apreciar la triste realidad. Germán Dehesa considera que los envoltorios
exagerados forman parte de la idiosincrasia nacional.
Habría que
escribir un voluminoso ensayo acerca del barroquismo mexicano que se hace
presente en todo lo que envolvemos. Algo muy sutil en nuestro genoma nos hace
percibir que cualquier cosa que no esté envuelta regiamente está como
encuerada, impúdica y a merced de la lascivia popular. Entonces, cuando vamos a
regalar lo que sea, le ponemos ropa interior, ropa exterior y numerosos
adornos; de ser posible, la bolsa en la que va el regalo deberá retacarse
también de artísticos y coloridos cucuruchos de papel de china.
Ante tales
despropósitos hubo lugares en que al amigo invisible se le impuso la lógica del
mercado: los regalos del intercambio deben situarse dentro de cierto margen de
valor que se especifica en las reglas del juego. Esto resolvió sólo
parcialmente el tema porque en algunos casos hay quienes dicen haber comprado
la porquería de siempre a precios de nunca.
Hay quienes dan los
regalos como con pocas ganas y solamente cuando la presencia del almanaque se
deja sentir. Esos son los regalos calendáricos, los que se acercan al ritual y
se alejan de la gratuidad, del simple “porque sí”. Consideración
aparte merecen algunos regalos que llegan en momentos en que no es usual
hacerlos y que están cargados de significados. A este respecto Arnoldo Kraus
comenta una vivencia personal en la que recibió un valioso obsequio de parte de Carlos
Monsiváis.
Cuando murió mi
padre, en 1994, Carlos acudió a mi consultorio. El diálogo fue muy breve. Tras
los saludos de rigor y un pequeño intercambio de ideas le pregunté: “Carlos,
¿en qué te ayudo?” Me respondió, “en nada, no me siento mal. Vine por otra
razón”. “¿Qué sucede?”. Después de un momento sacó de su portafolio una bolsa
de plástico y me la entregó. “Ábrela”, me dijo. La emoción y la sorpresa fueron
enormes. La bolsa contenía un libro viejo, ilustrado, muy bien conservado y de
una belleza casi indescriptible. Durante unos pocos minutos, rodeados por un
silencio profundo, cogí con cuidado el libro: lo toqué, lo volteé, lo hojeé y
busqué la fecha de edición y el país de origen del libro.
El libro, Il Canzoniere di Dante, era muy hermoso.
En nada difería a los de los museos o a los de las casas de antigüedades. Poco
tardé en amistarme con él. “¿Por qué me lo das?”, pregunté. “En Oaxaca aprendí
que la mejor forma de acompañar a una persona cuando sufre una pérdida es
regalarle algo personal, algo que quieres y que atesoras”. Terminada la oración
Carlos se levantó, me dio unas palmadas y se fue. No tuve la oportunidad de
agradecerle o de hacer algún comentario. Me dejó el mismo silencio cariñoso que
rodeó la atmósfera mientras hojeaba el libro ante su mirada compañera. Hoy,
mientras escribo y le rindo un pequeño homenaje a Carlos, hojeo el libro. El
silencio me acompaña y me regresa al mutismo de aquel día. Ese acompañar fue,
para mí, un regalo de la vida.
Así hay regalos que
están llamados a permanecer con nosotros, a ser parte de nuestro equipaje en el
viaje de la vida. A estos obsequios que tal vez nos acompañen muchos años los guardamos con un cuidado extremo por el enorme valor que tienen para
nosotros por quién nos lo dio, por el momento en que sucedió, por lo que
significa ese objeto o por alguna de esas varias razones que forman parte de
nuestras historias personales.
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